martes, 5 de junio de 2012

DÍAS SIN TIEMPO


    Al poco de llegar a Viella, su primer destino profesional –de eso hace ya muchos años–, cayó enfermo y estuvo una semana tumbado en una habitación sin muebles. Aquella habitación desnuda sólo tenía una ventana circular en lo alto. Durante toda la semana nevó, día y noche, sin un momento de interrupción. Eran copos grandes y mansos, que caían lentísimos, con un tesón que parecía inagotable. Desde la cama sólo veía, por la ventana circular, la torre románica de la iglesia y la nieve, siempre blanca, de día y de noche, de día sobre el fondo gris y de noche sobre el fondo negro, iluminados los gruesos copos por las farolas de la calle. Sólo en aquellos días –en ningún otro momento de su vida–  sintió detenerse el tiempo. Antes, en los años de infancia y primera juventud, el tiempo no existía. Después el tiempo empezaría a ser cada vez más visible, hasta convertirse en una realidad acuciante. Pero aquellos días transcurrieron al margen del tiempo. Tenía por delante, pero aplazados por la inmovilidad, una profesión nueva, un paisaje nuevo –las cumbres pirenaicas frente la llanura castellana–, unas gentes nuevas que de algún modo le esperaban –frente al aislamiento de los años de estudio–. Recordar aquellos días sin tiempo le produce una hiriente nostalgia. Porque la sensación de que el calendario se había detenido era una ficción absoluta, era igual que ese instante en que el tren de la montaña rusa parece detenerse sobre el abismo, y sin embargo va emprender al instante siguiente la más vertiginosa caída.

Torre de la iglesia de san Miguel, en Viella

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