Al poco de llegar a Viella, su primer destino profesional
–de eso hace ya muchos años–, cayó enfermo y estuvo una semana tumbado en una
habitación sin muebles. Aquella habitación desnuda sólo tenía una ventana
circular en lo alto. Durante toda la semana nevó, día y noche, sin un momento de
interrupción. Eran copos grandes y mansos, que caían lentísimos, con un tesón
que parecía inagotable. Desde la cama sólo veía, por la ventana circular, la
torre románica de la iglesia y la nieve, siempre blanca, de día y de noche, de día
sobre el fondo gris y de noche sobre el fondo negro, iluminados los gruesos
copos por las farolas de la calle. Sólo en aquellos días –en ningún otro
momento de su vida– sintió detenerse el
tiempo. Antes, en los años de infancia y primera juventud, el tiempo no
existía. Después el tiempo empezaría a ser cada vez más visible, hasta
convertirse en una realidad acuciante. Pero aquellos días transcurrieron al
margen del tiempo. Tenía por delante, pero aplazados por la inmovilidad, una
profesión nueva, un paisaje nuevo –las cumbres pirenaicas frente la llanura
castellana–, unas gentes nuevas que de algún modo le esperaban –frente al
aislamiento de los años de estudio–. Recordar aquellos días sin tiempo le
produce una hiriente nostalgia. Porque la sensación de que el calendario se
había detenido era una ficción absoluta, era igual que ese instante en que el tren
de la montaña rusa parece detenerse sobre el abismo, y sin embargo va emprender
al instante siguiente la más vertiginosa caída.
Torre de la iglesia de san
Miguel, en Viella
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