lunes, 26 de noviembre de 2012

          Aquí termina este Velador
próximo a cumplir el año
y quizá se reanude
en el futuro.
Gracias.

sábado, 24 de noviembre de 2012

SOSTENIBILIDAD


            El lenguaje es como un bosque por el que se avanza despejando el camino a hachazos. Y sin embargo, el ejemplo más elemental de sostenibilidad es el del bosque: cuando se tala, hay que plantar. En el uso del lenguaje se tala, pero no se planta. Hace poco ha publicado Bernard Pivot –que fue tan popular por sus programas sobre la actualidad literaria en la televisión francesa– un libro muy breve que se titula 100 palabras que hay que salvar. “Entre todos”, debería añadir el título. Porque se trata, desde luego, de una tarea colectiva. Entre todos empobrecemos y entre todos debemos enriquecer. Pero aún así podría ser útil un rescate individual. Porque al fin y al cabo, lo colectivo es una suma de individualidades.

El diccionario es uno de los libros de lectura más apasionante. Al abrirlo nos sorprende cuántos rodeos, cuántas perífrasis damos a lo ancho del día, y cuantas palabras precisas hay en él que nos servirían de atajo. Además, en el diccionario están –aunque es verdad que desordenadas– todas las grandes novelas de la historia.

Y no hay que olvidar el episodio que cuenta Ángel González:

Poesía eres tú,
dijo un poeta
–y esa vez era cierto–
mirando al Diccionario de la Lengua.
 

 

jueves, 22 de noviembre de 2012

¿QUIÉN NO?


            Entre tanta pintada insulsa que mancha inútilmente las fachadas, me conmueve una que veo desde hace algunas mañanas camino del trabajo. Sólo dice perdóname. Las pintadas suelen ser cosa de exaltaciones juveniles, de ascos y rebeliones frente a un mundo de adultos que resulta –probablemente con razón– repugnante y ajeno. Pero esta es distinta. Por allí hay varios colegios, y quizá algún muchacho sensible haya cogido el espray para expresarle algo que ignoramos a una muchacha con coletas y calcetines caídos que entenderá el mensaje. Es una confidencia en clave de la que participamos, sin entenderla, miles de conductores y de transeúntes que pasamos diariamente ante ella.  
            No, no la entendemos. Entenderla, propiamente entenderla, sólo lo hará esa muchacha con coletas que se sabrá destinataria de esa única palabra. Pero aunque no la entendamos, esa palabra nos conmueve. Probablemente todos nos sintamos interpelados por ella. Probablemente todos, si fuéramos más jóvenes, si tuviéramos el corazón menos endurecido, habríamos cogido el espray una noche, y después de mirar furtivamente a nuestro alrededor, habríamos escrito precipitadamente esa misma palabra sobre una pared: Perdóname. Nuestra destinataria no sería una muchacha, rubia o morena, vestida de uniforme, sino un destinatario más difuso, más universal.
            No sé si es cosa de esta civilización urbana hecha de irritación y de prisa, de cálculos egoístas y de ventajas cuidadosamente sopesadas, pero lo cierto es que, sin que nadie se dé demasiada cuenta, se hace daño día tras día. Como en aquel doloroso poema de Luis Felipe Vivanco (Cantan para hacer daño. Sueñan para hacer daño. Nacen para hacer daño. Construyen, se alimentan, abren las puertas, miran y contemplan, triunfan para hacer daño…), se hace daño. Y esa palabra garabateada en el muro debería brotar de las bocas con espontaneidad. Como el respirar, o el mirar, o el andar, debería ser una palabra que surgiera instintivamente en el vivir cotidiano. Perdóname. Esperemos que las brigadas de limpiadores municipales la indulten, para que siga interpelándonos.

     Fotografía hecha ayer mismo, el miércoles 21 de noviembre           
 

martes, 20 de noviembre de 2012

ONTOLOGÍA DEL VELADOR


Uno de los libros más entretenidos de CGR es el Libro de los objetos perdidos y encontrados. Pertenece a ese género tan atractivo de los libros sin género, que son siempre únicos en su especie. Este es un objetario, una sobria descripción sucesiva de objetos vulgares, muchos de ellos caídos en desuso. ¿De qué está hecho este libro? No son artículos ni ensayos, dice Ruano en el prólogo, no son tampoco poemas en prosa, “en realidad no son nada, y sólo pueden salvarse juntos, como las criaturas a quienes un instinto las hace agruparse y apretarse”. Nada menos que nada –pequeñas nadas sucesivas, reunidas y encuadernadas–, nada, la nada, que es quizá el gran ideal literario, como Flaubert le confiesa en una carta a Louise Colet.

En ese inventario de objetos están los veladores. He ido al estante a coger el libro sabiendo que estarían, porque los veladores pertenecen a ese mundo desgastado y sentimental por el que Ruano sentía especial predilección.

Sí, aquí están los veladores, de los que el autor hace toda una ontología, zambulléndose en su ser y en sus propiedades, en su naturaleza, en su origen y en su destino. La cuna del velador es el café, allí nacen por generación espontánea (“nadie vio nunca una tienda en la que se vendieran veladores”), y si un particular ha adquirido un velador, es porque ha llegado a él a través de una genealogía de vendedores que tiene siempre su origen en un café. Además, el particular que ha acabado siendo dueño de un velador es siempre, dice Ruano, una persona solitaria y tímida, como solitario y tímido es el cliente del café que se sienta, no en una mesa, sino en un velador, que suele estar en una esquina, generalmente en penumbra.

Muchos veladores son objetos con historia, y deberían estar en un museo. “Algunos veladores estaban hechos de lápidas sepulcrales, y pasando el dedo por debajo, como falsos ciegos, leíamos sin querer un estremecedor relieve que decía cielo, o el niño, o R.I.P., o ese Excelentísimo mutilado que yo recuerdo y del que quedaba sólo lentísimo. Estos veladores tenían un color inexplicable, cultísimo y literario: el color de las losas de un cementerio bajo la lluvia, bajo las muchas lluvias, bajo esa lluvia del cementerio que moja de una manera diferente a la de los otros sitios”.

Y se imagina uno a CGR en el silencio solemne de su casona de Cuenca en la que escribió este objetario, ceñido por su batín de rayas, cigarrillo en mano, construyendo la filosofía de los veladores, rememorando, como hombre de café, los muchos veladores de Madrid, de París, de Roma o Berlín en que estuvo sentado, escribiendo o esperando.

El velador es un objeto tan singular que requiere una cláusula propia en el testamento. Sería un gran error dejar que el velador se confundiera indiferenciadamente en la herencia. Un velador tiene que ser legado. “Y dejo el velador a mi buen amigo Juan, por tantas tardes de confidencias y de recuerdos…”
 
Un velador cualquiera que, como todos, nació en un café,
       y ahora pasa unos años conmigo
 

sábado, 17 de noviembre de 2012

POSTALES LITERARIAS

 
            Julián Gállego fue uno de esos escritores a los que el lastre de ser otra cosa –en su caso, historiador del arte– les ha cerrado herméticamente la puerta de la literatura. Quiero decir de la literatura oficial: la que aparece consignada en los tratados y manuales. Y sin embargo, qué extraordinaria prosa la suya, llena de precisión (los que son otra cosa llevan a veces una mayor exigencia íntima de rigor) y de gracia. Las obras de su especialidad –sobre Velázquez, Goya o Picasso– son excelente prosa funcional, pero las obras que escribió al margen de ella –como Apócrifos españoles o Postales– son simple y admirable prosa literaria.
            Postales es un mosaico de 122 estampas de rincones del mundo: desde Cádiz a Estocolmo y desde Nueva York hasta Damasco. Julián Gállego ha inventado un género: el de la postal literaria.  En poco más de una página ofrece una imagen tan nítida de cada lugar, que el lector sale de la lectura con el aroma, el murmullo, la luz y el relieve impresos en los cinco sentidos. Al que escribió la contraportada no se le ocurrió una loa más precisa que afirmar que este libro “se lee de un tirón”. Y es todo lo contrario. Este libro hay que leerlo como se leen los buenos libros de versos: sólo un poema de cuando en cuando, para dar tiempo a que cada poema cale en el lector y se pose lentamente en él.
 
            Pronto hará veinte años que Julián Gállego presentó mi libro Toledo grabado. Recuerdo el día exacto –fue un 16 de diciembre–, no porque aquella presentación fuera un acto memorable –apenas se juntaron dos o tres docenas de curiosos–, sino porque la víspera había ocurrido un suceso que sí lo era. La presentación fue en una de las crujías del museo toledano de Santa Cruz. El frío y la niebla del exterior habían entrado en aquella nave del edificio renacentista. Los asistentes a la presentación, con los abrigos puestos y las solapas levantadas, resistieron el acto frotándose las manos y moviendo las piernas. Unas frágiles sillitas de madera, perdidas en la inmensidad de la nave, sostenían arriesgadamente los movimientos nerviosos de los asistentes. Nadie había leído el libro, que se presentaba en ese momento, pero el presentador tampoco lo había leído. Cuando Julián Gállego terminó de decir sus palabras todos aplaudimos, porque fueron minuciosas y brillantes, aunque se referían a otra cosa, probablemente más interesante que aquel libro que estaba también presente e intacto en una mesita, igualmente frágil.  
             Al releer estos días algunas páginas de Postales, llenas de humor inteligente, me he acordado de aquel episodio, que sólo puedo recordar con una sonrisa. Y con agradecimiento. 

jueves, 15 de noviembre de 2012

OTOÑO


            Para él no es la primavera el tiempo de resurgir, sino el otoño. Atrás queda la plenitud arrolladora del verano, que se basta a sí misma, y llega el otoño, que parece reclamar la intervención del hombre. La naturaleza se hace frágil, débil, menesterosa. En ese espacio que el otoño le abre, el hombre debe reflexionar, decidir, actuar.

En un volumen que supera las cien páginas, se han reunido los poemas y las cartas de Rilke en los que el poeta habla del otoño, pero toda su obra es otoñal: toda ella está iluminada por esa luz sutil y transparente del otoño, y tiene los infinitos matices de color de esa estación.

            Varios poemas de Rilke tienen el mismo título, Otoño, pero este es uno de los más consoladores. El gesto de las hojas al caer es triste, desde luego, pero no es azaroso. En uno de sus libros de prosa escribió Rilke: “El paisaje es algo preciso, no hay azar en él, y cada hoja que cae hace que se cumpla una de las mayores leyes que rigen el cosmos”. Ya es consolador, desde luego, que no estemos expuestos al capricho del azar. Las hojas que caen parecen estarlo, pero tampoco es cierto. Rilke añade aquí algo más en los dos últimos bellísimos versos: otro motivo de consuelo que es difícil de expresar con mayor sencillez y con mayor hondura.

            Traducir es una tarea casi infinita. Cada traducción es un intento que es superable por otro. No se debería decir nunca he traducido, sino he intentado traducir… Hace años traduje –intenté traducir– este poema, y ahora he hecho un nuevo intento.

Otoño

Caen las hojas, y parece que llegaran de lejos,
como si en el cielo se fueran marchitando jardines muy lejanos;
caen y dicen con su gesto: no.

Y en las noches cae, pesada, la tierra,
entre las estrellas, en la soledad.

Caemos todos. Esa mano cae.
Y mira las otras: todas caen.

Pero Alguien sostiene la caída
con dulzura infinita entre sus manos.


R.M.R. Herbst, Frankfurt 2012