sábado, 2 de junio de 2012

BUSCANDO A RIBEYRO


Una de esas tardes en que la puesta de sol parece no terminar nunca, en que las casas, las aceras y las gentes van tomando un color dorado cada vez más intenso, hasta hacerse rojo, y el rojo dura luego una infinidad, y aunque se va volviendo primero cárdeno y luego gris, la oscuridad no llega, una de esas tardes, en que además hace un calor sofocante y el ambiente es húmedo y pegajoso, y al sudor se une la desesperación y el cansancio, estuvimos buscando por los barrios costeros de Lima la casa de Julio Ramón Ribeyro. Y no sólo no aparecía la casa, sino tampoco la calle, ni los bloques blancos sobre el acantilado donde estaba su apartamento, y los transeúntes no ayudaban nada –“Ah, sí, Ribeyro”, dijo uno, “le conozco, es un señor que baila salsa”–, los pocos transeúntes que se dejaban asaltar desde la ventanilla del coche no conocían ni de nombre a uno de sus compatriotas más ilustres. Aunque pasado el ardor de la búsqueda y el tiempo, se entiende mejor que no le conociera nadie, porque donde vivía Ribeyro era en París, y sólo de cuando en cuando iba a Lima, y allí se encerraba para paladear esas lentas puestas de sol sobre el Pacífico.

Optamos por buscar la casa del hermano muerto, porque al menos era un muerto al que sus vecinos conocieron, y nos adentramos en esa otra Lima que hierve de humo y ruido, que no es ni la plácida ciudad que se asoma al acantilado ni la vetusta ciudad colonial, sino la moderna, ajetreada y bulliciosa. Encontramos al fin la casa, que era como un oasis, una pequeña villa con jardín, la casa familiar en la que se quedó a vivir el hermano y en la que ahora vive su viuda. A esa casa familiar venía a vivir Julio Ramón Ribeyro cada vez que volvía de París, y allí, en el sótano, recuperaba a los amigos de juventud en largas charlas que se adentraban en la noche y llegaban a veces en la madrugada. El sótano es hoy un pequeño museo del escritor, un museo no público sino íntimo, un homenaje de la cuñada a los dos Ribeyros, tantos años unidos sólo por el hilo constante del epistolario tendido entre París y Lima. Fotografías cuidadosamente alineadas en las paredes, primeras ediciones agrupadas en los estantes, las sillas aún en círculo, y una gran cabeza del escritor a la que han puesto en los labios —con humor póstumo y macabro— ese pitillo que le llevó a la muerte, y que él convirtió en tema de algunos de sus mejores cuentos.

En un cajón estaban, cuidadosamente ordenadas por fechas, las cartas, que fueron ilusionadas mensajeras de la vida y ahora eran mudos jirones de la muerte. La viuda del escritor le había prohibido a la viuda del hermano que las siguiera publicando. Lo que era sólo un intento ilusionado de resucitar a los dos Ribeyros se había convertido en una amarga diatriba jurídica. “Pero ¿de quién son las cartas?”, me preguntó la viuda de Lima, “¿de quien las manda o de quien las recibe”?, y a la vuelta escribí sobre ese asunto jurídico, al modo de Kafka, un Informe para la Academia, que se publicó poco después.

Cabeza de Julio Ramón Ribeyro en la casa familiar de Lima

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