Si alguien me preguntara cuál es el lugar más bello de
Madrid, contestaría que la torre central del edificio de la Real Compañía
Asturiana de Minas. Hay muchos edificios madrileños de principios del siglo XX
que están rematados por torres acristaladas que albergan una habitación, una
sola habitación llena siempre de luz, pero ésta de la Compañía Asturiana de
Minas es la más hermosa de todas las torres. Porque ella misma, en su
eclecticismo, reúne resonancias de todas las épocas, desde las villas
palladianas hasta la primera arquitectura neoyorkina, y porque desde ella se ve
lo mejor que puede verse desde las ventanas madrileñas: el palacio real, los
jardines de Sabatini, el Campo del Moro, la Casa de Campo, la sierra de
Guadarrama, las cumbres de Gredos.
La Compañía de Minas se disolvió hace tiempo, pero sigue
dando nombre al edificio. Después de haber servido a usos diversos, el edificio
se quedó sin destino. Toda la belleza de sus ventanales emplomados, sus
apliques de bronce, sus lámparas de cristal, sus miradores de hierro y sus
cúpulas de pizarra quedó en riguroso silencio, sin nada ni nadie en torno. Las
salas, las mansardas, las terrazas, la nave industrial, todo quedó vacío y
mudo.
Pero estos días ha sucedido lo contrario: el edificio de la
Real Compañía Asturiana de Minas se ha llenado de cosas y de gentes. No hay un
rincón que no esté recargado de objetos y abarrotado de curiosos que se agolpan
para verlos. Las cuatro plantas del edificio, y también la nave industrial
trasera, están dedicadas, durante dos meses, a albergar una exposición de
objetos decorativos. El concepto de objeto decorativo es tan ambiguo –y en el
fondo tan absurdo– como el de objeto de regalo, o el de objeto arrojadizo.
Cualquier cosa sirve para decorar o para regalar, como cualquier cosa puede
servir para lanzarla a la crisma de quien nos ataque inesperadamente.
Cada sala del viejo edificio se ha encomendado a un decorador
distinto, que la ha llenado a rebosar de muebles y de objetos. Predominan los
gruesos cortinones que caen lánguidamente, los cojines de todos los tamaños y
colores, las bolas de acero, los huevos de avestruz, la vegetación de plástico,
la fauna de cristal y de cerámica. Cada sala es como el retrato robot de un
delincuente, el semblante inexpresivo de un ser que no existe y que se ha
compuesto a base de añadir rasgos anónimos.
¿Quién querría convertir su casa un trasunto de alguna de
estas salas? Sería como vivir en una
casa ajena, compuesta de cosas que le gustan a otro. Cuánto más bella es la
austeridad propia que el recargamiento de los decoradores, y sobre todo, cuánto
más expresivas son unas pocas cosas personales que unas pocas o muchas cosas que
nada tienen que ver con quien las vive.
Pero volvamos a la torre. El acierto ha sido colocar en ella
el dormitorio. Todo resulta artificial en esta exposición del noble edificio de
la Compañía Asturiana de Minas, menos el dormitorio de la torre. Quitando todo
lo que hay en ella y poniendo nuestra modesta cama de todas las noches, qué
deliciosos amaneceres viviríamos en este lugar único.
Interior de la torre central de la Compañía Asturiana de Minas |
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