lunes, 26 de noviembre de 2012

          Aquí termina este Velador
próximo a cumplir el año
y quizá se reanude
en el futuro.
Gracias.

sábado, 24 de noviembre de 2012

SOSTENIBILIDAD


            El lenguaje es como un bosque por el que se avanza despejando el camino a hachazos. Y sin embargo, el ejemplo más elemental de sostenibilidad es el del bosque: cuando se tala, hay que plantar. En el uso del lenguaje se tala, pero no se planta. Hace poco ha publicado Bernard Pivot –que fue tan popular por sus programas sobre la actualidad literaria en la televisión francesa– un libro muy breve que se titula 100 palabras que hay que salvar. “Entre todos”, debería añadir el título. Porque se trata, desde luego, de una tarea colectiva. Entre todos empobrecemos y entre todos debemos enriquecer. Pero aún así podría ser útil un rescate individual. Porque al fin y al cabo, lo colectivo es una suma de individualidades.

El diccionario es uno de los libros de lectura más apasionante. Al abrirlo nos sorprende cuántos rodeos, cuántas perífrasis damos a lo ancho del día, y cuantas palabras precisas hay en él que nos servirían de atajo. Además, en el diccionario están –aunque es verdad que desordenadas– todas las grandes novelas de la historia.

Y no hay que olvidar el episodio que cuenta Ángel González:

Poesía eres tú,
dijo un poeta
–y esa vez era cierto–
mirando al Diccionario de la Lengua.
 

 

jueves, 22 de noviembre de 2012

¿QUIÉN NO?


            Entre tanta pintada insulsa que mancha inútilmente las fachadas, me conmueve una que veo desde hace algunas mañanas camino del trabajo. Sólo dice perdóname. Las pintadas suelen ser cosa de exaltaciones juveniles, de ascos y rebeliones frente a un mundo de adultos que resulta –probablemente con razón– repugnante y ajeno. Pero esta es distinta. Por allí hay varios colegios, y quizá algún muchacho sensible haya cogido el espray para expresarle algo que ignoramos a una muchacha con coletas y calcetines caídos que entenderá el mensaje. Es una confidencia en clave de la que participamos, sin entenderla, miles de conductores y de transeúntes que pasamos diariamente ante ella.  
            No, no la entendemos. Entenderla, propiamente entenderla, sólo lo hará esa muchacha con coletas que se sabrá destinataria de esa única palabra. Pero aunque no la entendamos, esa palabra nos conmueve. Probablemente todos nos sintamos interpelados por ella. Probablemente todos, si fuéramos más jóvenes, si tuviéramos el corazón menos endurecido, habríamos cogido el espray una noche, y después de mirar furtivamente a nuestro alrededor, habríamos escrito precipitadamente esa misma palabra sobre una pared: Perdóname. Nuestra destinataria no sería una muchacha, rubia o morena, vestida de uniforme, sino un destinatario más difuso, más universal.
            No sé si es cosa de esta civilización urbana hecha de irritación y de prisa, de cálculos egoístas y de ventajas cuidadosamente sopesadas, pero lo cierto es que, sin que nadie se dé demasiada cuenta, se hace daño día tras día. Como en aquel doloroso poema de Luis Felipe Vivanco (Cantan para hacer daño. Sueñan para hacer daño. Nacen para hacer daño. Construyen, se alimentan, abren las puertas, miran y contemplan, triunfan para hacer daño…), se hace daño. Y esa palabra garabateada en el muro debería brotar de las bocas con espontaneidad. Como el respirar, o el mirar, o el andar, debería ser una palabra que surgiera instintivamente en el vivir cotidiano. Perdóname. Esperemos que las brigadas de limpiadores municipales la indulten, para que siga interpelándonos.

     Fotografía hecha ayer mismo, el miércoles 21 de noviembre           
 

martes, 20 de noviembre de 2012

ONTOLOGÍA DEL VELADOR


Uno de los libros más entretenidos de CGR es el Libro de los objetos perdidos y encontrados. Pertenece a ese género tan atractivo de los libros sin género, que son siempre únicos en su especie. Este es un objetario, una sobria descripción sucesiva de objetos vulgares, muchos de ellos caídos en desuso. ¿De qué está hecho este libro? No son artículos ni ensayos, dice Ruano en el prólogo, no son tampoco poemas en prosa, “en realidad no son nada, y sólo pueden salvarse juntos, como las criaturas a quienes un instinto las hace agruparse y apretarse”. Nada menos que nada –pequeñas nadas sucesivas, reunidas y encuadernadas–, nada, la nada, que es quizá el gran ideal literario, como Flaubert le confiesa en una carta a Louise Colet.

En ese inventario de objetos están los veladores. He ido al estante a coger el libro sabiendo que estarían, porque los veladores pertenecen a ese mundo desgastado y sentimental por el que Ruano sentía especial predilección.

Sí, aquí están los veladores, de los que el autor hace toda una ontología, zambulléndose en su ser y en sus propiedades, en su naturaleza, en su origen y en su destino. La cuna del velador es el café, allí nacen por generación espontánea (“nadie vio nunca una tienda en la que se vendieran veladores”), y si un particular ha adquirido un velador, es porque ha llegado a él a través de una genealogía de vendedores que tiene siempre su origen en un café. Además, el particular que ha acabado siendo dueño de un velador es siempre, dice Ruano, una persona solitaria y tímida, como solitario y tímido es el cliente del café que se sienta, no en una mesa, sino en un velador, que suele estar en una esquina, generalmente en penumbra.

Muchos veladores son objetos con historia, y deberían estar en un museo. “Algunos veladores estaban hechos de lápidas sepulcrales, y pasando el dedo por debajo, como falsos ciegos, leíamos sin querer un estremecedor relieve que decía cielo, o el niño, o R.I.P., o ese Excelentísimo mutilado que yo recuerdo y del que quedaba sólo lentísimo. Estos veladores tenían un color inexplicable, cultísimo y literario: el color de las losas de un cementerio bajo la lluvia, bajo las muchas lluvias, bajo esa lluvia del cementerio que moja de una manera diferente a la de los otros sitios”.

Y se imagina uno a CGR en el silencio solemne de su casona de Cuenca en la que escribió este objetario, ceñido por su batín de rayas, cigarrillo en mano, construyendo la filosofía de los veladores, rememorando, como hombre de café, los muchos veladores de Madrid, de París, de Roma o Berlín en que estuvo sentado, escribiendo o esperando.

El velador es un objeto tan singular que requiere una cláusula propia en el testamento. Sería un gran error dejar que el velador se confundiera indiferenciadamente en la herencia. Un velador tiene que ser legado. “Y dejo el velador a mi buen amigo Juan, por tantas tardes de confidencias y de recuerdos…”
 
Un velador cualquiera que, como todos, nació en un café,
       y ahora pasa unos años conmigo
 

sábado, 17 de noviembre de 2012

POSTALES LITERARIAS

 
            Julián Gállego fue uno de esos escritores a los que el lastre de ser otra cosa –en su caso, historiador del arte– les ha cerrado herméticamente la puerta de la literatura. Quiero decir de la literatura oficial: la que aparece consignada en los tratados y manuales. Y sin embargo, qué extraordinaria prosa la suya, llena de precisión (los que son otra cosa llevan a veces una mayor exigencia íntima de rigor) y de gracia. Las obras de su especialidad –sobre Velázquez, Goya o Picasso– son excelente prosa funcional, pero las obras que escribió al margen de ella –como Apócrifos españoles o Postales– son simple y admirable prosa literaria.
            Postales es un mosaico de 122 estampas de rincones del mundo: desde Cádiz a Estocolmo y desde Nueva York hasta Damasco. Julián Gállego ha inventado un género: el de la postal literaria.  En poco más de una página ofrece una imagen tan nítida de cada lugar, que el lector sale de la lectura con el aroma, el murmullo, la luz y el relieve impresos en los cinco sentidos. Al que escribió la contraportada no se le ocurrió una loa más precisa que afirmar que este libro “se lee de un tirón”. Y es todo lo contrario. Este libro hay que leerlo como se leen los buenos libros de versos: sólo un poema de cuando en cuando, para dar tiempo a que cada poema cale en el lector y se pose lentamente en él.
 
            Pronto hará veinte años que Julián Gállego presentó mi libro Toledo grabado. Recuerdo el día exacto –fue un 16 de diciembre–, no porque aquella presentación fuera un acto memorable –apenas se juntaron dos o tres docenas de curiosos–, sino porque la víspera había ocurrido un suceso que sí lo era. La presentación fue en una de las crujías del museo toledano de Santa Cruz. El frío y la niebla del exterior habían entrado en aquella nave del edificio renacentista. Los asistentes a la presentación, con los abrigos puestos y las solapas levantadas, resistieron el acto frotándose las manos y moviendo las piernas. Unas frágiles sillitas de madera, perdidas en la inmensidad de la nave, sostenían arriesgadamente los movimientos nerviosos de los asistentes. Nadie había leído el libro, que se presentaba en ese momento, pero el presentador tampoco lo había leído. Cuando Julián Gállego terminó de decir sus palabras todos aplaudimos, porque fueron minuciosas y brillantes, aunque se referían a otra cosa, probablemente más interesante que aquel libro que estaba también presente e intacto en una mesita, igualmente frágil.  
             Al releer estos días algunas páginas de Postales, llenas de humor inteligente, me he acordado de aquel episodio, que sólo puedo recordar con una sonrisa. Y con agradecimiento. 

jueves, 15 de noviembre de 2012

OTOÑO


            Para él no es la primavera el tiempo de resurgir, sino el otoño. Atrás queda la plenitud arrolladora del verano, que se basta a sí misma, y llega el otoño, que parece reclamar la intervención del hombre. La naturaleza se hace frágil, débil, menesterosa. En ese espacio que el otoño le abre, el hombre debe reflexionar, decidir, actuar.

En un volumen que supera las cien páginas, se han reunido los poemas y las cartas de Rilke en los que el poeta habla del otoño, pero toda su obra es otoñal: toda ella está iluminada por esa luz sutil y transparente del otoño, y tiene los infinitos matices de color de esa estación.

            Varios poemas de Rilke tienen el mismo título, Otoño, pero este es uno de los más consoladores. El gesto de las hojas al caer es triste, desde luego, pero no es azaroso. En uno de sus libros de prosa escribió Rilke: “El paisaje es algo preciso, no hay azar en él, y cada hoja que cae hace que se cumpla una de las mayores leyes que rigen el cosmos”. Ya es consolador, desde luego, que no estemos expuestos al capricho del azar. Las hojas que caen parecen estarlo, pero tampoco es cierto. Rilke añade aquí algo más en los dos últimos bellísimos versos: otro motivo de consuelo que es difícil de expresar con mayor sencillez y con mayor hondura.

            Traducir es una tarea casi infinita. Cada traducción es un intento que es superable por otro. No se debería decir nunca he traducido, sino he intentado traducir… Hace años traduje –intenté traducir– este poema, y ahora he hecho un nuevo intento.

Otoño

Caen las hojas, y parece que llegaran de lejos,
como si en el cielo se fueran marchitando jardines muy lejanos;
caen y dicen con su gesto: no.

Y en las noches cae, pesada, la tierra,
entre las estrellas, en la soledad.

Caemos todos. Esa mano cae.
Y mira las otras: todas caen.

Pero Alguien sostiene la caída
con dulzura infinita entre sus manos.


R.M.R. Herbst, Frankfurt 2012


 

martes, 13 de noviembre de 2012

UN SONETO A VIOLANTE


Nombraba el sábado pasado a Luis Martínez Kleiser, y ese mismo día quedaba sin pujas, en una subasta de Barcelona, este manuscrito suyo con un soneto.  Martínez Kleiser, que estuvo muy de moda en su tiempo porque fue el poeta que publicaba más versos en los periódicos, está hoy complemente olvidado. A ese olvido se debe probablemente que el soneto subastado no haya tenido postores, y que tenga yo ahora esta cuartilla en las manos, una cuartilla que el tiempo ha vuelto quebradiza y parda.

Aunque a Violante la inventó Lope, estos sonetos inanes, estos sonetos sonetiles, como los llamó Rodríguez Marín, que van hablando verso tras verso de sí mismos, son más antiguos. Pero la tentación del soneto a Violante la han sentido los poetas de todos los tiempos. Gerardo Diego escribió treinta, aunque probablemente, de la larga serie sólo el primero, el que empieza

Yo no sé hacer sonetos más que amando.
Brotan en mí, me nacen sin licencia,
los hago o ellos me hacen. Inocencia
de amor que se descubre. Tú esperando,

tú, mi Violante, un sueño acariciando…


sea el único soneto a Violante de verdad. Los otros tienen más sustancia.

            En este soneto de Martínez Kleiser, Violante no aparece. Pero sí el extraño tópico de que los sonetos, y en especial estos sonetos vacíos, son los poemas que más les gustan a las mujeres. “…Fue siempre para damas elegantes / de más estimación que una diadema…”. Un tópico muy ajustado a la idea que se tenía de la mujer.

            Recuerdo bastante bien la estampa de Martinez Kleiser en el estrado de la Academia, erguido a pesar de su mucha edad, completamente calvo y con nariz grande y recta, y vestido de uniforme, un uniforme verde oscuro con bordados de oro que parecía de diplomático pero que no lo era, y que sería probablemente de académico, en una época en que ese uniforme no se llevaba ya, como tampoco se llevaban los versos de quien lo vestía.

            La letra con que está escrito el soneto es clara, y resulta innecesario transcribirlo en letras de molde.
 
 

sábado, 10 de noviembre de 2012

SOMBRAS EN FUGA (IV)


Repasando otras sombras decimonónicas he sorprendido en fuga a varias a la vez. Fue en el ingreso de Rodríguez-Moñino en la Academia Española. Rodríguez-Moñino, que había colaborado activamente con la República –en algo tan reprobable como tratar de poner a salvo de los bombardeos los incunables de la Biblioteca Nacional–, había sido depurado y expulsado de su cátedra. En 1966, con el régimen todavía muy vigilante, fue elegido académico. El hecho hay que recordarlo en homenaje a la institución. “Varios, casi numerosos, han sido los delincuentes, entre comillas, que se han sentado en estos sillones, y a los que la Administración, con su fluctuante entendimiento del delito, los encerró bajo llave o los lanzó a caminar por el mundo adelante”, empezó diciendo Cela en el discurso de contestación. El bondadoso Rodríguez-Moñino había dedicado los años de ostracismo a algo tan inocuo como estudiar los pliegos de cordel, y de ellos habló en su discurso. Presidió la ceremonia de ingreso don Vicente García de Diego, que había sido catedrático de lengua española en el instituto de Soria. Había nacido en 1878. Antes de casarse, Leonor Izquierdo, la mujer de Antonio Machado, trabajaba en su casa como asistenta.

Aquellos señores que asistían desde el estrado, unos atentos y otros adormilados, me impresionaron mucho. Allí estaba el general Martínez-Campos, duque de la Torre, profundamente sordo, con un cable que iba de su oído a un extraño receptor que orientaba hacia los intervinientes. Había nacido en 1887. A su lado Luis Martínez Kleiser, poeta casticista, pero sobre todo compilador de refranes, era algo mayor que el general Martínez-Campos, había nacido en 1883. Pero el verdaderamente vetusto de aquellos señores era Narciso Alonso Cortés, también catedrático de instituto y también depurado, como Moñino: había nacido en 1875. Era tan minúsculo y enjundiado que su sombra huye aún de la memoria con los contornos nítidos. Al acabar el acto entré en una sala trasera que me pareció una especie de sacristía, en que todos se quitaron las medallas y se pusieron los abrigos. Allí les pedí a Moñino y a Cela que me firmaran el tomito con los dos discursos. Creía yo entonces –simpleza de los años– que codearse era literalmente dar codo con codo, y como pretendía alardear de codearme con los escritores, les fui rozando discretamente. Por eso puedo afirmar ahora que me he codeado con lo más ilustre del siglo XIX.
 

Discurso de ingreso en la RAE de Antonio Rodríguez Moñino
 

jueves, 8 de noviembre de 2012

SOMBRAS EN FUGA (III)


            He conocido a varios personajes decimonónicos. Compartí el mantel de hule de un colegio mayor con fray Justo Pérez de Urbel, historiador de la Edad Media castellana, que después de ser abad de los benedictinos del Valle de los Caídos se fue a vivir a un colegio. Estaba muy consumido y era muy callado y atento. Creo que no dijo nada en toda la comida. Le pregunté por Fernán González y siguió callado. Sólo sonrió. Había nacido en 1895. Cuando empecé a estudiar en el conservatorio era director Jesús Guridi, compositor de óperas y zarzuelas, y sobre todo de canciones vascas, que es lo único de su obra que se interpreta hoy día. Es ya una sombra sin apenas contornos, y sólo recuerdo que entraba a veces cuando estábamos en clase y todos nos poníamos en pie. Mucho tiempo después conocí a un hijo suyo que iba de tasca en tasca por San Sebastián, moviéndose y hablando con torpeza, y al que sus compañeros de farra, sin saber ellos mismos por qué, le llamaban maestro, supongo que sería por su padre. Jesús Guridi había nacido en 1886. Federico Carlos Sáinz de Robles, menudo, nervioso, estaba siempre con guardapolvos azul en su despacho de director de la Hemeroteca Municipal, y era extremadamente cordial. Era cronista de Madrid, hizo varios diccionarios, y había nacido en 1898. A Tomás Borrás le conocí en los jueves de la Editora Nacional, y a diferencia de Guridi, le recuerdo con toda nitidez, como si acabara de despedirme de él. Aquellos jueves de la Editora eran actos culturales más elegantes que se hayan organizado nunca en Madrid. Borrás me dedicó un ejemplar de Las checas de Madrid, que hacía varias décadas que se había publicado. Borrás era el más joven de los retratados por Solana en el gran lienzo de la tertulia de Pombo. Borrás había nacido en 1891. En aquellos jueves conocí también a Gregorio Prieto, que había nacido en 1897. Recuerdo que alguien le dijo, “a ver, Gregorio, que ya va siendo hora de que entres en Bellas Artes”, y otro comentó por lo bajo “donde quiere entrar éste es en la Española”. Aquello no lo entendí, y sigo sin entenderlo. Guridi y Borrás deben de ser los decimonónicos más antiguos de los que he conocido. Dejando a un lado a Azorín, claro.



               Tomás Borrás (1891-1976)

martes, 6 de noviembre de 2012

SOMBRAS EN FUGA (II)


Una de las sombras más egregias que hace tiempo que emprendió la fuga es la de don José Ortiz de Echagüe, aunque por su silueta irrepetible es quizá la que más lentamente está huyendo de la memoria. Era muy alto, calvo, sordo, y todo su cuerpo se inclinaba levemente hacia un lado, lo que le daba a la vez un aspecto de inseguridad y de cercanía. Con noventa y dos años tenía una ligera luxación en un tobillo por un mal salto en paracaídas. Fue la primera vez que vino a que mi padre le atendiera. En sus manos grandes y lentas llamaban la atención las yemas quemadas, renegridas, de los dedos, la huella de los ácidos con que revelaba las fotografías.

            Ortiz de Echagüe era como un hermano menor de Goethe y de Leonardo que se hubiese quedado a pasear en zapatillas por el barrio de Argüelles. Había inventado aviones, bombas, automóviles, globos aerostáticos, papeles fotográficos y líquidos de revelado, había sido el primero en sobrevolar el estrecho de Gibraltar y había atravesado varias veces la barrera del sonido en reactores americanos después de cumplir los setenta años. Pero era sobre todo el hombre cercano al que ni la vejez ni la sordera habían arrebatado un sutilísimo sentido del humor.

            Sus fotografías están llenas de silencio, como los lienzos de los hermanos Zubiaurre, sordos también, y vascos –Ortiz de Echagüe lo era por línea materna–, y las figuras inmóviles que se alzan desde un fondo de crepúsculos violentos tienen la solemnidad de Romero de Torres. Porque Ortiz de Echagüe pintaba con aquellas manos grandes y renegridas sin pinceles, pintaba quemándose los dedos, jugándose su propia integridad con los ácidos.

            En sus últimos años se le veía pasear por la acera soleada de la calle del Tutor en la que vivía. Este tutor del callejero madrileño parece que era Agustín Argüelles, tutor de la reina Isabel, que tiene dedicado no sólo un barrio entero de Madrid, sino también una plaza. ¿Para qué más? ¿Por qué no brindar esta calle del Tutor, de nombre tan inexpresivo, a don José Ortiz de Echagüe, al gran inventor y fotógrafo, al paracaidista nonagenario?

            Ortiz de Echagüe, que retocaba las fotografías hasta hacer obras que parecían salidas de los pinceles de los Zubiaurre, de Romero de Torres o de Zuloaga, hizo en el año 1948 esta otra, muy distinta, que tituló Las tapadas de Veger, que es la que aquí se reproduce. Al publicarla, escribió: “En los blancos pueblecitos de Andalucía, hace tiempo, solían ir las mujeres vestidas de negro y muchas veces tapadas. En la fotografía vemos a tres mujeres así ataviadas salir de la iglesia de Veger (Cádiz)”. Es una fotografía prodigiosa. Ha logrado la máxima expresividad a fuerza de sencillez. En lugar de acentuar el blanco de la cal y el negro de los vestidos, ha suavizado el contraste, convirtiendo la imagen en una gama de grises, y envolviendo la escena en un ambiente poético y misterioso. El papel verjurado que empleó para revelar la fotografía da aún mayor armonía al conjunto.
 

Ortiz de Echagüe, Las tapadas de Veger
 

sábado, 3 de noviembre de 2012

SOMBRAS EN FUGA


            Pronto hará un cuarto de siglo que estuvo en Madrid la escritora Nathalie Sarraute. Fue en noviembre de 1989. Habló de su obra en el Instituto Francés. No había demasiado público, pero, como la sala estaba en penumbra, la escasez resultaba discreta. Habló con sequedad, como si hubiera preferido no estar allí. Tenía el pelo corto, con mechas blancas sobre la frente y las sienes. Los ojos eran vivos y fríos a la vez, y el resto de la cara lo llenaban dos firmes arrugas que bajaban desde las aletas de la nariz hasta el mentón y que parecían colocar la boca entre paréntesis, una boca inexpresiva, lineal, sin labios. Tenía entonces ochenta y siete años, pero podían pasar por setenta recién cumplidos.

La charla fue breve, y en seguida empezó a leer algunos párrafos de una obra suya. El público no estaba caldeado para sostener un coloquio medianamente entusiasta. Alguien le habló del nouveau roman, y de su relación con Robbe-Grillet, con Butor, con Claude Simon. Dijo secamente que no había tenido relación con ellos, y más aún, que no los conocía. Amparado por la penumbra de las primeras filas, sólo susurré que creía recordar una fotografía en que estaban todos ellos juntos, quizá en los jardines de la editorial Gallimard. Aguzó entonces la viveza acerada de sus ojos para localizarme en la oscuridad, y a la vez que me fulminaba con ellos negó rotundamente aquella insolente invención. Sobreponiéndome al incidente, me acerqué al terminar la sesión con un ejemplar de Infancia, y le pedí que me lo dedicara. Después de clavarme otra vez la mirada de ofidio –este vez de ofidio que ha reconocido a su presa−, y sin hacerme ninguna pregunta, estampó en la portadilla, no una dedicatoria, ni una firma, sino sólo un nombre, el suyo, sin rúbrica.

            Pero ¿cómo negar el encanto de los tropismos? Nathalie Sarraute ha descompuesto la existencia de sus personajes en pequeños episodios que tienen vida propia, como quien coge una vieja cinta de película y va cortándola por gestos, por fotogramas que abarcan la fracción de una escena. Los futuristas –Boccioni, Marinetti, Severini– trataron de hacer algo parecido, pero las artes plásticas son esencialmente estáticas, y el experimento se agotó pronto. Nathalie Sarraute ha sabido detener esos movimientos que resbalan apresuradamente sobre los límites de nuestra consciencia. Al aislar los tropismos, demuestra que detrás de la conducta visible, detrás de la apariencia, hay pequeños dramas en que está la verdad de nuestros actos. Los tropismos revelan el origen de los gestos, de las frases, de los sentimientos exteriorizados. Sólo con esa descomposición milimétrica, sólo con ese fraccionamiento infinitesimal se puede ver el tránsito continuo de lo interior a lo exterior, de la intimidad a la visibilidad, que supone toda conducta humana. “Los tropismos han sido siempre la sustancia viva de todos mis libros”, ha dicho Nathalie Sarraute. No ha necesitado apenas personajes, no ha necesitado argumentos ni tramas, porque los tropismos son por sí mismos el contenido de sus novelas, y los tropismos son igualmente fascinantes en seres anónimos, por corrientes que sean.
 

Nathalie Sarraute, Ouvrez, 1997, su última novela
 

jueves, 1 de noviembre de 2012

NOTICIA DESDE URUGUAY


            La muerte, tan próxima y tan lejana a la vez, de Fernando Díaz-Plaja –porque fue ayer mismo pero en las lejanas tierras de América–, me he hecho recordarle, no donde estuve algunas tardes con él –el piso treinta y tres de la Torre de Madrid–, sino donde no estuve a su lado: en esa playa de Punta del Este en la que el sol se pone interminablemente mientras brillan a lo lejos los lomos plateados de los lobos de mar de la Isla de Lobos. Y le veo con tanta nitidez, que puedo afirmar que Fernando va caminando por la orilla, erguido como siempre, con un traje impecable de colores claros, mientras Haydée sujeta con ambas manos la pamela que la brisa austral trata de arrebatarle.
            Desde su casa de Madrid, que era poco más grande que el camarote de lujo de un capitán curtido por mil navegaciones, se veía el alma de la ciudad: el viejo caserío cubierto de tejas rojas, y un poco más allá la mole blanca del Palacio Real, que desde aquella altura no tenía más empaque que el de una maqueta que le hubieran enseñado a Carlos III para que pudiera hacerse idea de que como quedaría el palacio cuando lo hubieran terminado.
            Tenía pocos libros, y todos encuadernados en piel y muy apretados en la única estantería. Ni un solo libro sobre una mesa o un sofá. Ni un solo papel por ningún lado. Porque Fernando era un escritor mediopensionista. Sólo escribía unas horas, y fuera de su casa, generalmente en la hemeroteca. El resto del día paseaba. Me dijo una vez que escribía dos folios cada día, sin faltar ninguno, de manera que a final de año podía publicar un tomo de 730 páginas, dos libros de 365 o cuatro de 182. Dependía.

            Fernando era a la vez muy escritor y muy poco escritor, las dos cosas de manera rigurosamente simultánea. Lo era mucho porque comía –y sobre todo vestía, siempre con exquisita elegancia– de sus libros, y lo era poco porque a él todo eso de la inspiración y del lirismo le resultaban ajenos. No es que fuera un escritor artesano, es que era un escritor talabartero o guarnicionero, que lo que hacía era fabricar piezas, a mano, sí, pero de cuero más o menos repujado. Probablemente más repujado que menos, porque datos, gracia e ingenio no faltaban en casi ninguna de sus páginas. Su devoción por su hermano Guillermo creo que era una secreta nostalgia del tipo de escritor que él no era.

            Ha muerto en el Hogar Español de Ancianos de Montevideo. Menuda contradicción. Porque Fernando Díaz-Plaja, que ha muerto a los noventa y cuatro años, no es que no fuera anciano, ni viejo, es que no fue nunca un hombre maduro. Tuvo siempre el aire juvenil y la sonrisa adolescente del conquistador casi profesional, aunque no tratara nunca de conquistar otra cosa que no fuese una vida sosegada y amable.

Uno de sus últimos libros, y en la portada,
una vista desde sus ventanas.
 
 

martes, 30 de octubre de 2012

CONCIERTO PARA LA MANO IZQUIERDA


            El filósofo Wittgenstein tenía un hermano llamado Paul. Que Paul fuera manco tendría poca importancia en la historia de la humanidad si no hubiera sido pianista. Cuando Paul empezó triunfar en los escenarios europeos, una granada le destrozó un brazo mientras se arrastraba por una trinchera de la Gran Guerra. El brazo perdido fue el derecho, de manera que le quedó la mano que en todas las partituras tiene encomendada el acompañamiento. Pero entonces Paul pidió a los grandes compositores de la época que compusieran para él. Maurice Ravel escribió el Concierto de Piano para la Mano Izquierda en re mayor, Sergéi Prokófiev compuso el Concierto para Piano en si bemol mayor, y también Benjamin Britten, Paul Hindemith, Richard Strauss y otros varios compositores igualmente ilustres hicieron piezas para su única mano. Lo curioso es que, en general, al pianista manco no le gustaron las partituras, y hacia algunas de ellas, como la de Ravel, sintió profunda aversión. Este último episodio lo pone difícil a la hora de  extraer la moraleja. Porque habría sido bonito sacar la gran lección de cómo superar a fuerza de entusiasmo la mayor adversidad. Pero ese enconamiento final del pianista lo desbarata todo.

O quizá no. Porque en realidad todos somos un poco mancos, y hay demasiados días de desgana, de desánimo y de rabia, y aún así hay que tratar de sacarle fruto a la única mano. Puede que la lección del manco Wittgenstein, con su irritación, acabe resultando, tal como fue, más provechosa.  

Paul Wittgenstein (1887-1961)

sábado, 27 de octubre de 2012

VOLVER ATRÁS


En los años de la adolescencia empieza a crecer, aunque comedidamente, un pequeño rebaño de libros propios, que ocupa unos pocos estantes y que no se confunde nunca con la biblioteca de los padres. En ese rebaño de libros propios esté ya esbozada la biblioteca futura, por grande que esta llegue a ser. Si se compararan los pocos libros del adolescente con los muchos libros del hombre maduro en que ese adolescente se convierta, se vería que los últimos libros son una simple descendencia de los primeros, como si se hubieran reproducido endogámicamente a lo largo del tiempo.
De entre los libros propios que tuvo en la casa paterna el lejano adolescente que escribe estas líneas, el que aparece abajo es uno de los más antiguos. Lleva una fecha y una firma escritas con trazos aún indecisos en la portadilla. No fue probablemente una compra espontánea, sino impuesta. Pero eso perdió importancia enseguida, porque ese libro fue desde el principio uno de los preferidos
Resulta llamativo que, siendo La metamorfosis el relato más largo de los que se agrupan en ese libro, no haya dado título al conjunto. Y probablemente La metamorfosis será el relato que a todo lector se le haya grabado de manera indeleble en la memoria. Todos retendrán para siempre la imagen –que cada cual se habrá forjado a su manera– de un cuarto estrecho en cuya ventana despunta un día lluvioso,  mientras el joven que duerme en ese cuarto se debate en una pesadilla de la que no puede salir, porque se ha convertido en una angustiosa realidad.
Muchos años más tarde de la fecha que aparece en la portadilla empecé a coleccionar traducciones de La metamorfosis. Tenía curiosidad de cómo resultaría, bien traducido, un relato escrito con una prosa tan alemana: densa, dura, sobria, extraordinariamente precisa. La misma prosa de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke. Rilke decía de su propia prosa que era lückenlos: que no tenía huecos. La metamorfosis tampoco tiene huecos. Ningún relato de Kafka los tiene. Ninguno tiene huecos ni adornos, a ninguno le sobra ni le falta una palabra, y ninguna de las palabras es sustituible por otra. Yo no he conseguido aprender de memoria ningún poema entero, pero puedo recitar un cuento de Kafka que tiene varias páginas: Vor dem Gesetz, Ante la ley.
Luego seguí coleccionando por ver cómo se traducían algunos de los pasajes. Las divergencias aparecen siempre en la segunda línea. Cuando Kafka dice en qué se vio transformado Gregor Samsa –y son sólo dos palabras: ungeheueres Ungezifer–, las versiones empiezan a distanciarse. Desde esa segunda línea se puede saber si el traductor va a ser fiel a Kafka o no.
En esas dos palabras de la segunda línea, Kafka dice que Gregor Samsa se sintió transformado en un bicho enorme. No dice más. No quiere anticipar de qué bicho se trata, porque eso lo va a ir diciendo a continuación: primero el caparazón cóncavo, luego las patitas que vibran en el aire. Los traductores, que naturalmente han leído el cuento entero antes de ponerse a traducir, anticipan en la segunda línea de qué bicho se trata: “un asqueroso escarabajo”, “un insecto monstruoso”, “un insecto gigante”, “una horrible cucaracha”.
Como pasa siempre con la buena literatura, cada vez que se lee La metamorfosis resulta nueva. Al leer el relato en este ejemplar que me acompaña desde hace tanto tiempo, la que revivo es la primera lectura. Es como una doble novedad: estreno relato y estreno adolescencia.
 

jueves, 25 de octubre de 2012

UN ESFUERZO DE INGENUIDAD


       Hölderlin y Schelle tienen varias cosas en común. Los dos son alemanes, los dos han nacido en la misma década –Hölderlin en 1770 y Schelle en 1777−, los  dos vivieron unos años finales de locura, y los dos tuvieron pasión por andar. Pero sobre todo, los dos fueron los primeros románticos, con un pie aún en el clasicismo: Hölderlin en la poesía y Schelle en el paseo.

       En realidad, aunque los dos anduvieron mucho, lo hicieron de manera distinta. Para Hölderlin, pasear fue un medio, mientras que para Schelle, pasear fue un fin. Hölderlin recorrió media Europa a pie, y cuando paseaba, lo hacía para huir de sus tormentos interiores. “Los bosques con su calma aplacan / cada espina en mi corazón”, escribió en un poema tardío que tituló precisamente así, El paseo.

       Schelle publicó en 1802 su libro El arte de pasear. Fue la irrupción del romanticismo en el paseo. Porque hasta entonces, la naturaleza era sólo el escenario de los soliloquios interiores. Basta con hojear Las ensoñaciones del paseante solitario, de Rousseau, para darse cuenta. Con Schelle todo cambia: la naturaleza pasa al primer plano, el hombre que pasea siente y piensa a la vez, el paseo se convierte en la más alta actividad humana. El hombre sólo es plenamente hombre cuando pasea.

       Pero la primera novedad de Schelle está presente en el título mismo de su obra: pasear es un arte. No está al alcance de cualquiera: hace falta un cierto bagaje de cultura. Porque el paseo conjuga la actividad física con la actividad intelectual. Aunque esta última ha de ser limitada: el paseo no está destinado a las elucubraciones metafísicas. Hay que resbalar sobre las cosas para recibir con calma la impresión del entorno.

       Schelle no aconseja los paseos por la naturaleza abrupta ni por las calles ruidosas de la ciudad. El lugar ideal de paseo es el parque, o las avenidas sombreadas y silenciosas, o ese límite donde la ciudad se abre al campo. Y es mejor pasear en compañía. Una compañía que no exija conversaciones profundas, que no abstraiga de las delicias del lugar. Si hubiera música, no hay que acercarse demasiado, porque el mayor placer del paseante es oír una música al fondo, y más si emana de instrumentos de viento. Oír una flauta lejana mientras se pasea puede ser el momento más idílico en la vida del hombre.

       El autor pone un límite muy preciso al paseo: la milla sajona. La milla sajona del siglo XVIII equivale más o menos a nueve kilómetros. Más allá, el paseante se convierte en un excursionista: der Spaziergänger mutirt zum Wanderer, escribe rotundamente Schelle.

       Pero el paseo impone una exigencia ineludible: hay que hacer un esfuerzo de Unbefangenheit, de ingenuidad. ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede una persona, al empezar un paseo, volverse cándida, inocente, sencilla, sincera, de ánimo puro? Ahí está la gran dificultad. Con el corazón lleno de rencores, de preocupaciones o de tristezas, el paseo no será un auténtico paseo, será otra cosa más pobre y más vacía.

       Resulta llamativo que la obra de Schelle, que se ha traducido a tantos idiomas, no se haya traducido al español. Puede que no sea casual, si no causal: ¿nos ha interesado el paseo? Porque los españoles marchan, corren, van a pie, y cuando pasean, lo hacen siempre por algo o para algo. La gran lección de Schelle está en convertir el paseo en un fin en sí mismo, en una forma –quizá la más alta− de plenitud humana.

Halfdan Egedius, Tarde de verano, 1893