martes, 30 de octubre de 2012

CONCIERTO PARA LA MANO IZQUIERDA


            El filósofo Wittgenstein tenía un hermano llamado Paul. Que Paul fuera manco tendría poca importancia en la historia de la humanidad si no hubiera sido pianista. Cuando Paul empezó triunfar en los escenarios europeos, una granada le destrozó un brazo mientras se arrastraba por una trinchera de la Gran Guerra. El brazo perdido fue el derecho, de manera que le quedó la mano que en todas las partituras tiene encomendada el acompañamiento. Pero entonces Paul pidió a los grandes compositores de la época que compusieran para él. Maurice Ravel escribió el Concierto de Piano para la Mano Izquierda en re mayor, Sergéi Prokófiev compuso el Concierto para Piano en si bemol mayor, y también Benjamin Britten, Paul Hindemith, Richard Strauss y otros varios compositores igualmente ilustres hicieron piezas para su única mano. Lo curioso es que, en general, al pianista manco no le gustaron las partituras, y hacia algunas de ellas, como la de Ravel, sintió profunda aversión. Este último episodio lo pone difícil a la hora de  extraer la moraleja. Porque habría sido bonito sacar la gran lección de cómo superar a fuerza de entusiasmo la mayor adversidad. Pero ese enconamiento final del pianista lo desbarata todo.

O quizá no. Porque en realidad todos somos un poco mancos, y hay demasiados días de desgana, de desánimo y de rabia, y aún así hay que tratar de sacarle fruto a la única mano. Puede que la lección del manco Wittgenstein, con su irritación, acabe resultando, tal como fue, más provechosa.  

Paul Wittgenstein (1887-1961)

sábado, 27 de octubre de 2012

VOLVER ATRÁS


En los años de la adolescencia empieza a crecer, aunque comedidamente, un pequeño rebaño de libros propios, que ocupa unos pocos estantes y que no se confunde nunca con la biblioteca de los padres. En ese rebaño de libros propios esté ya esbozada la biblioteca futura, por grande que esta llegue a ser. Si se compararan los pocos libros del adolescente con los muchos libros del hombre maduro en que ese adolescente se convierta, se vería que los últimos libros son una simple descendencia de los primeros, como si se hubieran reproducido endogámicamente a lo largo del tiempo.
De entre los libros propios que tuvo en la casa paterna el lejano adolescente que escribe estas líneas, el que aparece abajo es uno de los más antiguos. Lleva una fecha y una firma escritas con trazos aún indecisos en la portadilla. No fue probablemente una compra espontánea, sino impuesta. Pero eso perdió importancia enseguida, porque ese libro fue desde el principio uno de los preferidos
Resulta llamativo que, siendo La metamorfosis el relato más largo de los que se agrupan en ese libro, no haya dado título al conjunto. Y probablemente La metamorfosis será el relato que a todo lector se le haya grabado de manera indeleble en la memoria. Todos retendrán para siempre la imagen –que cada cual se habrá forjado a su manera– de un cuarto estrecho en cuya ventana despunta un día lluvioso,  mientras el joven que duerme en ese cuarto se debate en una pesadilla de la que no puede salir, porque se ha convertido en una angustiosa realidad.
Muchos años más tarde de la fecha que aparece en la portadilla empecé a coleccionar traducciones de La metamorfosis. Tenía curiosidad de cómo resultaría, bien traducido, un relato escrito con una prosa tan alemana: densa, dura, sobria, extraordinariamente precisa. La misma prosa de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke. Rilke decía de su propia prosa que era lückenlos: que no tenía huecos. La metamorfosis tampoco tiene huecos. Ningún relato de Kafka los tiene. Ninguno tiene huecos ni adornos, a ninguno le sobra ni le falta una palabra, y ninguna de las palabras es sustituible por otra. Yo no he conseguido aprender de memoria ningún poema entero, pero puedo recitar un cuento de Kafka que tiene varias páginas: Vor dem Gesetz, Ante la ley.
Luego seguí coleccionando por ver cómo se traducían algunos de los pasajes. Las divergencias aparecen siempre en la segunda línea. Cuando Kafka dice en qué se vio transformado Gregor Samsa –y son sólo dos palabras: ungeheueres Ungezifer–, las versiones empiezan a distanciarse. Desde esa segunda línea se puede saber si el traductor va a ser fiel a Kafka o no.
En esas dos palabras de la segunda línea, Kafka dice que Gregor Samsa se sintió transformado en un bicho enorme. No dice más. No quiere anticipar de qué bicho se trata, porque eso lo va a ir diciendo a continuación: primero el caparazón cóncavo, luego las patitas que vibran en el aire. Los traductores, que naturalmente han leído el cuento entero antes de ponerse a traducir, anticipan en la segunda línea de qué bicho se trata: “un asqueroso escarabajo”, “un insecto monstruoso”, “un insecto gigante”, “una horrible cucaracha”.
Como pasa siempre con la buena literatura, cada vez que se lee La metamorfosis resulta nueva. Al leer el relato en este ejemplar que me acompaña desde hace tanto tiempo, la que revivo es la primera lectura. Es como una doble novedad: estreno relato y estreno adolescencia.
 

jueves, 25 de octubre de 2012

UN ESFUERZO DE INGENUIDAD


       Hölderlin y Schelle tienen varias cosas en común. Los dos son alemanes, los dos han nacido en la misma década –Hölderlin en 1770 y Schelle en 1777−, los  dos vivieron unos años finales de locura, y los dos tuvieron pasión por andar. Pero sobre todo, los dos fueron los primeros románticos, con un pie aún en el clasicismo: Hölderlin en la poesía y Schelle en el paseo.

       En realidad, aunque los dos anduvieron mucho, lo hicieron de manera distinta. Para Hölderlin, pasear fue un medio, mientras que para Schelle, pasear fue un fin. Hölderlin recorrió media Europa a pie, y cuando paseaba, lo hacía para huir de sus tormentos interiores. “Los bosques con su calma aplacan / cada espina en mi corazón”, escribió en un poema tardío que tituló precisamente así, El paseo.

       Schelle publicó en 1802 su libro El arte de pasear. Fue la irrupción del romanticismo en el paseo. Porque hasta entonces, la naturaleza era sólo el escenario de los soliloquios interiores. Basta con hojear Las ensoñaciones del paseante solitario, de Rousseau, para darse cuenta. Con Schelle todo cambia: la naturaleza pasa al primer plano, el hombre que pasea siente y piensa a la vez, el paseo se convierte en la más alta actividad humana. El hombre sólo es plenamente hombre cuando pasea.

       Pero la primera novedad de Schelle está presente en el título mismo de su obra: pasear es un arte. No está al alcance de cualquiera: hace falta un cierto bagaje de cultura. Porque el paseo conjuga la actividad física con la actividad intelectual. Aunque esta última ha de ser limitada: el paseo no está destinado a las elucubraciones metafísicas. Hay que resbalar sobre las cosas para recibir con calma la impresión del entorno.

       Schelle no aconseja los paseos por la naturaleza abrupta ni por las calles ruidosas de la ciudad. El lugar ideal de paseo es el parque, o las avenidas sombreadas y silenciosas, o ese límite donde la ciudad se abre al campo. Y es mejor pasear en compañía. Una compañía que no exija conversaciones profundas, que no abstraiga de las delicias del lugar. Si hubiera música, no hay que acercarse demasiado, porque el mayor placer del paseante es oír una música al fondo, y más si emana de instrumentos de viento. Oír una flauta lejana mientras se pasea puede ser el momento más idílico en la vida del hombre.

       El autor pone un límite muy preciso al paseo: la milla sajona. La milla sajona del siglo XVIII equivale más o menos a nueve kilómetros. Más allá, el paseante se convierte en un excursionista: der Spaziergänger mutirt zum Wanderer, escribe rotundamente Schelle.

       Pero el paseo impone una exigencia ineludible: hay que hacer un esfuerzo de Unbefangenheit, de ingenuidad. ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede una persona, al empezar un paseo, volverse cándida, inocente, sencilla, sincera, de ánimo puro? Ahí está la gran dificultad. Con el corazón lleno de rencores, de preocupaciones o de tristezas, el paseo no será un auténtico paseo, será otra cosa más pobre y más vacía.

       Resulta llamativo que la obra de Schelle, que se ha traducido a tantos idiomas, no se haya traducido al español. Puede que no sea casual, si no causal: ¿nos ha interesado el paseo? Porque los españoles marchan, corren, van a pie, y cuando pasean, lo hacen siempre por algo o para algo. La gran lección de Schelle está en convertir el paseo en un fin en sí mismo, en una forma –quizá la más alta− de plenitud humana.

Halfdan Egedius, Tarde de verano, 1893

martes, 23 de octubre de 2012

EL OLIVO


         Cuando rehicieron el parque, hace unos años, trajeron este viejo olivo y dedicaron un extraño homenaje a su ancianidad: separaron al olivo de los demás árboles, lo colocaron sobre un montículo artificial de grava y lo rodearon de flores. Delante pusieron un cartelito verde: Olivo. Olea europaea.

       Ahora, de madrugada, las primeras luces empiezan a dibujar su silueta sobre la grava. Desde la ventana veo sus dos brazos retorcidos alzarse sobre la noche que termina. Una mañana de tantas. ¿Cuántas ya? Más de cien mil, probablemente, si ha cumplido tres siglos. Está uno al borde de caer en la prosopopeya, y hacer entonar al árbol un canto al tiempo y su fugacidad: así pasan tres siglos, casi en un instante. Pero no. Pienso en tantas miradas que se han posado en él con esperanza. En campesinos que al empezar un otoño, cómo éste, han mirado sus frutos y han calculado la cosecha. En hombres de tres siglos que han caminado sobre los surcos y luego se han detenido ante él.

        Desarraigado del olivar y en lo alto de ese montículo de grava, no lo mira nadie. No sirve para nada. Da unas cuantas aceitunas que nadie coge. Con algunas personas pasa lo mismo: se las realza, se las lleva como una vieja gloria de acá para allá, se las hace honoris causa de varias universidades, se les da premios de todos los tamaños, y ya no sirven para nada. O sí, para estar sobre un montículo de grava rodeado de flores, pero sin dar fruto, o como mucho unas pocas aceitunas que no coge nadie.

      No me gusta este parque. Antes tenía unos cuantos pinos desordenados, y uno se hacía la ilusión de que era un trozo de naturaleza que aún quedaba entre tanto cemento y tanto asfalto. Pero luego hicieron caminos, recortaron setos, pusieron surtidores de agua, levantaron pérgolas de ladrillo y trasplantaron árboles variados, cada cual con su letrerito. Está todo muy ordenado y docente, y los paseantes caminan apresurados en la misma dirección, colorados del esfuerzo, sudando. Hay letreros que lo prohíben casi todo: llevar perros sin cadena, traer meriendas, montar en bicicleta, pisar el césped.

       Al viejo olivo se lo imagina uno en su sitio, en su feliz anonimato del campo, siendo uno más en una larga fila, y rodeado de otras muchas filas de olivos que se pierden en el horizonte. En enero vendría la cuadrilla de vareadores, avanzando entre la niebla del monte, extendería las redes sobre el suelo, y sacudiría las ramas hasta dejar las redes cuajadas de fruto. Pero no. No he caído antes en la tentación de la prosopopeya, y no voy a caer ahora en la tentación de la moraleja. Esta página probablemente no es nada, pero desde luego no es una fábula.


sábado, 20 de octubre de 2012

AL DICTADO DE LOS MUERTOS


       González Ruano pensó escribir una novela sobre esta casa en la que escribo y vivo, y en la que todos los vecinos nos moveríamos como autómatas, cumpliendo ciegamente la voluntad de los muertos. Porque esta casa está construida sobre un cementerio. Y aunque muertos y bien muertos, los enterrados seguirían mandando sobre los vivos, que para algo nos sirven de fundamento y nos sostienen en pie sobre sus tumbas.

       Era el cementerio de San Martín y San Ildefonso. Uno de los más lujosos de Madrid, con entrada porticada y dos pabellones hexagonales destinados a capilla y a vivienda del guarda. Lo construyó Wenceslao Graviña en 1849. Aquí hubo muertos ilustres, como el pintor Rosales y el escritor Fernández de los Ríos. A veces cedía el terreno, se abrían las tumbas y aparecían los huesos. Dice el escritor José Gutiérrez Solana que alrededor del cementerio vivía la gente “criando gallinas, tristes y flacas como ellos mismos”. Era un arrabal de desmontes y cuevas.

       A principios del siglo XX se pensó convertir el cementerio en jardín, conservando el pórtico, la capilla y la casa del guarda, derribando las galerías de nichos y trasladando a los muertos. El proyecto incluía la construcción de una gran plaza central, que se denominaría Jardín Elíptico, donde se colocarían estatuas de alcaldes madrileños, y se mantendrían los patios del cementerio, pero adornados con fuentes. El proyecto no se llevó a cabo. Cuando el cementerio estaba oficialmente clausurado, la gente siguió trayendo a sus muertos. Luego llegó la guerra civil y el cementerio se convirtió en frente. Parapetados en las tumbas, los soldados se disparaban con fusiles y se tiraban granadas, mientras se veían las caras de cerca.

       Así que el cementerio no sirvió ya ni para jardín. Estuvo unos años en ruinas y luego se vació, y en una parte se construyó esta casa y en otra se levantó el estadio Vallehermoso. Algunos cipreses del cementerio quedaron en pie, y aún siguen. En el estadio hemos corrido los niños del último medio siglo, hemos jugado a relevos y hemos dado saltos de longitud.

       Hace unos años han derribado el estadio Vallehermoso, y ahora es un gran agujero. No sé si habrán aparecido más muertos. Veo salir los camiones con tierra, y a veces pienso si no se llevarán a algunos, a los rezagados sin familia. Están llenando el barrio de polvo, y quizá en este polvo grisáceo haya calaveras molidas por el tiempo.

       Y creo que sí, que los muertos siguen mandando sobre los vivos. A veces, cuando escribo cosas tristes, pienso: es mi muerto, el de la vertical de este despacho. A veces, en el ascensor, a los vecinos les veo la cara de su muerto, el que les corresponde según esté emplazada la alcoba en la que duermen, todas a una altura mayor o menor sobre una tumba.


jueves, 18 de octubre de 2012

SANGRE DE LA LETRA


       El delincuente pone los medios adecuados para cometer el delito, pero el delito fracasa. Pone todo su ánimo y toda su voluntad, pero los medios fallan. No hay delito. De esto –de las tentativas inidóneas, como las llama el derecho penal− trata este libro, y por eso me sorprende que al autor, que es jurista, no se le haya ocurrido ese título que habría sido más preciso, y recurra a otro que incurre en una hipérbole innecesaria: Sangre de la letra. Porque sangre, lo que se dice sangre, no aparece en ninguna de sus ciento noventa y cuatro páginas. Ni una gota.

       Sí, de tentativas inidóneas trata esta obra: pero no de las tentativas de un delincuente, sino de las tentativas un escritor. Esta es una obra autobiográfica. El autor, a lo largo de su vida, ha puesto los medios, el ánimo, la voluntad, pero sus libros han fallado. Una y otra vez. Esta obra es una colección de fracasos. Este un libro de libros, pero de libros frustrados. Si este crítico cayera en la tentación de la simetría −esa simetría interior que es la mise en abyme−, diría que este es un libro fracasado sobre libros fracasados. Pero no quiere caer en esa tentación, que sería doble: no sólo de simetría, sino también de injusticia.

       Los lectores tienen una idea equivocada de los escritores. Piensan que cada libro que abordan llega a puerto, y que cada navegación que emprenden mantiene el rumbo fijo. No es así. En el camino van quedando muchos intentos, muchos borradores que a pesar de la ilusión y del esfuerzo que se ha puesto en ellos, no llegan a tener vida. Sangre de la letra es una metáfora de ese sufrimiento. El autor va repasando, uno tras otro, sus libros que murieron sin llegar a ser libros. Es una lástima que este tipo de testimonios no sea habitual. Con ellos se podría hacer una contrahistoria de la literatura. En los colegios podrían estudiar dos manuales paralelos, con los mismos autores, pero con distintas obras: las vivas en uno y las muertas en otro. Porque las muertas no son menos reveladoras de la sensibilidad de un escritor que sus obras vivas.

       Se podría decir que en Sangre de la letra, los libros frustrados se salvan un poco de la nada. Porque llegamos a conocer el argumento de cada uno de ellos, los personajes que iban tejiendo la trama y el desenlace de sus peripecias, y adivinamos incluso el tono que cada libro habría tenido. Sangre de la letra se puede leer como un libro de relatos. De relatos contados desde la frustración del autor, que enumera las ilusiones perdidas. Por eso sabemos desde el principio que todos los relatos terminan mal.

       No sé si el lector se acuerda del último de Los encuentros de Vicente Aleixandre. La lectura de Sangre de la letra me ha hecho recordarlo. Un soldado va a visitar al poeta. Para entender bien ese encuentro hay que recordar a aquellos soldados de reemplazo que hemos llegado a conocer: muchachos de pueblo, gañanes o pastores, que habían vivido su niñez y su adolescencia en las montañas, y que eran llamados a filas porque a su quinta le había llegado la hora. Transformados en militares, conservaban bajo la guerrera –siempre arrugada− la insobornable esencia montaraz. Ese soldadito tenía curiosidad por conocer al poeta. Un poeta tenía que ser una catarata de versos impecables. Cuando el poeta le dice que no, que a todo escritor le cuesta escribir, que muchos versos fallan y que hay que romper infinitos manuscritos, el soldado se decepciona. Y se marcha enfadado, irritado por la desilusión de que el gran poeta no sea un dios, sino un hombre como los demás, que no alza su obra con un simple fiat, sino con una doliente sucesión de tentativas y de borradores.

       [Reseña de J.J.M, en IN FIERI, Fieras…, otoño de 2012]