Son
dos historias semejantes. Pero una es ficticia y la otra es real. Hasta el
domingo, en que estuve paseando bajo la sombra de los once mil chopos –no creo
que sean ya exactamente once mil, pero esa era la cifra que él repetía siempre–,
la historia real me resultaba casi una ficción. La historia ficticia siempre me
ha parecido real. Hace muchos años leí L’homme
qui plantait des arbres. Una revista francesa había convocado un concurso:
se trataba de premiar la descripción de algún héroe oculto que los lectores
hubieran conocido. Giono envió el relato de Elzéard Bouffier, un pastor que
vivió toda su larga vida en esa inacabable estribación de los Alpes que se mete
en la región de la Provenza hasta convertirse en monte bajo: una zona seca, sofocada
en verano por un sol implacable, sin agua, y en la que sólo crecían las matas
violáceas de lavanda. Las laderas estaban punteadas de ruinas. Eran pueblos
abandonados. Pero todo eso era antes. Hacía varias décadas. Cuando Giono
describió al héroe anónimo y mandó el relato a la revista –en el año 1953–,
todo había cambiado y Elzéard Bouffier ya había muerto.
Elzéard
Bouffier había perdido a su mujer y a su hijo único. No tenía a nadie con quien
hablar en mitad de aquel paisaje desolado. Todos los días, después de encerrar
al rebaño en el redil cuando apretaba el sol de mediodía, volvía al monte con
su bastón de hierro y una bolsita de bellotas. Volvía exactamente al mismo
lugar donde había dejado su tarea la víspera, y repetía, varios cientos de veces
cada tarde, la misma operación: clavaba al bastón de hierro en la costra reseca
del monte, metía una bellota y tapaba el agujero. Aquello lo estuvo haciendo
durante treinta años.
Fue
entonces –pasados esos treinta años– cuando Giono volvió a la Provenza. De los
millones de bellotas que Elzéard Bouffier había metido en la tierra, habían
surgido varios millares de robles, la mayoría de ellos ya altos y frondosos. El
paisaje había cambiado por completo. Los arroyos, que desde hacía décadas no
llevaban agua, habían vuelto a fluir. Los pueblos en ruinas se reconstruyeron,
porque aquel paraje verde se había vuelto habitable. Las autoridades de la administración
forestal, asombradas ante lo que creían un fenómeno espontáneo de la
naturaleza, declararon la protección del robledal.
Los lectores de aquella revista se entusiasmaron con la
figura de Elzéard Bouffier, quisieron saber más de su vida, dónde había muerto,
dónde estaba enterrado, y promovieron condecoraciones póstumas y declaraciones
de hijo predilecto. Entonces se descubrió la superchería: aquel héroe anónimo
no había existido nunca. A Giono, que había ganado el concurso, le fue retirado
el premio.
El domingo estuve paseando por Dármola, un valle
superficial, que no pasa de ser un pliegue entre dos laderas yermas. En mitad
de los campos amarillos se alza una masa boscosa, irregular, que se extiende en
varias direcciones, en algunas zonas más ancha y tupida, y en otras más
estrecha y clara. Al principio no fue así. Mi padre, que era alcalde de un pueblo
de la provincia de Toledo, hizo plantar en aquel paraje once mil chopos.
Durante las varias semanas que duró la plantación estuvo presente para decidir
por dónde debía avanzar aquel bosque de jóvenes vástagos y para comprobar cómo
cambiaba, día tras día, el lugar. Las hileras iban avanzando paralelamente y
los chopos quedaban equidistantes los unos de los otros.
También aquí, como en el relato de Giono, la naturaleza se
ha transformado. Un pequeño arroyo fluye en uno de los tramos del bosque. Unos
letreros van marcando una “senda ecológica”, que entra y sale varias veces del
bosque, que se alza sobre las laderas y se adentra luego en la sombra densa y
sonora que forman los chopos.
A los pocos meses de plantados, los árboles empezaron a
acoger a las familias que venían a pasar las tardes de domingo bajo sus copas aún
inseguras. Las parejas jóvenes iban a devanar sus largas conversaciones
sentimentales en aquel modesto oasis que se alzaba en mitad de una llanura
seca. En Dármola se hicieron novios mis padres. En Dármola está, en cierto
modo, mi prehistoria personal. Hasta el domingo pasado no he conocido ese lugar
que de vez en cuando aparecía, a lo largo de los años, en las conversaciones
familiares.
En el fondo son dos historias igualmente reales. El hombre que plantaba árboles se ha
traducido a todos los idiomas. Se han hecho centenares de ediciones. Elzéard Bouffier, un personaje ficticio, ha
extendido por todo el mundo la pasión por los árboles; o mejor dicho: por la
plantación de árboles, por la transformación de la naturaleza. El paraje de
Dármola conduce a uno de los paisajes más difícilmente imaginables de la
provincia de Toledo: una garganta abrupta, honda, por la que discurre el Tajo.
Está indicada en la carretera que conduce de Toledo a la Puebla de Montalbán: Las barrancas. Merece la pena el viaje.
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