A cierta altura de la vida se busca en los libros un valor probablemente
ajeno a la literatura: que sean acogedores. Detrás está la misma razón por la
que, a esa altura de la vida, se detiene uno a elegir, entre los varios asientos
posibles de una habitación, el que parezca más cómodo. A cierta altura de la
vida gusta menos la intemperie y más el refugio.
El diario de Julio Ramón Ribeyro es uno de esos libros acogedores. Tenerlo
entre las manos produce la misma alegría contenida, la misma sonrisa
involuntaria con que pasamos de un exterior inhóspito a un interior
confortable. Quizá porque Julio Ramón Ribeyro habla en voz baja, en tono
confidencial, porque su casa tiene sólo tres habitaciones y muchos libros,
porque suena al fondo una música barroca –Vivaldi la mayoría de las veces,
suavemente–, y porque nos asomamos con él al balcón que se abre a la modesta plaçe Falguiére, donde crecen una
débiles acacias y donde tres o cuatro clochards
comparten ceremoniosamente una botella de vino. Pero sobre todo porque Ribeyro
es un hombre solitario, y nos deja compartir su soledad mientras mantenemos la
nuestra, en la sola compañía del diario.
Quizá también porque Ribeyro es un hombre pálido, como nosotros, con
insomnio, como nosotros, que en los paseos de última hora de la tarde acaba
siempre en alguna librería del barrio, como nosotros. Y porque es un hombre de
pesimismo alegre, con una alegría contemplativa, mansa, que envidia la alegría
activa de los otros.
Porque no da gran valor a los pequeños triunfos y sin embargo se
detiene a analizar sus desánimos, los largos días sin escribir una sola línea,
las dificultades para terminar un cuento, los esbozos que no acaban en nada, el
sueño de un libro imaginado y bellísimo que nunca llegará.
También porque leer el diario de Ribeyro es como leer sus cuentos,
porque él mismo parece un personaje más de los que inventa, tierno y ridículo, pasando
frío y hambre porque le han cortado la luz y el gas, embozado en su abrigo por
los pasillos de su propia casa, pero siembre con la música barroca al fondo y
la sonrisa de quien sueña con otra vida, en otra casa, amplia y luminosa,
frente al mar.
Y también porque asistimos, entre tanta desolación, a una lucha
insignificante y magnífica, la de su prosa ceñida y exacta. “Quién, Dios mío,
comprenderá que cada palabra que he escrito he tenido que pensarla
laboriosamente y la he puesto sin dejarme vencer casi nunca por la facilidad.
Cuántas horas de una vida, a cuya seducción he sido tan sensible, he tenido que
sacrificar por alinear una palabra tras otra, sin ninguna esperanza de
recompensa ni de éxito, atento sólo al veredicto de mi propia conciencia, sin
otro premio tal vez que la satisfacción de haber obrado bien. Así, escribir es
un acto profundamente moral, donde estética y ética se confunden”.
Estimado Sr. Antonio Pau:
ResponderEliminarSoy Arturo Pretel Arévalo, alumno de Filosofía de la universidad peruana Antonio Ruiz de Montoya - Jesuitas, tengo una gran curiosidad a raíz de escuchar su conferencia en la Fundación Juan March acerca de Rainer Maria Rilke, un poeta que me apasiona, además de Holderlin. ¿Hay en España las obras completas de Rilke?. Desearía que me diga, si es que no hay, qué ediciones me recomienda. Mi correo es, si tiene la oportunidad de responderme:
arturo.pretel@uarm.pe
Saludos cordiales
Arturo Pretel
P.S. Me parece, al haber leído su artículo, que está en Lima, espero que pueda disfrutar de esta ciudad gris.