Entre los papeles de Julián Ayesta que me dio Hélène cuando
murió su marido, había una hoja con el membrete del consulado, una hoja que ya empezaba
a amarillear. Ayesta, que era entonces
–año 1983– cónsul en Alejandría, había pegado en esa hoja una fotografía y había
escrito debajo, con su letra nerviosa y casi atropellada: Inauguración exposición Patricia Viñó. En la foto está él mismo,
con visible sonrisa de complacencia, cortando la cinta. Las demás personas son
desconocidas, probablemente miembros de la colonia española. En estos últimos
quince años, desde que murió Ayesta, me he encontrado muchas veces con esa
fotografía. Patricia Viñó era para mí sólo un nombre. Y hace unos días se me
pasaron varias preguntas por la cabeza: ¿quién habrá detrás de ese nombre? ¿qué
habrá sido de una pintora española que hace treinta años exponía en un lugar
tan lejano y exótico como Alejandría? ¿habrá seguido pintando a lo largo de
estas tres décadas o la vida la ha llevado por otros caminos?
La realidad –ese manso y a veces encrespado torbellino que
nos envuelve– lanzó de pronto un destello inesperado: Patricia Viñó exponía en
Madrid. Galería Quorum, clausura el 17 de mayo. Era el día 16. Fui
precipitadamente a ver la exposición. Patricia Viñó no estaba allí, pero su
nombre dejaba de ser sólo unas sílabas para convertirse en algo visible y
tangible: allí estaban sus cuadros. Cada uno presentaba a una mujer de cuerpo
entero, que miraba al espectador. Todas eran mujeres algo excéntricas –con máscaras,
con alas, con sombreros inverosímiles…– pero mujeres de mirada humilde, casi
perpleja, a las que la realidad –ese torbellino…– parecía arrollar con su
violencia –grandes espirales de luz, fondos de color intenso y barroco como
tapices orientales–. Junto a los óleos había también grabados, nítidos, de gran
pureza: también mujeres, pero sin fondo. El desvalimiento de las mujeres era aún
más visible.
Primero unas sílabas, luego unos lienzos, y al final
Patricia Viñó en persona. Quedamos en una cafetería y nos reconocimos enseguida.
Patricia, como las mujeres de sus cuadros, es una mujer fuerte de mirada sencilla,
algo perpleja quizá, zarandeada por la realidad –ese torbellino.. – pero que
resurge de ella, igual que sus mujeres emergen de las espirales de luz y los
fondos de color intenso y barroco. A lo largo de la tarde fue recomponiendo los
treinta años transcurridos entre la exposición de Alejandría y su última
exposición de Madrid: de una pintura plana, basada más en el contorno que en el
relieve y poblada de personajes oníricos, pasó a una pintura expresionista de
colores intensos y trazos fuertes, para hacer después una pintura simbólica,
más insinuante, más sugerente, más cargada de confidencias y misterios.
Ahora que conozco ya muchos de sus cuadros, no podría
expresar mis preferencias, porque preferir es excluir, y no excluiría nada.
Debilidad sí tengo, y es por una de sus obras menores: esta Venus. Tiene una rara perfección formal:
es un aguafuerte que tanto en la línea como en la mancha tiene tal pulcritud que
parece un dibujo a tinta. La delicada simetría del grabado hace que la Venus sea
ingrávida y móvil. Tiene la gracia del malabarista sin perder la gracia de la
feminidad. Mira candorosamente a quien la mira. Ella misma parece asombrada de
que sus muchos brazos y piernas se lancen al aire sin gobierno y mantengan ese
equilibrio perfecto. Tiene además, algunos de los rasgos que veo en Patricia
Viñó, en ella misma: equilibro, gracia y asombro.
Patricia Viñó, Venus, aguafuerte y aguatinta.
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