Es un trozo de estela sepulcral. Cuando estaba entera, era
un bloque de mármol que se alzaba sobre la tumba. Sólo queda este fragmento. En
él aparece una mujer de edad madura que vivió en el segundo siglo de nuestra
era. El texto que había bajo su imagen se ha perdido. Allí se diría
probablemente que el marido y los hijos habían costeado la estela y la habían
alzado en su memoria. Y se diría algo más, otras frases frecuentes en las
estelas de esa época: que era una mujer laboriosa, que había dejado a sus
descendientes el recuerdo de su virtud, que no codiciaba los vestidos ni el
oro, que la elogiaban sus vecinos, frases tópicas que habían sido realidad viva
en cada caso. Quizá se dijera algo también de lo que esa mujer hizo en vida:
que tañía la lira, que ejercitaba su cuerpo en el gimnasio, que era buena
cocinera. Y quizá figuraba al pie de la inscripción alguno de los bellos
hexámetros que solían cincelarse sobre la tumba: “Ha abandonado el sol y ha
marchado a las regiones más lejanas”. “El cuerpo es sólo la envoltura del alma;
hónrame a mí, la parte divina”. “El tiempo no ha mancillado mi cuerpo
inmortal”. “Un poco de tierra derramada cubre mis restos; mi alma la guarda el
ancho cielo”. “Pequeña es la lápida y pequeño es lo que guarda: como una
violeta en un cesto”.
La tumba estuvo, como todas, en el campo, al borde de un
camino. Cada estela contenía una llamada al caminante para que se detuviera y
leyera el nombre en voz alta. Cada vez que el nombre se leía en voz alta se
hacía posible que el muerto siguiera con vida en el más allá. De los caminantes
dependía la inmortalidad del difunto.
Desde hace años, ese trozo de estela está en mi casa. Lo
compré en el Rastro. Estaba en una tienda, sobre el suelo, apoyado en la pared,
junto a otras cosas, columnas, muebles, lámparas,
tapices, tallas, armaduras, cuadros. Pero esta es una cosa distinta; es algo más
que un bajorrelieve decorativo: esta mujer existió. Esos eran sus rasgos. Tenía
el pelo largo y ondulado, ojos grandes y una airosa túnica, y sonreía. Bajo esa
imagen estuvo su cuerpo. El tiempo lo habrá devorado hace muchos siglos. De sus
gestos, que serían tan familiares a quienes la rodearon, ha quedado la mirada
penetrante y la sonrisa dulce. No tiene nombre. Pero de nosotros y de su nombre
depende su inmortalidad. Tenemos que dar un nombre a esta mujer: Salvia. Al
pasar junto a ella hay que decirlo en voz alta. Si no se llamara Salvia, allá
arriba se sabrá a quien nos referimos: a esta mujer concreta, a esta
hispanorromana de edad madura que sonreía.
Bajo el retrato mutilado de Salvia podrían escribirse las
mismas palabras grabadas en otra estela: “No es la lluvia lo que ha dañado a
esta piedra que soy, sino las lágrimas”.
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