El
domingo, mientras esperaba en un portal a que me abrieran, dos señoras estaban
hablando un poco más allá, y una de ellas llevaba un perro pequeño atado con
una correa. Tardaron mucho en abrirme, y todo ese tiempo estuvieron las señoras
hablando, y mientras tanto el perro permanecía inmóvil, mirando a las personas
que andaban por la acera, y mirándome también a mí, mientras esperaba. Era un
perro de color canela y blanco, con las patas cortas articuladas hacia dentro y
los pies hacia fuera. Era un perro sin raza, de mirada viva y tranquila, de
ilimitada mansedumbre, que hacía simplemente lo que tenía que hacer: esperar.
Unos padres jóvenes que iban con un carrito no le vieron al pasar a su altura,
y le atropellaron, pero el perro no gruñó, no se quejó, y se limitó a echarse a
un lado. Cuando bajé de nuevo al portal, el perro seguía allí, inmóvil, y las
señoras charlando.
Nada
más. Un perro en una acera. Un perro algo grotesco por esas patas cortas
dobladas hacia dentro y los pies girados hacia fuera. Pero un ser de mirada
limpia que entronca con lo más puro que hay en el mundo: con la lluvia, con las
cumbres nevadas que brillan al sol, con la brisa, con el canto de un pájaro,
con una flor.
He tratado
de seguir el consejo de Francis Jammes: hacer como los niños en clase de
caligrafía, que se esfuerzan por imitar con el mayor esmero posible y con la
mayor exactitud una bella escritura. Por eso he traído aquí a ese perro y su
infinita pureza sin añadir nada, porque cualquier añadido propio sólo podría
mancharla.
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