lunes, 18 de junio de 2012

CUESTIÓN DE CALIGRAFÍA


         El domingo, mientras esperaba en un portal a que me abrieran, dos señoras estaban hablando un poco más allá, y una de ellas llevaba un perro pequeño atado con una correa. Tardaron mucho en abrirme, y todo ese tiempo estuvieron las señoras hablando, y mientras tanto el perro permanecía inmóvil, mirando a las personas que andaban por la acera, y mirándome también a mí, mientras esperaba. Era un perro de color canela y blanco, con las patas cortas articuladas hacia dentro y los pies hacia fuera. Era un perro sin raza, de mirada viva y tranquila, de ilimitada mansedumbre, que hacía simplemente lo que tenía que hacer: esperar. Unos padres jóvenes que iban con un carrito no le vieron al pasar a su altura, y le atropellaron, pero el perro no gruñó, no se quejó, y se limitó a echarse a un lado. Cuando bajé de nuevo al portal, el perro seguía allí, inmóvil, y las señoras charlando.

         Nada más. Un perro en una acera. Un perro algo grotesco por esas patas cortas dobladas hacia dentro y los pies girados hacia fuera. Pero un ser de mirada limpia que entronca con lo más puro que hay en el mundo: con la lluvia, con las cumbres nevadas que brillan al sol, con la brisa, con el canto de un pájaro, con una flor.

        He tratado de seguir el consejo de Francis Jammes: hacer como los niños en clase de caligrafía, que se esfuerzan por imitar con el mayor esmero posible y con la mayor exactitud una bella escritura. Por eso he traído aquí a ese perro y su infinita pureza sin añadir nada, porque cualquier añadido propio sólo podría mancharla. 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario