Cuando alguien dice que lee poesía, estoy siempre tentado de
hacer la misma pregunta, pero normalmente no me atrevo: ¿dónde y cuándo? Porque se
sabe dónde y cuándo se leen las novelas: en el metro o en el autobús al ir y
volver del trabajo, en la cama antes de coger el sueño, en el sillón más cómodo
de casa, sobre la arena bajo una sombrilla, en la espera de los aeropuertos, en
los bancos de los ambulatorios. Pero en ninguno de esos sitios se han visto
libros de versos. ¿Dónde y cuándo leen poesía los que lo hacen?
Supongo, en primer lugar, que en un lugar silencioso. Porque
la poesía es ante todo música, pero una música tan callada, una melodía tan sutil,
que no se percibe cuando hay voces o ruidos. Los latidos del poema, que tanto
se parecen a los latidos del corazón, sólo se oyen bien en la quietud de noche
o de la madrugada. Leer poesía se parece mucho a tomar el pulso. Los insomnes
son quizá los mejores lectores de poesía.
Pero no basta el silencio o la noche. La poesía no se lee
para matar el tiempo o para evadirse de la rutina. Porque la poesía no mata ni
evade: vivifica y concentra. La poesía no le saca a uno de sí, sino que le mete
más hondo. Cuando lo habitual es que uno quiera escapar de este valle de
lágrimas y trepar por sus laderas para no oír el llanto, el que lee poesía
quiere seguir en el valle y compartir las lágrimas. Quizá, para leer poesía,
haya que estar triste; un poco al menos. Y es muy fácil estar triste. Basta,
por ejemplo, con estar enamorado para estar triste.
Pero no basta tampoco con el silencio, la noche y la
tristeza. Para leer poesía hace falta algo más. Hace falta un amigo. Los
lectores de poesía sólo leen a los amigos. No me refiero sólo a los amigos de
carne y hueso, también a los amigos de papel y tinta. Uno puede ser tan amigo
de Garcilaso como de un compañero de pupitre. Sin amistad no hay lectura
posible de poesía. Porque la poesía es confidencia –confidencia doble, del
poeta al lector y del lector al poeta–, y la confidencia –ya lo decía Laín en
su tratado– es un componente de la amistad. No hay confidencia sin amistad y no
hay amistad sin confidencia. Por eso cuesta tanto leer a un poeta desconocido.
Es verdad que hay también flechazos en la amistad, pero ésta se forma, sobre
todo, con el tiempo y el trato.
Pero tampoco basta con el silencio, la noche, la tristeza y
la amistad. Hace falta otra cosa. Es difícil de precisar. Un impulso súbito nos
lleva al estante donde están los libros de poemas y nos hace coger un volumen,
uno concreto. Necesitamos algo. Estamos solos, es de noche, hay un denso
silencio en todas partes: en la casa, en la calle, en nosotros mismos. Esos
misterios que están en lo más íntimo de nosotros –intimior intimo meo– piden una clave, una consigna, una
iluminación: algo que sólo puede dar la lectura de un poema.
Theodore Butler, Lili leyendo en la casa de Giverny, 1908
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