La alegre aliteración
de las cinco vocales repetidas del título y ese caballero de los años cuarenta
que recorre tan jovialmente la Europa de posguerra –en la que parecen no haber
hecho mella las bombas– nos empujan a la calle. Andar, andar, y al andar dejar
atrás lo que esa mañana o esa tarde nos tortura, grande o pequeño, porque lo
pequeño, a fuerza de su presencia insistente puede resultar tan abrumador como
lo grande. Andar, andar.
Pero ¿simplemente
andar? ¡Hay tantas maneras de andar! Porque se puede barzonear, pajarear,
deambular, callejear, viltrotear y cantonear, y cabe también orearse y pernear…
No seamos tan ligeros que no elijamos antes de salir cómo vamos a andar. “El
pensamiento —decía José María Valverde con una broma que era a la vez una gran
verdad— se hace en la boca”. Primero la palabra, después la acción. Cernuda
aprendió, en los años en que estuvo enseñando en Inglaterra, que dar un constitucional es —para los
ingleses— emprender un breve paseo nocturno después de la cena. Y desde que lo
supo, lo dio, y lo siguiendo haciendo el resto de su vida.
El que barzonea anda “sin destino” —según
el diccionario académico—, el que deambula anda “sin dirección determinada”, y
el que brujulea anda “sin rumbo fijo”. Parece
lo mismo, pero no lo es. Barzonea el que parece ir muy decidido a despachar un asunto,
y sin embargo no es así: va sin destino. El que deambula tiene algo de
sonámbulo; no distingue direcciones, y tan pronto sube como baja, va a
izquierda o derecha, se aleja o se acerca. Pero el que brujulea va, con toda
conciencia, de un lado para otro. Brujulear se hace por el puro el capricho de
cambiar de rumbo, que es uno de los pequeños placeres la vida.
Ese andar sin rumbo, cuando
es por la ciudad, puede adoptar tres variedades: callejear, viltrotear y
cantonear. La diferencia entre callejear y viltrotear no está, en realidad, en
el significado —el diccionario remite de una palabra a la otra—, sino en eso
que los lexicólogos llaman el registro:
viltrotear es una palabra coloquial y algo peyorativa. Parece que su etimología
la forman la vileza y de trote, y
no es así; viltrotear viene de villa:
el que viltrotea sólo se puede hacerlo por la ciudad.
Cantonear perfila con
rasgos muy acusados a quien lo practica. El que cantonea vaga ociosamente de
una esquina a otra. ¿Por qué en lugar de pasear por la acera, el paseante elige
las esquinas? Pues no hay duda: va de esquina en esquina porque quiere ver; las
esquinas dan mayor perspectiva que un simple tramo de acera. El que cantonea
mira su entorno. Quizá el cantoneador —o la cantoneadora— quiere simplemente,
que le vean. En todo caso, al cantoneador se le nota que lo es. Al brujulea, callejea
o barzonea se le confunde en la multitud. El cantoneador, sin embargo, no sólo
nos mira, sino que le vemos: nos mira
sólo para vernos, o nos mira para que le miremos.
Hay, por último, dos
maneras de andar solo que no suponen el simple andar por andar. Esas dos
maneras son el orearse y el pernear. El que se orea sale al campo o a la calle
para tomar el aire. Viene de un lugar cerrado, en el que ha estado,
probablemente, varias horas sin salir —de una comisión, de una reunión, de
junta, de una asamblea—, y probablemente también, ha hecho un gran esfuerzo —aunque
sólo fuera el de aguantar sentado—, y ha sentido, de pronto, la necesidad de
una sacudida de aire libre y fresco en la cara.
El que pernea tiene
el gusto o la costumbre —quizá en algún caso la ineludible necesidad— de hacerlo
todo a pie. Es un ser esforzado. Por voluntad o por destino. Al que pernea,
como al que cantonea, se le nota. Va a hacer algo serio. Y lo hace con
esfuerzo. Lo hace incluso, como dice el diccionario, “con fatiga”.
En las diversas
culturas —y en sus diversos idiomas— hay distintas maneras de andar. La manera
francesa de andar solo es flanear. Flanear es un arte: l’art de la flânerie. También es un estado del espíritu, hecho a
medidas de calma y de curiosidad. El que flanea mira con sonriente interés todo
su entorno, y disfruta de las pequeñas cosas, los perros que cruzan, la aldaba
de una puerta, el rótulo de un comercio, los brotes de un castaño.
La manera alemana de
pasear en soledad es el wandern.
Supone andar con libertad por la naturaleza. El modo romántico, decimonónico,
del wandern era precisamente el
individual, el solitario, porque el caminante buscaba la soledad; o mejor
dicho, buscaba el diálogo de su intimidad con la naturaleza sublime. El wandern llega a su cúspide en la obra de
Heidegger. Uno de sus libros principales se titula Holzwege: son los caminos de madera que cruzan los bosques
alemanes, por los que el propio Heidegger paseaba. El lema de su pensamiento
era Camino, no obras —Wege, nicht Werke—: la filosofía debe
ser un continuo planteamiento de problemas. Pasear —wandern— y filosofar vienen a ser lo mismo: una búsqueda itinerante
de lo nuevo.
El catalán tiene una palabra exclusiva,
intraducible, quizá sólo puede usarse en esas avenidas luminosas, ligeramente
inclinadas al mar y aireadas por la brisa, que son las ramblas. Anem a ramblejar. La alegría de andar en
estado puro.
César González Ruano, La alegría de andar, Madrid 1943
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Y esos versos de Bécquer:
ResponderEliminarY hoy como ayer,
y mañana como hoy,
y siempre igual,
y un caminar incierto,
y andar, andar, andar...
Un saludo,
JJ