Una de esas
tardes en que la puesta de sol parece no terminar nunca, en que las casas, las
aceras y las gentes van tomando un color dorado cada vez más intenso, hasta
hacerse rojo, y el rojo dura luego una infinidad, y aunque se va volviendo primero
cárdeno y luego gris, la oscuridad no llega, una de esas tardes, en que además
hace un calor sofocante y el ambiente es húmedo y pegajoso, y al sudor se une
la desesperación y el cansancio, estuvimos buscando por los barrios costeros de
Lima la casa de Julio Ramón Ribeyro. Y no sólo no aparecía la casa, sino tampoco
la calle, ni los bloques blancos sobre el acantilado donde estaba su
apartamento, y los transeúntes no ayudaban nada –“Ah, sí, Ribeyro”, dijo uno, “le
conozco, es un señor que baila salsa”–, los pocos transeúntes que se dejaban
asaltar desde la ventanilla del coche no conocían ni de nombre a uno de sus
compatriotas más ilustres. Aunque pasado el ardor de la búsqueda y el tiempo,
se entiende mejor que no le conociera nadie, porque donde vivía Ribeyro era en
París, y sólo de cuando en cuando iba a Lima, y allí se encerraba para paladear
esas lentas puestas de sol sobre el Pacífico.
Optamos por
buscar la casa del hermano muerto, porque al menos era un muerto al que sus
vecinos conocieron, y nos adentramos en esa otra Lima que hierve de humo y
ruido, que no es ni la plácida ciudad que se asoma al acantilado ni la vetusta
ciudad colonial, sino la moderna, ajetreada y bulliciosa. Encontramos al fin la
casa, que era como un oasis, una pequeña villa con jardín, la casa familiar en
la que se quedó a vivir el hermano y en la que ahora vive su viuda. A esa casa
familiar venía a vivir Julio Ramón Ribeyro cada vez que volvía de París, y
allí, en el sótano, recuperaba a los amigos de juventud en largas charlas que
se adentraban en la noche y llegaban a veces en la madrugada. El sótano es hoy
un pequeño museo del escritor, un museo no público sino íntimo, un homenaje de
la cuñada a los dos Ribeyros, tantos años unidos sólo por el hilo constante del
epistolario tendido entre París y Lima. Fotografías cuidadosamente alineadas en
las paredes, primeras ediciones agrupadas en los estantes, las sillas aún en
círculo, y una gran cabeza del escritor a la que han puesto en los labios —con
humor póstumo y macabro— ese pitillo que le llevó a la muerte, y que él
convirtió en tema de algunos de sus mejores cuentos.
En un cajón
estaban, cuidadosamente ordenadas por fechas, las cartas, que fueron ilusionadas
mensajeras de la vida y ahora eran mudos jirones de la muerte. La viuda del
escritor le había prohibido a la viuda del hermano que las siguiera publicando.
Lo que era sólo un intento ilusionado de resucitar a los dos Ribeyros se había
convertido en una amarga diatriba jurídica. “Pero ¿de quién son las cartas?”,
me preguntó la viuda de Lima, “¿de quien las manda o de quien las recibe”?, y a
la vuelta escribí sobre ese asunto jurídico, al modo de Kafka, un Informe para la Academia, que se publicó
poco después.
Cabeza de Julio
Ramón Ribeyro en la casa familiar de Lima
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