sábado, 31 de marzo de 2012

ILUSTRACIONES


La editorial Insel había anunciado (el otro día lo recordaba, al hablar del aniversario de la creación de la Biblioteca Insel) que cuando llegara la fecha en que la colección cumpliera un siglo, saldría a la venta una nueva edición, ahora con ilustraciones, del que fue el primer volumen: La canción de amor y muerte del Alférez Christoph Rilke.

Ha llegado la fecha, y el libro está ya en las librerías. Pero las ilustraciones han sido una gran sorpresa.

En el Alférez confluyen varias historias. La primera es la de su creación. Una noche de otoño de 1899, recién llegados Rilke y Lou Andreas-Salomé de su primer viaje a Rusia, están juntos –juntos, pero no solos, porque allí está también el marido de Lou– el poeta y su amada. La casa, en las afueras de Berlín, Villa Waldfrieden, es amplia y ajardinada, y en un extremo de ella duerme el poeta, y en otro el matrimonio Andreas. Pero no, el poeta no duerme. Toda la noche escribe, con las cuartillas flanqueadas por dos velas cuyas llamas hace oscilar el viento. En esa noche de exaltación amorosa, el poeta escribe un poema en prosa igualmente exaltado. Un ritmo vibrante sostiene los largos versículos. Lo escribe como regalo a Lou. Tiene que terminarlo a lo largo de la noche para poder entregárselo al amanecer.

La segunda historia es la del poema. El alférez Christoph Rilke, casi adolescente, cruza la gran llanura de Hungría para enfrentarse con el ejército turco. El alférez cabalga junto al general, llevando la bandera. El ejército lo forman soldados de distintas naciones. Al caer la noche descansan en un castillo. El alférez encuentra allí a una mujer, con la que pasa la noche en una de las torres. Por la mañana está el castillo en llamas. El alférez, sin coraza ni armas, llevando la bandera, se adentra en las filas de los sitiadores, entregándose a una muerte segura.

La tercera historia es la propia vida del autor, paralela a la de ese antepasado imaginario del siglo XVII. La vivencias del alférez Christoph Rilke son las mismas del poeta: la completa desorientación en la inmensa llanura sin casas, sin árboles, sin montañas; el amor reducido a un episodio fugaz; el alejamiento definitivo de la mujer a la que ha amado; la nostalgia del hogar; la inminencia de la muerte.

La cuarta historia es la del libro. Después de dos ediciones anteriores que habían pasado sin pena ni gloria, el libro acaba encontrando a sus lectores cuando aparece en la Biblioteca Insel. Desde ese momento la popularidad es imparable. Pero los episodios más llamativos de la vida del libro son los de las guerras mundiales. El ejército alemán mandó hacer ediciones especiales durante ambas contiendas, y no hubo soldado que no llevara el Alférez en su macuto. El poeta se quejó muchas veces de esa utilización belicista de su poema. El testimonio más expresivo está en una dedicatoria que Rilke escribió en un ejemplar del Alférez en el verano de 1919:

No pensaba en la guerra mientras escribía
en una sola noche, lo que aquí se dice. Ni siquiera pensaba
en el destino. Sólo pensaba en juventud, tumulto,
asalto, impulso puro;
también en la derrota que arde y se niega a sí misma.

Y este poema manuscrito, esta dedicatoria, nos lleva de nuevo a las ilustraciones de la edición conmemorativa. Son ilustraciones que expresan la atrocidad de las guerras. El que las imágenes estén dibujadas “a la manera negra” –raspando con espátula sobre la capa negra que recubre una base blanca– contribuye a acentuar el dramatismo de las escenas y las figuras. El expresionismo exacerbado de las ilustraciones contrasta con la luminosidad del relato, que está compuesto por episodios narrados con técnica impresionista, con ligeras pinceladas de colores suaves.

Es posible que los alemanes de nuestros días –pintores y no pintores– sean incapaces de representarse los episodios bélicos, aunque estén narrados con la levedad del Alférez, sin revivir la inmensa tragedia que supuso la última guerra. En este caso, además, el pintor y grabador Karl-Georg Hirsch tiene en la memoria su salida de Breslau, a los siete años, de la mano de su madre, bajo el bombardeo de la ciudad. Pero lo cierto es que las ilustraciones nada tienen que ver con el relato. Por eso sorprenden. Parece como si el pintor no hubiera tenido en cuenta todas las historias que hay detrás del libro, y sobre todo que el Alférez es el regalo de una noche de pasión amorosa, y que el autor no ha pensando en la guerra al escribirla, sino en el impulso de la juventud.

Qué pensaba Rilke de las ilustraciones lo dejó escrito en una carta de finales de 1924: “Siempre me he negado a cualquier tipo de ilustración, y he rechazado todas las propuestas. Siempre me ha parecido que la vinculación de las imágenes poéticas a determinadas representaciones produce un daño. La imagen poética debe quedarse en la palabra. Vive de su misterio y a través de él se renueva. Cada lector debe trazar los rasgos que precisen la imagen”. 


jueves, 29 de marzo de 2012

PIE DE FOTO


            Algunas imágenes sirven para completar un texto, pero hay imágenes que piden ellas mismas un texto que las complete. En este caso sólo cabe escribir al  pie unas cuantas frases. Quizá tenga esa distinción algún ingrediente subjetivo. Lo cierto es que, tratándose de esta fotografía, sólo puedo escribir al pie. Aunque el texto aparezca arriba, debería estar, en realidad, debajo: no hay palabras que puedan desbordar el marco de la imagen, porque esta lo expresa todo.

            En la fotografía mi madre tiene veintiuno o veintidós años. No puedo precisarlo, porque no sé en qué época del año está hecha. Que el vestido tenga manga corta no revela nada; el clima de Tánger era, a lo largo de todo el año, el mismo. Está sentada en una silla de mimbre, frente a un velador del que  apenas se advierte la curva del tablero. Recuerdo muy bien ese collar: no eran perlas, eran unas piedras azuladas y casi translúcidas. El pequeño reloj rectangular que lleva en la muñeca no lo recuerdo. Las gafas tampoco.

            Detrás de ella hay una delicada silueta en movimiento, casi desdibujada. Puede tratarse de un hombre o a una mujer. En todo caso es alguien muy joven, un adolescente. Viste una chilaba de color claro, probablemente azulada o grisácea, que son los colores más frecuentes en los jóvenes. Mira con curiosidad a los extranjeros que charlan animadamente en un idioma que no entiende.

            Esta calle amplia, en cuesta y con grandes aceras sólo puede ser el bulevar Anteo. Anteo era un gigante de la mitología bereber que fundó Tánger. Su inmenso cadáver yace bajo la ciudad, en un montículo que cubre sus restos. Quizá por esa razón esta calle en cuesta llevaba su nombre. Hoy la historia se ha impuesto a la mitología, y se llama avenida de Mohamed V. Está orientada a poniente. La luz de la tarde no deja de iluminar las dos aceras hasta que cae la noche con toda su oscuridad.

            Mi madre tiene una extraña expresión de perplejidad, casi de desorientación. Aunque sonríe, no lo hace abiertamente. Es sólo un gesto ante la cámara. Ya he dicho que tiene poco más de veinte años. No ha salido nunca de un pueblo castellano que apenas alcanza los dos mil habitantes. Mi padre, que ha vivido dos guerras y muchos meses de cárcel, que ha estudiado la carrera en un enclave alemán en Polonia, que ha recorrido toda Europa, le ha propuesto vivir en otro continente. Hacen este primer viaje para hacerse idea del lugar y la posibilidad de trabajo. Se han alojado, no en uno de los barrios europeos de la ciudad, sino en lo más recóndito de la Medina: al pie del Zoco Chico, en el Hotel Mamora, que aún sigue abierto, con la recepción casi a oscuras. Ningún occidental se alojaría hoy en él.

            La fotografía ha fijado un instante decisivo en varias vidas. Quizá ese día se ha decidido un rumbo nuevo. En sí misma, esta fotografía no es nada: una mujer sentada en la acera de una ciudad cualquiera. Quien ahora escribe estas líneas estaba entonces, ajeno al mundo que le rodeaba, en España. Y hoy, en esta mañana de un mes de marzo que termina, ha querido contar en unas pocas frases lo que para él significa esta fotografía, sabiendo que algunos amigos, en algún momento del día, entrarán a leerlas.


martes, 27 de marzo de 2012

VIOLINISTAS


          En el campo de concentración de Czernowitz –y también en otros campos, pero el episodio de Czernowitz lo llevó Celan a su poema Todesfugeun grupo de judíos, apuntado por los fusiles, interpretaba el tango Plegaria mientras otros judíos cavaban fosas para las cenizas de los muertos. Unos tocaban y otros cavaban. Azadones y violines formaban una sola música. Pero los azadones eran el instrumento principal, el que daba carácter a la macabra interpretación de la partitura.

Esos violines que los judíos pudieron llevar consigo de los campos de concentración de Alemania les sirvieron luego para ganarse la vida en el exilio. A los violinistas judíos los recuerdo –muy desdibujados ya sus rasgos en la memoria− en Tánger, tocando en los salones de té y en las pastelerías, y recuerdo su extrema delicadeza, su educación exquisita. Muchos de ellos habían sido brillantes médicos y abogados. Gnädige Frau, decían con una leve inclinación de cabeza cuando pasaba alguna señora junto a ellos para sentarse en alguna de las mesas. El doctor Kapmann tocaba en el lujoso café del Hotel Minzah, con vistas sobre la bahía. Su mujer y una hija pequeña pasaban algunas tardes discretamente sentadas en unas sillas bajas, junto a los camareros, mientras los turistas despreocupados entraban, charlaban en alta voz y salían.

Estos días han reunido para una exposición en Suiza algunos de esos violines. Tienen aún brillante y pulida la madera que apoyaban sobre el hombro, y seca y agrietada, ennegrecida por la intemperie, la parte superior.  

Vista de la bahía de Tánger desde el Hotel Minzah. Fotografía de mayo de 2010

sábado, 24 de marzo de 2012

DOS IMÁGENES


            La gran explanada del Zoco Grande es uno de tantos escenarios de Tánger en que puedo ver dos imágenes superpuestas: el viejo mercado polvoriento y la nueva plaza enlosada en la se alzan surtidores y palmeras. Durante estos años, cuando pensaba en él, he seguido imaginando el viejo zoco, abigarrado y bullicioso, con los puestos cubiertos por grandes lonas blancas, y sin embargo ya era un lugar distinto. El minarete de la mezquita de Sidi Bu Abid –con sus irisaciones verdes de cerámica− y el palacio de la Medubía asomaban en el recuerdo sobre los toldos blancos, cuando en realidad el minarete y el palacio se alzaban limpiamente al borde de grandes losas de piedra. Al otro lado del zoco, la puerta de Bab Fahs, pequeña y lanceolada, sigue abriendo el misterioso laberinto de la Medina. Parece la puerta de una modesta vivienda y es una puerta de la ciudad, la ciudad vieja y mora, anterior a la colonización europea. Detrás de esa puerta, la Medina es como una sola casa, una casa pobre y limpia: pasillos blancos, portezuelas pintadas de colores, niños que juegan en el suelo, ancianos casi ocultos en sus amplias chilabas, conversaciones a media voz, miradas silenciosas, olor a yerbabuena.

            El viejo corazón de la Medina, la plaza del Zoco Chico, languidece entre recuerdos de su antiguo esplendor. Au Grand Paris sigue diciendo el rótulo del café principal, mugriento y solitario. En la geografía sentimental los lugares se acercan y alejan, y París, que estuvo cerca de Tánger en los años centrales del siglo XX, hoy está lejos. Aún quedan las huellas de lo que fueron unas letras bien trazadas que anunciaban el Petit Louvre, almacén cosmopolita en que se vendía lo mejor de Europa sin la tristeza que aún asolaba los campos de batalla. Sentado ante el bullicio del Zoco Chico, en una silla de mimbre –mi pequeño palco, la llamaba−, escribió Saint-Saëns la partitura de su poema sinfónico opus 40. El xilófono, el timbal, el clarinete, la flauta, el triángulo y el arpa dan color a la melodía de violines. Hoy son otros los colores y los sonidos. 

El Zoco Grande, hoy Plaza del 9 de abril de 1947
Detalle de la fotografía anterior. La puerta de Bab Fahs, entrada de la Medina. Las dos fotografías son de mayo del 2010

jueves, 22 de marzo de 2012

RECUERDO DE JACINTO MATUTE


Pensaba mucho y hablaba poco. Y cuando hablaba lo hacía en voz baja. Disfrutaba la vida, y su vida eran sólo paseos y lecturas. Siempre sólo. A la caída de la tarde cenaba, durante muchos años en una tasca de la calle de la Luna, y en los últimos tiempos en otra tasca de la calle de Fomento. Desde los ventanales del salón de su casa –que era un modesto apartamento de la plaza de España− se veía la cornisa del Palacio Real y la cúpula de la Almudena, y abajo un tablero cubista de tejados rojos. A veces se sentaba frente a uno de los pianos de cola que, encajados uno en otro, ocupaban casi todo el salón. ¿Qué tocas cuando está sólo?, le pregunté. Y sonriendo –sonreía siempre, para borrar cualquier atisbo de solemnidad en sus palabras− me contestó músicas crepusculares.

Algunas tardes tocó en mi casa, antes de cenar. Con la tapa del piano vertical cubierta de libros apilados, con las cuerdas mal templadas, con algunas teclas más flojas que las otras… daba lo mismo. La habitación se trasfiguraba, se elevaba arrebatada por la catarata de notas que fluían, limpísimas, en torrente.

También tocó en la presentación de dos  libros míos. Para Música y poesía del tango preparó un programa en dos partes, la primera con tangos compuestos por  Gardel y la segunda, que él disfrutó más, con tangos de Albéniz, de Milhaud, de Ernesto Nazareth, de Satie, de Kurt Weil. Para Felisberto Hernández-El tejido del recuerdo interpretó las partituras de Felisberto que me envió su familia desde Montevideo. Era la primera vez que se tocaban en España, y quizá en Europa. Algunas de las personas que asistieron me recuerdan de vez en cuando la interpretación de Negros que hizo Jacinto Matute aquella tarde de noviembre de 2005: con qué prodigiosa sonoridad los acordes más graves imitaban esos golpes de tambor que son la médula del candombe. Para otro libro, Las ninfas de Madrid, ya había pensado –sin que yo le dijera nada− en las ilustraciones musicales: las dos Ondinas, la de Ravel y la de Debussy, y alguna otra pieza. La generosidad de mejor ley se anticipa siempre.

En el año 1955, cuando tenía veintiún años, le dieron el premio nacional de virtuosismo. Del Conservatorio de Madrid se fue al de Múnich, y allí estudió perfeccionamiento con Rosl Schmid, la gran intérprete del piano romántico. Al volver de Alemania ganó los primeros premios de los principales concursos de piano. Después de un tiempo de actuación como solista formó un dúo, en 1974, con Ángeles Rentería, catedrática del Conservatorio Superior de Música de Madrid. Juntos han interpretado todo el repertorio de piezas compuestas para dos pianos, desde Mozart y Liszt hasta Bela Bartók, Poulenc y Gershwin.

El dúo tuvo grandes éxitos en Europa  y América –uno de ellos en un concierto dedicado íntegramente a Stravinski en la Sala Gaveau de París−, pero de eso Jacinto Matute no hablaba nunca. ¿De qué hablaba? Me doy cuenta ahora de que hablaba sólo de lo que suscitara su interlocutor. Era tan silencioso que apenas tomaba la iniciativa en las conversaciones. Pero había algunas cosas que parecían estar rondándole siempre por la cabeza: su casa del puerto de Cádiz, desde la que vio llegar los restos de Falla hacia su último destino en la cripta de catedral; las clases de su primera maestra de piano, doña Carmen del Castillo, en la planta baja, con reja, de una casa encalada del barrio gaditano de Santa María; los amigos de sus primeros paseos madrileños, Carmelo Bernaola, Manuel Angulo, Ángel Arteaga, y más joven que él, y más recordado tras su muerte prematura, Rafael Orozco…

Cuando llegó a Madrid para ser ingeniero fue con sus padres a ver a Federico Sopeña, que era entonces director del Conservatorio. Sopeña convirtió aquella entrevista en un artículo de Arriba en que a Jacinto le hizo violinista. El propio Sopeña, que había optado él mismo por lo que llamaba “la plenitud de dos vidas”, criticaba a Jacinto Matute porque no quería ser sólo músico. Jacinto se matriculó al final en derecho y se hizo registrador. Toda su vida tuvo que guardar, como un funambulista, el equilibrio entre dos profesiones que le exigían, cada una por su lado, cosas distintas, y muchas veces complejas y preocupantes. Alguna vez me citó casos de otros músicos funambulistas: Borodin, que era catedrático de química, Ansermet, que era profesor de matemáticas...

El fortiter in re, suaviter in modo que recomendaba Quintiliano presidió no sólo su vida, sino también su ejecución pianística: había mucho rigor y mucha reciedumbre detrás de su fraseo limpísimo. Nunca necesitó partituras a la hora de actuar en público, porque su memoria era prodigiosa. Una tarde que paseábamos por el Madrid viejo y vimos los ventanucos alineados de una casa interior que habían quedado al descubierto por un derribo, recitó por lo bajo el artículo 581 del Código civil, la servidumbre legal de luces. Estaba ya jubilado y recordaba el Código con la misma precisión que en sus años de opositor.

Anticipó su jubilación un par de años, porque quería dedicarse –por fin− al piano sin interferencias jurídico-inmobiliarias. Pero entonces, a la vuelta de un viaje a Huelva, donde se le iban muriendo los últimos parientes, se fracturó un dedo. En urgencias le hicieron una operación precipitada, y luego tuvieron que hacerle alguna más. Otro habría dicho que para él ese modesto dedo meñique de la mano izquierda tenía especial importancia. Pero no lo dijo: por delicadeza y también por timidez. Aun así siguió tocando. Pero me dijo que era el único dedo en que tenía que pensar cuando se sentaba ante un piano.

Hoy, 22 de marzo, hace cuatro años que murió Jacinto Matute. Aquel día fue sábado. Terminaba la Semana Santa. Murió en Sevilla. Qué triste este viaje último a una de las ciudades que más quería: en ambulancia la ida y en coche fúnebre la vuelta. Un mes antes –el 18 de febrero− había muerto Miguel Zanetti, discípulo también de Cubiles, amigo suyo. La última que vez que los vi juntos, Jacinto le preguntó, ¿cuántas veces has acompañado al piano a Victoria de los Ángeles? Y Zanetti contestó: 1.472. Los dos, cigarrillo en mano, sonrieron. 

Fotografía de noviembre de 2005

martes, 20 de marzo de 2012

ALCAYATAS


            No encuentro un símbolo mejor que esta palabra, que es a la vez española y árabe, para simbolizar la emoción de mi regreso a Tánger. He vuelto tres veces a la ciudad donde pasé mi infancia. A la ciudad de entonces se ha superpuesto la de hoy. Lo normal es que las ciudades evolucionen, se transformen, cambien. Pero en Tánger no ha sucedido así: hay dos ciudades superpuestas, la de ayer y la de hoy. La dos son visibles al tiempo. La de ayer está descolorida, y la de hoy es parda. Han pasado tantos mediodías de sol africano sobre las cosas de entonces que están desvaídas, herrumbrosas: los viejos rótulos, las fachadas, las marquesinas, las baldosas, los muebles de los cafés. Pero todo sigue allí. Las mismas cosas están en los mismos sitios. Igual que entonces. Nada ha cambiado. El color que prevalece hoy sobre ese fondo descolorido es el pardo: es el color de las chilabas. Cafés cosmopolitas, en que europeos despreocupados charlaban en todos los idiomas, los ocupan hoy filas silenciosas de hombres solos, que no hablan entre ellos; sólo miran en silencio, horas enteras, sin moverse apenas. Pero los sofás que fueron rojos siguen siendo, desvencijados, los mismos. Han cambiado los rótulos de las calles y unos nombres han sustituido a otros. Pero conviven los dos callejeros, y los tangerinos siguen identificando las calles por un nombre y por otro. Es otra prueba de esa extraña simultaneidad de las dos ciudades. La calle en que vivimos se llamaba Balmes, y hoy Mussa Ben Nussair –el “moro Muza” que encabezó a los invasores–. Se puede preguntar a cualquier transeúnte por el nombre antiguo o por el moderno.

            Vuelvo a las alcayatas. Nuestra casa de la calle de Balmes tenía una rotonda con terraza que daba al mar. Esa visión del mar, enmarcada por una calle estrecha, y también, cuando el día era muy claro, de la lejana costa española, es uno de mis recuerdos más antiguos. Del pretil de la terraza colgaba, sujeto por dos alcayatas, un gran letrero que anunciaba las horas de consulta de mi padre. En mi primer regreso a Tánger –habían pasado más de cuarenta años desde que nos fuimos– volví a la calle de Balmes. En el camino, desde el hotel a la casa, todo seguía igual: el almacén donde mis padres me compraban juguetes, la peluquería donde me cortaba el pelo, el horno donde vendían el pan, la minúscula abacería con sacos rebosantes de especias de colores intensos. Todo era igual y a la vez distinto, como si nadie hubiese remediado el paso devastador del tiempo. Miré con nostalgia la rotonda desde la que se veía el mar y la costa española. Y allí, en el pretil, seguían las dos alcayatas que cuarenta años antes habían sostenido el letrero que anunciaba la consulta de mi padre. Es probable que nadie, en cuarenta años, haya detenido la mirada en ellas. No son nada. Dos minúsculos codos de hierro. Pero me dio la impresión de que esperaban mi regreso. Allí han estado durante cuarenta años para que alguien volviera a mirarlas. Y ni la vista de la bahía, ni los olores recobrados de la Medina y de la Kasba, ni los grandes bulevares inundados de sol, ni los largos silbidos de los trasbordadores de Algeciras me han emocionado tanto como esas dos pequeñas, fieles y apenas visibles alcayatas grises. 

El mar al fondo de la calle de Murillo

sábado, 17 de marzo de 2012

CON HÉLÈNE


Hélène ha seguido a su marido por los más altos puestos diplomáticos de Europa, ha vivido la vida brillante y mundana de los salones, y ahora pinta pequeños lienzos llenos de color desde el silencio de una terraza de Aix-en-Provence, la ciudad francesa, romana y renacentista. Hélène madruga, sube a la terraza que se abre sobre un damero de tejados rojos, y mientras extiende los pinceles y los tubos de color, el sol empieza a iluminar la ciudad antigua y señorial que despierta. Entonces Hélène piensa en los acantilados del Mar del Norte, en las calles abigarradas de Alejandría, en las avenidas solitarias de Belgrado, y pinta. Pinta de memoria. Por unas horas no está en una terraza de Aix, sino en un escenario tan vivo y presente como esos tejados que se extienden ante sus ojos, pero que es de otro tiempo, casi de otra vida.

Hélène conserva la juventud perpetua de quien ha nacido en París, ha estudiado ciencias políticas y ha vivido con entusiasmo el mayo del 68. Tiene los ojos azules ¿o son grises?, sonríe siempre, y tiene esa politesse du coeur que se traduce en un trato delicado y solícito. Ahora, en Aix, organiza conferencias y exposiciones, lee incansablemente, y también se sienta en la terraza a no hacer nada: a sentir los latidos de la ciudad antigua y a dejar que la memoria la lleve a otros lugares. Viene todos los años a Madrid, y pasa una semana algo desorientada. Hace treinta años vivió en una buhardilla de Plaza Mayor y nota que la capital cambia muy deprisa. Cada año damos un paseo por el Retiro, y Hélène se queda ensimismada con cosas que a los demás nos pasan inadvertidas: las copas, muy juntas, de dos pinos solitarios, los brotes que empujan en las ramas de los arces, un joven que hace grandes pompas de jabón. Y de pronto se entusiasma con las pompas de jabón, con las barcas del estanque, con el azul tan limpio casi añil, dice del cielo.

Su marido, el escritor y diplomático Julián Ayesta, está tan presente como si aún estuviera aquí, sentado en la misma mesa mientras comemos, paseando con nosotros por el Retiro, opinando en todo lo que hablamos. Hasta hace poco, los ojos se le humedecían al hablar de él. Ahora lo hace con jovialidad, como si le hubiese recuperado.

En un pequeño cartón cuadrado ha pintado un paisaje. Al fondo gravita un cielo primaveral, un cielo voluble y violento, que puede convertirse en tormenta o abrirse con grandes nubes blancas. Sobre el campo ondulado y verde han brotado, apiñadas, unas flores. Hélène sabrá su nombre, como sabe el de todas las flores y todos los árboles, no por alarde de erudición botánica, sino porque el cariño tiene sus reglas, y se quiere más lo que se conoce, lo que se distingue, lo que se identifica. Lo he traído para ti, me ha dicho.


jueves, 15 de marzo de 2012

EL FLAUTISTA


Llama la atención en este aguafuerte de Berriobeña, que tengo cerca desde hace años, el contraste entre la soledad del flautista y el esmero con el que toca. Porque miren las manos: revelan un enorme esfuerzo por conseguir una melodía limpia, clara, expresiva. Arquea los dedos con enorme delicadeza. Inclina todo el cuerpo hacia la flauta, que es apenas visible. Y está sólo. Con ese tronco seco y ese fondo homogéneo, el grabador ha conseguido transmitir la sensación de absoluta soledad. Parece incluso que el flautista está en un planeta deshabitado.

Al flautista no le preocupa el auditorio, y no se preocupa tampoco de sí mismo. Nadie diría que es un mendigo, quizá es un ser extravagante, a quien la indumentaria convencional le tiene sin cuidado, y él viste como quiere, como se siente cómodo para tocar la flauta, que es lo que realmente quiere hacer, a lo que se entrega, olvidado de todo lo demás.

No tiene partitura, está creando su propia música, está recreándose en el mundo sonoro que va inventando soplo tras soplo, nota tras nota. Va tejiendo la melodía con la misma obstinación del orfebre, como el alfarero que gira el torno incansablemente mientras pone con suavidad sus manos sobre la arcilla húmeda que va tomando poco a poco la forma de vasija.

Este solitario flautista encaramado a un tronco seco me ha parecido siempre un símbolo del creador, del que en el silencio de su rincón va haciendo pausadamente su obra –cuadro, libro, partitura-, y día tras día va eligiendo con exquisito cuidado cada uno de los trazos, cada una de las palabras, cada una de las notas. Hace lo que tiene que hacer, está cumpliendo un deber interior que no sabe quién le ha impuesto, pero no podría desoír ese mandato sin traicionarse, y sólo quiere tener la paz de sentirse fiel a sí mismo. 


martes, 13 de marzo de 2012

INSOMNIO


Tratando de recuperar el sueño, en mitad de la noche, he encendido la radio, y entrevistaban a Ahmed Mgara, uno de los escritores marroquíes que escriben en español. No he podido dormir más. Mgara, descendiente de moriscos, como otros magrebíes que siguen utilizando el español, decía con una dulzura teñida de resignación, que sólo podía escribir en el idioma de su nostalgia. Él no ha elegido la lengua de sus relatos: un decreto divino –decía– le ha impuesto el español. Se lamentaba de que quizá su literatura, como la de otros muchos marroquíes que escriben y publican en español, no es muy buena, pero ellos ponen todo su empeño en hacer lo que tienen que hacer.

Ahmed Mgara publicó hace unos años una antología de literatura escrita en español al otro lado del Estrecho. Reunía nada menos que a ciento treinta y dos autores, desde los tres grandes maestros de la literatura hispano-marroquí, Mohammad Ibn Azzuz Hakim, Abderrahim Yebbur Oddi y Mohammad Temsamani, hasta los jóvenes que siguen escribiendo hoy día en español. Viejos y jóvenes se han asociado para subsistir juntos en un país en que el francés es la segunda lengua más vigorosa, y en que los escritores que no se expresan en árabe son vistos como traidores.

Y me he acordado de Mohamed Riffi, que era comisario de policía en Tánger, joven, muy delgado, con un bigotito fino y negro, que se quedaba entusiasmado cuando le oía a mi padre alguna palabra española que no conocía, y la apuntaba inmediatamente. Escribía pequeños cuentos en español por la simple fruición de escribirlos, para paladearlos mientras los leía en voz alta. Todavía recuerdo vagamente alguno, pero recuerdo sobre todo la emoción, y a veces la excitación con que los leía. Nunca se le pasó por la cabeza publicarlos. Habría sido inconcebible para sus colegas y sus superiores que un comisario de policía escribiera en un idioma extranjero. Eran los años en que se estaba fraguando la independencia, y el orgullo nacionalista empezaba a despreciar todo lo europeo.

El patriarca de los escritores hispano-marroquíes, Mohamed Ibn Azzuz Hakim, traductor de Juan Ramón Jiménez al árabe, le pidió al Rey, hace unos años, la derogación del Decreto de expulsión de los moriscos de 1605. Creo que recibió la callada por respuesta. Son más de un millón los marroquíes que se sienten orgullosos de su origen hispánico, y muchos de ellos han conservado el idioma a lo largo de las generaciones. Que algunos recurran a ese idioma ancestral para hacer versos es quizá lo más conmovedor. 

Mohamed Riffi, conmigo, en la playa de Tánger, años 50


sábado, 10 de marzo de 2012

INGENUIDAD Y DELICADEZA


Recordando que en el mismo otoño de 1917 –en un Berlín aún alejado de los frentes de guerra– Rilke vio por primera vez los cuadros de Chagall y oyó por primera vez las notas de Wanda Landowska, pensaba el otro día, al recorrer por la mañana temprano las salas que el museo Thyssen ha dedicado a Chagall, que no sonarían mal de fondo unas partituras de clavecín. Porque tanto los cuadros del pintor ruso como las partituras de clavecín tienen en común la ingenuidad y la delicadeza. Esas figuras chagallianas que flotan entre las nubes, y los trinos y mordentes del clave, ¿no tienen acaso una misma alada levedad? ¿Y no se trata, en ambos casos, de una levedad muy trabajada, a pesar de su espontaneidad aparente?

Y esa ternura de Chagall con los animales, sobre todo los gallos, las cabras y las vacas, a los que pinta siempre con grandes ojos humanos, ¿no es la misma ternura con la que Rameau imita en sus partituras el canto de las aves –La Poule, o el maravilloso Le Rappel des Oiseaux–, o la misma delicadeza con la que Couperin reproduce en el pentagrama el vuelo de las mariposas y los moscardones, y el canto del ruiseñor –Le rossignol en amour, Double du rossignol, Le rossignol vainqueur?

Antes de entrar a ver los cuadros de Chagall hay que dejar en el vestíbulo la coraza que, sin darnos cuenta, nos han ido colocando sobre el pecho, y por tanto sobre el corazón, las escaramuzas de la vida diaria. Porque, si entramos con ella, si vamos de sala en sala con la coraza puesta, ¿cómo vamos a entender que los novios floten sobre unas nubes rojas, que la vaca tire con alegría del carro porque sabe que está preñada, que una enamorada cabalgue sobre un gallo abrazándolo, que una ternera blanca haga compañía a un rabino triste, que un violinista pobre levite sobre los tejados, que los amantes, cogidos de la mano, floten sobre la ciudad, que un payaso abrace a una cabra y la cabra sonría, que los rabinos lloren en la escena de la crucifixión…? 


jueves, 8 de marzo de 2012

UN ESCRITOR SUPERFICIAL


Sacha Guitry fue un taquígrafo apresurado de su época y de su vida, autor de una docena de libros que acaban siendo una autobiografía, y de más de ciento cuarenta obras de teatro que rebosan ingenio. Pero era superficial. Su obra es ligera. Sus argumentos, banales. Tan banales por cierto, que una comedia en cinco actos, Tu m’aimes, no tiene argumento. Consigue mantenerse en pie –y al lector en vilo– sin una trama que la guíe. Sacha Guitry fue encasillado en el teatro de bulevar, y eso le relegó al desdén oficial. En España, Tomás Borrás tradujo una de sus comedias en 1943. Veinte años más tarde se tradujo  N´écoutez pas mesdames, con el título absurdo de Sólo para hombres, y la traducción no se hizo del francés, sino de una previa versión inglesa. Hace unos meses se estrenó en Madrid una obra suya. Y eso esto todo lo que ha llegado a nosotros de una obra grande, brillante, personalísima.

Aunque Guitry escribió de muchas cosas, siempre está escribiendo sobre su vida. Escribe con prisa, como si recogiera precipitadamente en cubos esa vida que le desbordaba por todas partes. Como achicando su propia abundancia. Amó apasionadamente la vida y también el arte, la literatura, la ciencia, su país, otros países, a la mujer en abstracto y a cada mujer en concreto, admiró a los grandes hombres de todos los tiempos y admiró el cine, para el que escribió y dirigió cuarenta películas. Se le imagina uno escribiendo con urgencia, con al abrigo puesto, deseando llevar el manuscrito a la imprenta o a recitarlo él mismo sobre el escenario. Fue un gran actor.

A fuerza de verbalizarse, se hace absolutamente transparente. Escribió todo lo que pensaba, lo que amaba, lo que soñaba, lo que fantaseaba, lo que deseaba, lo que quería y lo que le molestaba. No lo que odiaba, porque probablemente no odió nunca, ni siquiera a los que, acusándole de colaboracionista, le metieron en la cárcel después de la guerra. Aunque su obra está teñida de humor, no fue un humorista: fue un escritor que vio el mundo con agudeza y sensibilidad. Guitry es uno de esos escritores que a fuerza de derrochar intimidad sobreviven, ellos mismos, en sus libros. El lector no sólo le lee, sino que le trata. Se hace amigo.

Guitry era, además, un gran cosista. Las personas que aman apasionadamente la vida se vuelcan en las cosas, las reúnen, las cuidan y se sienten felices entre ellas. Hay unas pocas páginas en las que está encerrado el espíritu de todos los miles de páginas que escribió; se titulan Viaje alrededor de mi despacho. Ahí está su universo: varias docenas cosas que tenía a su alrededor. Cito sólo algunas: un autorretrato de Cézanne, un dibujo de Van Dyck, uno de Watteau y otra infinidad de dibujos –Fragonard, Delacroix, Ingres, Renoir, Van Gogh–,  una acuarela de Rembrand, tres cuadros de Monet y uno de Modigliani, cartas de La Fontaine, de Mozart, de Goethe, de Balzac, de Baudelaire, de Maupassant, de Tolstoi, de Rodin, cartas de amor todas, que eran las que le interesaban, un tintero, una bata y una sortija de Flaubert, el contrato para la edición de Madame Bovary, las dos mil seiscientas páginas manuscritas de L´éducation sentimentale, primeras ediciones de La Rochefoucauld, Montaigne, La Bruyère y Molière, la corona que llevaba Sarah Bernard cuando interpretaba a la reina en el Ruy Blas, el diploma de bachiller de Verlaine, un cheque firmado por Dickens que nunca se cobró, un cuadernito escrito por Renan en hebreo con los salmos que recitaba todos los días. Pero lo importante no eran las cosas, valiosas o raras, en sí mismas, sino lo que significaban, la vida vivida que encerraban en ellas. A Guitry lo que verdaderamente le importaba era la vida.

            Hablando de Sacha Guitry hay que recordar a Eugenio D’Ors: “Superficial: elogio supremo”.


martes, 6 de marzo de 2012

RETRATO DE DAMA


Causan una vaga melancolía esos cuadros que se titulan abstractamente Retrato de dama. Al vendedor –chamarilero, anticuario o subastador– no le ha dicho el nombre de la retratada quien ha llevado el bulto vergonzantemente, envuelto en grandes papeles de periódico, para que lo revenda. La tristeza que causan esos cuadros es menor si se trata de un retrato del siglo XVII, pero es más aguda si es del siglo XX. Porque, ¿cómo es posible que la ilusión de un marido o un hijo, que ha encargado a un pintor más o menos famoso, quizá con un heroico sacrificio económico, un retrato de la mujer o de la madre, se transforme, sólo dos generaciones después, en la frialdad con que el nieto lo entrega por unos pocos billetes en una tienda?

Hay que quedarse antes sin comer que vender a una abuela. En esto hay que aprender de los viejos hidalgos, como el amo del Lazarillo, que eran capaces de pasar hambre con tal de no entregar su espada, sus viejos pergaminos, sus libros o sus retratos de familia.

Lo feliz de estas historias tan frecuentes es que los Retratos de dama suelen encontrar adoptantes. Al revés que en las adopciones comunes, en estas adopciones pictóricas el adoptante prefiere que la criatura sea mayor, lo más mayor posible, porque, cuando ya esté colgado el retrato en las paredes de su casa, da más solera genealógica decir “es una antepasada del siglo XVII” que decir “es mi abuela”. Porque abuela tiene cualquiera, pero antepasadas del siglo XVII las tienen muy pocos.

El caso de este retrato tiene algo peculiar. Porque la dama sin nombre es una mujer ingenua, quizá incluso algo simple, que aceptó ser retratada sin ningún entusiasmo, y que no pretendía quedar inmortalizada para la posteridad. No adoptó una pose erguida, mayestática, sino la suya de siempre, con los hombros levemente caídos, los mismos hombros caídos con que andaba por la casa o se sentaba a descansar un rato después de terminar sus labores. Tampoco sonrió misteriosamente al pintor, insinuando que su intimidad era indescifrable, ni se puso seria para realzar su importancia. La dama desconocida tiene un gesto de absoluta inocencia, de candor casi infantil. Y precisamente porque no se toma en serio su propio retrato, y porque es del siglo XX, es muy probable que la dama desconocida no encuentre adoptante, y siga durante mucho tiempo en ese limbo oscuro y polvoriento que son los almacenes de los chamarileros y de las casas de subastas. 

Á. de Sotomayor, Retrato de dama, 1927

sábado, 3 de marzo de 2012

UN PASEO EN VERANO

          Hay un episodio en la vida de Rilke cuya realidad no se ha podido constatar. Por esa razón no está en las biografías. Pero la vida humana, ¿es sólo una sucesión de realidades visibles? ¿No sucede más bien al revés, que la vida es un denso envoltorio invisible tejido en torno a lo visible?

            Rilke y Freud se encontraron en dos ciudades. La primera fue Múnich. Era el año 1913. Rilke acompañó a Lou Andreas-Salomé a un congreso de psicoanalistas. En sus memorias escribió Lou: “Me alegré de presentarlos, y que Rainer y Freud se conocieran. Se cayeron bien, y estuvimos mucho tiempo juntos, incluso hasta altas horas de la noche”.

         La segunda ciudad es Viena. Año 1916. Al poeta le habían movilizado al empezar la guerra, y después de unos meses de instrucción en un cuartel de Múnich, le enviaron a un destino burocrático en Viena. Rilke fue a visitar a Freud a su célebre clínica de la Berggasse número 19, hoy convertida en museo. Unos meses más tarde de ese encuentro vienés, Freud escribió a Lou –el poeta ya había vuelto a Múnich–: “Rilke me ha dejado suficientemente claro que no hay manera de entablar una relación permanente con él. A pesar de lo extremadamente cordial que fue en su primera visita, no ha sido capaz de hacerme una segunda”.

Y ahora llega el episodio oscuro. Freud escribió un pequeño texto –poco más de cuatro páginas– que tituló Vergänglichkeit, que se podría traducir como caducidad, transitoriedad, algo que es perecedero o efímero. “Hace algún tiempo paseaba yo por un florido campo estival en compañía de un amigo taciturno, de un joven pero ya célebre poeta…”. Y en el relato de ese paseo hace Freud una de las calas más profundas de cuantas se han hecho en el espíritu de Rilke, al que no nombra en ningún momento. Es probable que Freud, ocupado por su trabajo en cosas muy alejadas de la poesía, no conociera a fondo la obra de Rilke, pero en ese relato está el núcleo de su obra poética: la pervivencia de los hombres y las cosas, la dimensión invisible de unos y otras, tanto “en este lado” (diesseits) como “en el otro” (jenseits). “Admiraba la belleza de la naturaleza circundante, pero sin poder disfrutar con ella, porque le preocupaba la idea de que todo ese esplendor estaba condenado a perecer, de que ya en el invierno venidero habría desaparecido, como toda belleza humana, y como todo lo bello y noble que el hombre haya creado y pudiera crear. Todo le parecía carente de valor por el destino de perecer a que estaba condenado”. “¡No! ¡Es imposible que todo ese esplendor de la naturaleza y del arte, de nuestro mundo sentimental y del mundo exterior, esté realmente condenado a desaparecer en la nada! Creerlo sería demasiado insensato y sacrílego. Todo eso ha de poder subsistir en alguna forma, libre de cualquier influjo que amenace aniquilarlo”.

Freud trata de convencer inútilmente a Rilke de que la pretensión de eternidad es un simple deseo del hombre. “También lo doloroso puede resultar cierto –le dice–, y el carácter perecedero de lo bello no implica su desvalorización”. Y luego hace el diagnóstico del poeta, en el que Freud no acierta: el poeta está pasando un duelo, pero todo duelo se supera y la alegría de vivir vuelve.

Es probable que ese paseo estival por el campo nunca tuviera lugar. Pero en ese paseo imaginario hay un Rilke más auténtico que en cualquier otro paseo verdadero.

Fotografía de los psicoanalistas reunidos en un congreso. Freud está en el centro de la imagen. Lou Andreas-Salomé, sentada, es la quinta de la izquierda.

jueves, 1 de marzo de 2012

CADA CUAL ESTÁ SOLO SOBRE EL CORAZÓN DE LA TIERRA


Contemplando los grandes lienzos de Palazuelo que se exponen estos días en una galería de Madrid, viene a la cabeza una idea, una idea que no tiene apenas contenido, que es casi una palabra: hermetismo. Y también viene a la cabeza otra cosa, poco emparentada con el arte: respeto. Respeto, porque llenar grandes lienzos con figuras ingrávidas y sobrias que no representan nada, que no significan nada –son lo que son, significante y significado a la vez–, sólo puede hacerse con autoridad: no hay autor más autor que el que inventa mundos, y esta pintura es un mundo. Otros pintores reproducen un mundo –el mundo–, pero Palazuelo lo crea –el suyo–.

Esta es una pintura silenciosa, pero no sólo silenciosa, sino que impone silencio. En la galería había varias personas que andaban de una sala en otra, pero nadie hablaba. El hermetismo combate la vacuidad de la palabra. “Guardando silencio, comprendes”, dicen los textos herméticos. Estábamos todos callados, pero eso no era todavía el silencio. El silencio es un mar sin orillas, y hace falta una larga navegación en el silencio para comprender.

Los poetas herméticos buscaban la pureza original de la palabra y Palazuelo busca la pureza original de la forma. Eso sólo se logra en un viaje inverso, un retorno a donde no estuvimos, un recorrido del fruto –tan exuberante– a la semilla –tan escueta–. Sospecho que ese viaje, para decirlo en términos rilkeanos, no se hace por mundo exterior, sino por el mundo interior. Palazuelo debió de ser un hombre solitario y paciente. Ante los cuadros de Palazuelo, la afirmación de Rilke de que el arte es una larga paciencia se hace cuerpo, primero, en los lienzos en blanco, en los tubos de óleo, en los pinceles, y luego, en los trazos, en las superficies, y al final en la pureza que destilan todas esas materias y formas a un tiempo: es una paciencia que entra por los ojos.

Cada cual está solo sobre el corazón de la Tierra,
traspasado por un rayo de sol;
y en seguida anochece.

Los elementos de este brevísimo poema del ermetico Quasimodo, la soledad, el corazón de la Tierra, la nitidez del rayo de sol, la noche, ¿no están también en los lienzos de Palazuelo?