martes, 28 de febrero de 2012

NÍNFULA

En una larga carrera de escrutador de fachadas, ejercida en ciudades de varios continentes, se acaba encontrando rostros de todas las materias y de todos los tamaños. Hasta ayer mismo estaba convencido de que el menor de esos rostros estaba acuñado en el pomo de hierro de un portal de la ciudad siciliana de Palermo (vía Lungarini, número 21). Pero ayer ha aparecido uno menor, y en una calle de Madrid por la que he pasado infinidad de veces. Es un mínimo bajorrelieve, de apenas dos centímetros, fundido en bronce. Estas obras callejeras de arte le sumen a uno siempre en melancólicas elucubraciones. Son doblemente anónimas, porque no tienen autor conocido, pero tampoco tienen espectador conocido. En unos casos son tan pequeñas que pasan inadvertidas (ya digo: he pasado centenares de veces por delante de este portal), en otros casos están situadas tan en alto, que nadie alza la mirada para contemplarlas. Además son adornos, y los adornos se dan siempre por vistos, como los marcos de los cuadros o las molduras de las puertas. Cumplen su función con solo existir. Si cualquiera de estos bajorrelieves se enmarcara y se expusiera un museo, los visitantes se detendrían asombrados. Pero en el lugar en que están –una puerta, un dintel, una cornisa, o como en este caso, una aldaba–, les basta con cumplir con su deber de presencia. No exigen que, además, se les preste atención.

Este pequeño rostro madrileño no llega a ser de una ninfa. Es demasiado niña. Vladimir Nabokov fue el que inventó la palabra nínfula, en su novela Lolita: “Entre los nueve y catorce años surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana sino de ninfas; propongo llamar nínfulas a estas criaturas escogidas”. En realidad, él escribió nymphet, porque Nobokov escribió la novela en inglés. Cuando él mismo la tradujo al ruso escribió nimfetkiнимфетки—. En la edición francesa se tradujo por nymphette. El traductor español usó el diminutivo latino y escribió nínfula. Nadie recuerda ya el nombre del traductor, pero su neologismo (él no) hizo fortuna.

“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo-li-ta.”

 


sábado, 25 de febrero de 2012

LA MUJER ES SU ROSTRO


Es lo que expresa Picasso a lo largo de estas 66 imágenes de mujeres tan limpiamente alineadas por el Canal en su catacumba de la plaza de Castilla. Porque hay retratos de medio cuerpo y de cuerpo entero, pero sea medio o entero, el dibujo del cuerpo es sólo el soporte del rostro, que es donde el pintor se detiene. A la superficie del rostro quiere sacar la persona entera, y por eso lo intenta una y otra vez, como si le quedara siempre algo por sacar, por decir. Françoise de frente y de perfil, Françoise en trazos finos y en trazos gruesos, Françoise en esquema y en dibujo… Y luego Jacqueline: Jacqueline mirando a la derecha y mirando a la izquierda, Jacqueline en grises y en colores, Jacqueline inclinada, leyendo, y erguida, mirando fijamente al pintor…

Picasso graba con la misma espontaneidad con la que pinta, como si no estuviesen por medio las pesadas piedras litográficas, los buriles, los ácidos, las planchas de zinc y de cobre, las tintas, las lijas, los raspadores, los cepillos, los linóleos, y las gubias. Igual que en el poeta estaban solos su corazón y el mar, en Picasso están solos la planchas y el modelo. Y qué milagro vivo, imperecedero, inmarchitable, el de estos rostros juveniles, tan actuales siempre, como ese bisonte de Altamira que ha bramado con la misma fiereza a lo largo de milenios.

En la catacumba del Canal siente uno la proximidad del agua, de esos millones de litros que en silencio y oscuridad se agolpan junto a estos blancos rostros de papel. El Canal ha liberado una bóveda de ladrillo de los miles de bóvedas que albergan el agua. Y es una lástima que no le haya robado al agua alguna bóveda más, porque no hay mejor sala de exposiciones de Madrid que esta catacumba. Merecería la pena pasar un poco de sed.

Manuel Alcorlo estaba también allí, repasando minuciosamente un grabado tras otro. Tocaba las láminas como si fueran suyas, gritaba de entusiasmo, señalaba, girando el dedo índice, los rincones donde veía los mejores aciertos. Me ha dicho que su obra preferida, entre todas las expuestas, es esta de la izquierda. Pero si las vigilantas uniformadas que toleraban a Alcorlo los gritos y toqueteos me hubieran dejado llevarme una, habría sido esta otra, de la derecha. 



jueves, 23 de febrero de 2012

LA PALOMA


Esta pequeña paloma me viene acompañando desde hace años, enmarcada e inmóvil sobre la pared, con ese vuelo sereno en que parece ir recogiendo en su plumaje todo lo que sobrevuela. Ahora, al mirar el reverso del aguafuerte, he visto que el título no es la huída de las imágenes, como creía, sino el vuelo de las imágenes. La semejanza de las palabras alemanas Flucht y Flug es lo que me ha confundido. La autora, Diana Stoilova, es una pintora búlgara que vive en Viena, donde da clase de grabado.

Huyan o vuelen, las imágenes se van, arrastradas por la paloma. Y es buena cosa que las imágenes, al menos de cuando en cuando, se vayan. Hace unas décadas –no muchas–, el hombre sólo veía lo que estaba a su alrededor: esa limitada porción de mundo que podía abarcar con la mirada. Salía al campo y veía el paisaje. Salía a la ciudad y veía el barrio. En poco tiempo las cosas han cambiado: las imágenes que le llegan al hombre a lo largo del día –por televisión, por internet, por los periódicos– han superado infinitamente la visión real del entorno –o la visión del entorno real–. Junto a las escenas tranquilas, casi inmóviles, que vemos a través de las ventanas, una multitud de imágenes remotas llega a nosotros en tropel, atropellándose, superponiéndose, y es una multitud que llega avasallando, arrasando la intimidad. Y lo curioso es que apenas nos damos cuenta, tan acostumbrados como estamos.

Cuantas veces, al volver de un largo día de campo, tenemos la plácida sensación de no haber visto más que lo que hemos visto, es decir, lo que hemos tenido ante los ojos. Unas montañas, un camino, un río, unos árboles, unas rocas, un trozo de cielo azul. Volvemos con la cabeza serena y limpia. La vorágine de imágenes lejanas que día tras día nos arrolla –desde una estampida de bisontes en el Serengueti hasta los frentes de Somalia o los monzones de China–, este día al menos no nos ha alcanzado.  

Esta pequeña paloma parda es también, con su vuelo sosegado y su carga de imágenes, un símbolo de paz, de paz interior.

       Diana Stoilova, Der Flug der Bilder

martes, 21 de febrero de 2012

UN SIGLO DE ELEGANCIA

El 23 de mayo de 1912 apareció en todos los escaparates de las librerías alemanas el primer volumen de la colección más elegante de cuantas se han ideado desde la invención de la imprenta. Uno de estos días va a salir el número 1.350. En la fecha exacta en que la colección cumpla un siglo saldrá a la venta una nueva edición, ahora con ilustraciones, del que fue el primer volumen: La canción de amor y muerte del Alférez Christoph Rilke. La Insel-Bücherei, o Biblioteca Insel, no ha olvidado la literatura española. El segundo volumen, también del año 1912, fue La Gitanilla, de Cervantes. Y a lo largo de estos cien años se han publicado en la colección varios libros españoles, clásicos y modernos.

La alegre estampación de la portada y la contraportada, y la sencilla etiqueta blanca –con algo de la ingenuidad de un cuaderno escolar– han sido los principales elementos de una sobriedad que se ha mantenido sin alteración a lo largo del tiempo. También la cuidada tipografía y la invariable encuadernación de hilo, la tapa dura y el formato en octavo.      
      
El Alférez rilkeano, que en el relato juvenil cabalga con el estandarte entre sus brazos en cabeza del pelotón, ha llevado siempre el estandarte de la Biblioteca Insel. En sus cincuenta y cuatro ediciones, el Alférez lleva varios millones de ejemplares vendidos.

      La historia de la colección ha sufrido las mismas vicisitudes que la convulsa historia de Alemania. En la primera guerra mundial padeció la inflación monetaria –de costar un marco cada ejemplar pasó a costar un millón y medio–, pero no se interrumpió la sucesión de títulos ni las ventas. Más difícil fue atravesar la segunda guerra. En mayo de 1933 llegó a la editorial la Lista Negra con los ciento treinta y cinco autores prohibidos. Entre ellos estaba Stefan Zweig, que con el editor Kippenberg había ideado la colección. Los volúmenes indeseables tuvieron que suprimirse incluso del catálogo. Muchos ejemplares de la Biblioteca Insel ardieron en aquella pira que elevó sus llamas azuladas en la berlinesa plaza de la Ópera el 10 de mayo de 1933. Diez años más tarde, en la noche del 3 al 4 de diciembre de 1943, bombas incendiarias aliadas arrasaron la editorial y sus almacenes.

    El nazismo impuso a las editoriales la letra gótica, que se consideró la genuinamente alemana, y la Biblioteca Insel tuvo que someterse a la consigna. Rumores no confirmados de que la escritura gótica procedía de viejos manuscritos judíos bastaron para que Hitler prohibiera el gótico en enero de 1941. Y las editoriales volvieron unánimemente –Insel entre ellas– a la tipografía latina.

      Con la división de Alemania, la Biblioteca Insel se dividió también, y siguió publicándose en Leipzig y en Frankfurt. Mientras los volúmenes de Leipzig se inclinaban a los autores afines al realismo soviético, los volúmenes de Frankfurt trataron de desagraviar a los perseguidos durante el nazismo y a los cultivadores del “arte degenerado”. Con la reunificación, la Biblioteca Insel se ha reunificado también.
 
    Los pequeños volúmenes de Insel tienen coleccionistas apasionados, que se reúnen en congresos, y tienen también imitadores. Doce editoriales europeas copian descaradamente la elegante composición de la serie, y otras simplemente se inspiran en ella –entre ellas, más de una española–. Kippenberg persiguió a algunos imitadores. Pero, muerto el fundador, la editorial Insel ha tolerado las imitaciones. Al fin y al cabo es una prueba del éxito. 

El Lazarillo de Tormes, nº 706
Herman Bang, Ihre Hoheit, nº 1.344


 

sábado, 18 de febrero de 2012

LUCES


No sé de dónde procede el encanto de las luces, siempre imprecisas y muchas veces temblorosas, que alumbran los interiores de las casas. Quizá imaginamos el plácido refugio de los que viven dentro cuando nosotros les miramos desde la intemperie. Quizá nosotros, paseantes solitarios, echamos de menos esa tibia vecindad de los cuerpos que empaña las ventanas. Quizá porque, iluminados con esa luz interior, los edificios empiezan a albergar una vida visible, y antes, cuando estaban a la luz del día, eran sólo impenetrables moles de hormigón. Quizá porque las habitaciones encendidas son la mejor metáfora de la intimidad.

Un paseo, de noche, por una ciudad del norte de Europa –Brujas, Amsterdam, Lübeck, cualquier otra– es como adentrarse en el misterio de una ciudad escondida. Grandes ventanales, adornados en lo alto con mínimos visillos de encaje, enmarcan las escenas domésticas más variadas, una mujer que lee junto a una lámpara, unos niños que juegan, una familia reunida que cena entorno a una gran mesa, un hombre que habla por teléfono –y casi podemos adivinar sus palabras–. Sobre la acera sopla un viento frío, y dentro la vida discurre lentamente.

Un grabador con nombre de general sitiado, José Moscardó, ha hecho dos bellísimas serigrafías que retratan la intimidad de dos ciudades muy poco íntimas: Madrid y Barcelona. Era invierno, dos inviernos que distaban entre sí más de una década, eran dos escaparates –uno en Madrid y otro en Barcelona–, y allí estaban, sobre un caballete, cada una de las serigrafías. Los transeúntes andaban –andábamos– embozados en bufandas, ateridos de frío, y la luz interior de la galería y la luz interior de los edificios pintados era como una doble llamada de humanidad, de fraternidad.

Como en el poema de Rosales,

al mirar hacia arriba,
vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares,
las ventanas,
–sí, todas las ventanas–,
Gracias, Señor, la casa está encendida.


jueves, 16 de febrero de 2012

UNA TARDE DE OTOÑO


            Las escenas menores suelen tener mayor encanto que los grandes sucesos. No sé si los encuentros pertenecen a ese género de las escenas menores. Gabriel Marcel hizo toda una filosofía del encuentro, al que dio una importancia decisiva en la vida del hombre. El encuentro al que quiero referirme se produjo una tarde de otoño del año 1925. El escenario es París, y en concreto la casa de Jean Cassou, hispanista, poeta y traductor. No sabemos el día, pero sí la hora: las cuatro de la tarde. También sabemos que era un día apacible, quizá soleado, porque los visitantes de Cassou se fueron luego a dar un paseo por la orilla del Sena. Quienes esa tarde se encuentran en casa de Jean Cassou, y no por casualidad, sino porque han sido citados para el encuentro, son Miguel de Unamuno y Rainer María Rilke. Inmediatamente se entabla entre ellos una corriente de cercanía, de afinidad. ¿Por qué no pudo entenderse Rilke con otros españoles –Zuloaga, Albéniz…– y sin embargo se sintió atraído por la recia personalidad de Unamuno, y éste a su vez porque el trato delicado, casi femenino, del poeta austrohúngaro? En primer lugar porque ambos son, ante todo, poetas, y poetas pensadores. En segundo lugar porque ambos están pendientes del reverso de las cosas, del mundo invisible. Hay una idea que Cassou consideraba el punto de confluencia entre Unamuno y Rilke: la agonía, en su doble sentido de lucha y de muerte.

    Rilke le ha llevado a Unamuno una antología de sus poemas que ha compendiado Katharina Kippenberg, la mujer de su editor. Y en la primera página en blanco de ese ejemplar, Rilke ha escrito a lápiz unos versos de Hölderlin como dedicatoria:

     Nicht in der Blüt' und Purpurtraub' ist heilige Kraft allein― es nährt das Leben vom Leide sich (Hölderlin, Empedokles).

         No sólo está la fuerza sagrada en la flor y en la uva púrpura; la vida se nutre de sufrimiento.

         Y a continuación ha escrito, escuetamente, "para Don Miguel de Unamuno".

      Este libro está hoy en la casa museo de Unamuno, en Salamanca. Probablemente sean las únicas líneas manuscritas de Rilke que haya en España. Aquí abajo están. Es la primera vez que se reproducen.

 
 

martes, 14 de febrero de 2012

CON LA PUNTA TOCA LA PURA MIEL

         Había el domingo en la cuesta de Moyano, entre otros libros de tapas igualmente desvaídas, uno de ejercicios de lectura para niños editado en 1923. Sin necesidad de pasar de la rápida ojeada de unos pocos párrafos, allí mismo, de pie, frente a la caseta, bajo la inclemencia de esta segunda oleada de frío siberiano, quedaba uno fascinado por el lenguaje de aquel libro. Este manual de lectura está escrito todo él con frases complejas –yuxtapuestas, adversativas, conjuntivas, ilativas-, correctamente formadas, pero cuya sucesión tiene ningún sentido, y esa mezcla de perfección e inanidad les da un raro atractivo. No puede decirse que sean frases absurdas, pero parece que están colocadas por el azar, o por alguien que hubiera sufrido un fuerte golpe en el cráneo o una insidiosa enfermedad mental que sólo le hubiera dejado la sintaxis, y le hubiera le arrebatado la lógica. Copio algunas: “Si yo te dijera lo que pienso, tú me dirías lo que sientes, y acaso otro nos dijese sus intenciones, pero ninguno nos narraría sus sueños. Si tú anduvieras más atento, yo andaría más solícito, para que otros anduviesen detrás de nosotros. Si yo era inocente, tú fuiste siempre gruesa, aquella fue bizca, y nosotras fuimos adustas. Si yo tuviera un pájaro y tú tuvieras jaula, tendríamos lo que no tenemos, pero acaso no poseyéramos las cosas que nos hubiera gustado disfrutar. Jubiló el Gobierno a Juan, yo jubilo a Pedro, y ambos están llenos de júbilo. Nadie numeró un número tan grande hojas como el que yo numero; y no es que yo limite tu derecho a numerarlas, como limité a Juan el que tiene a pasearse; pero también para ti tienen las cosas un límite”. Todo el libro es así. 

          Cinco años más tarde de publicarse ese libro, en 1928, un poeta empezó a escribir otro libro con estas frases: “El que un  hombre esté triste como yo no es razón para que me eche en cara la forma de mi sombrero. Te lo brindaría al sol, tendido, si te gustase. Pero me gustan tus ojos, me gustas tú y no es porque me engañes, sino porque la campiña ha perdido todos sus accesorios. Aquí en la capital es donde mejor se adivina. Tú eres hermosa como la hoja de un almanaque. Sólo tú, la de siempre, sacas la lengua porque has comprendido que le va muy bien al crepúsculo. Con la punta toca la pura miel que él te sirve y encuentran muy endebles todas mis objeciones”. Etcétera. La vida es tan injusta, que al autor del primer libro no le recuerda nadie, y al autor del segundo le dieron el premio Nobel. 

Cuesta de Moyano, 12 de febrero de 1012
        

sábado, 11 de febrero de 2012

MADRID DEL ARTE NUEVO

      No es la época de mi generación, pero casi la hemos tocado con esa punta de los dedos que tiene la memoria. Nos ha llegado por la sangre –eran los tiempos de infancia y primera juventud de nuestros padres– y también por la imagen, porque era el fondo de las películas americanas en blanco y negro. (Si las llamara lágrimas nadie me entendería). Pero no, no se trata de lágrimas, sino de otra cosa, difícil de expresar: una especie de ingenuidad feliz en un ambiente de muebles de raíz y níquel. Ahora Fernando Castillo le ha dedicado un libro, Madrid y el Arte Nuevo, un libro que reúne todo lo de una década –la que va de 1925 a 1936–: historia, arte, literatura, sociedad, política, arquitectura, por supuesto, y también un poco de nostalgia. Que el libro esté atravesado por la nostalgia es prueba de lo que digo: no hemos llegado a vivirlo, pero casi. Sólo se puede tener nostalgia de lo que se ha vivido.

       El rigor geométrico del racionalismo arquitectónico llegó a la vez que las curvas elegantes del art decó. El racionalismo en los edificios y el art decó en los muebles. Cuando llegamos nosotros ya no estaban los muebles, pero seguían –y no todas– las fachadas. Cuántas largas tardes hemos pasado –programa doble y sesión continua– en el cine Barceló, en el cine Proyecciones, en el cine Europa, en el cine Tetuán, en el cine Fígaro, en el cine Salamanca. Cafeterías hemos llegado a conocer alguna, y aún conservaban algo del mobiliario de la época, pero ya han cerrado todas.

       De aquel Madrid ilusionado que alcanzaba, de uno en uno, el millón de habitantes, hemos pasado a este otro que en oleadas tristes va alcanzando los cuatro millones. Aunque la arquitectura de aquella época ha ido cayendo –la paz fue más destructiva que la guerra–, siguen quedando algunos buenos testimonios: los chalés del Viso con sus salientes semicirculares que imitan las torres de mando de los buques, el edificio Capitol –restaurado con cuidado y acierto en estos últimos meses–, y sobre todo el Viaducto. Cuando el tiempo, que todo destruye –como dice el tango–, haya arrasado todo lo demás, quedará el Viaducto, que es ya la osamenta de un mamut prehistórico que bajaba a beber en las aguas del Manzanares.

       El libro tiene muy bellas ilustraciones de Damián Flores. Pero uno quiere aportar su pequeño homenaje a aquel Madrid del Arte Nuevo y a este libro que lo rescata con una viñeta de cosecha propia:

jueves, 9 de febrero de 2012

RIZAL VUELVE A MADRID

    (Diálogo en el velador:

      -Pero no habíamos quedado que los jueves...
     -No, no, mantengo mi palabra, los jueves nunca. Aunque la verdad es que no he dicho rotundamente, inapelablemente, que nunca jamás. Quizá alguna vez haya que mandar algún aviso al lector, y entonces...)

    Dentro de pocos días, el domingo próximo, se clausurará la exposición sobre Rizal que ha organizado la Biblioteca Nacional a lo largo de un sinuoso laberinto de paneles azules montado en la llamada, pomposamente, Sala Hipóstila. Es difícil acertar en las exposiciones dedicadas en un escritor, y en este caso la BN no ha acertado: todo son cositas minúsculas. Se echa de menos que la BN no distribuya lupas en la entrada. Hay que andar esquivando los reflejos que lanzan los cristales de las vitrinas. Cuando se trata de un escritor no queda más solución que colocar grandes paneles con textos y portadas, ampliar manuscritos y fotografías, y poner algo del arte que concuerde con la sensibilidad del autor, o al menos de su época o de sus gustos. En esta exposición falta todo eso.

    También falta su relación con España. Parece una exposición pensada para finlandeses. Rizal estudió medicina y filosofía y letras en Madrid. En la facultad de filosofía coincidió con Unamuno. Se hicieron amigos. ¿Por qué calles del Madrid de la Restauración paseó Rizal, en qué aulas se sentó a oír a los maestros, qué poemas escribió en sus años de estudiante madrileño? ¿Cuánto influyeron en él –si influyeron- las enseñanzas de Menéndez Pelayo y de Castelar, qué relación tuvo con sus compañeros de curso?  En esos años vivió una crisis existencial y literaria que se revela en los últimos versos de un poema escrito en Madrid,

Porque en medio del desierto
donde discurro sin calma
siento que agoniza el alma
y mi numen está muerto

y el rastro de esa lucha interior está ausente en esta rememoración de Rizal.

      No hay desagravio posible de esa escena en que un pelotón de soldados españoles fusila a José Rizal, un poeta de treinta y cinco años y cuerpo menudo, un romántico tardío en su obra y su vida –quiso morir con levita y con el sombrero puesto-, al que sus ejecutores colocaron de espaldas para mayor escarnio. Pero al menos podría haberse aprovechado esta ocasión para escribir definitivamente un capítulo que falta en las historias de la literatura española: la de los novelistas y poetas filipinos que escribieron en español, un capítulo heroico –que dura hasta nuestros días- que sólo puede estar encabezado por Rizal, aunque sus personajes sean muchos.

    Rizal fue independentista, pero no renegó de la cultura colonizadora. “Cuando desaparezca la bandera española, quedará el recuerdo de España, eterno, imperecedero”, escribió con apasionamiento romántico. Él mismo, que tradujo a Schiller y a Andersen al tagalo, quiso hacer su obra en español.

    El símbolo de esta exposición debía haber sido la foto del fusilamiento –que se conserva en el museo del Ejército, ahora en Toledo-y, en torno a ella, las portadas de los libros españoles de Rizal. 

Rizal en su monumento madrileño de la calle Islas Filipinas, bajo la ola de frío siberiano. Fotografía de ayer.
             

miércoles, 8 de febrero de 2012

LAS OTRAS CONMEMORACIONES


    Están más arraigadas las conmemoraciones temporales que las espaciales. Las cifras redondas causan una fascinación tan generalizada como artificial. ¿Es que al cumplirse un centenario empiezan a vibrar en lo más íntimo de nosotros unas irresistibles campanitas de entusiasmo? Resulta que en el nonagésimo noveno aniversario no sentimos absolutamente nada, y al año siguiente la exaltación nos embarga.

    Hay otras conmemoraciones más razonables: volver al lugar. No se trata, como en las conmemoraciones temporales, de esperar a que vuelvan los años con su rotunda carga de ceros –o lo que es más cómico, con su renqueante carga de cifras variadas, como en los pintorescos sesquicentenarios–, sino de revivir los mismos pasos, la misma luz, el mismo ambiente que alguien vivió. Volver. No dejar que sea el tiempo el que vuelva, sino volver nosotros: retornar, rehacer, revivir. Allí está –porque estuvo– el suceso o el hombre rememorado. “El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado”, escribió César Vallejo. Sí, volvamos: el hombre sigue allí.

    Se cumple este año el centenario del viaje de Rilke a España. Para conmemorar al poeta, madruguemos, tomemos un café a pequeños sorbos bajo la cúpula acristalada del Palace, recorramos morosamente el paseo del Prado disfrutando de la luz que se cuela entre los árboles, sonriendo a los pájaros, entremos en museo y detengámonos –sin prisa– ante los cuadros de El Greco. Si llevamos las palabras que Rilke escribió apresuradamente ante ellos, en el cuaderno que siempre llevaba consigo, la rememoración será completa.

  

domingo, 5 de febrero de 2012

LOS MUNDOS EVOCADOS DE A.A.


       Alfonso Ayuso fue discípulo en la Escuela Superior de Artes Gráficas de Madrid de los dos grandes maestros de grabado del siglo XX: Castro-Gil y Sánchez Toda. No han sido los más geniales grabadores del siglo, pero sí quienes más y mejor enseñaron grabar a los jóvenes. El hambre de la posguerra obligó a Alfonso Ayuso a buscar trabajo cuando aún no había salido de la adolescencia. Lo encontró en el taller tipográfico de Richard Gans. Todas las madrugadas bajaba desde Tetuán por el camino de Aceiteros –que luego sería la calle de San Francisco de Sales–, entre cascotes y desmontes, hasta Moncloa y Princesa. Con lo poco que se había edificado en ese arrabal de Madrid y lo mucho que se había derruido, el único edificio que encontraba en pie a lo largo del trayecto era el convento de las Salesas. En el taller de Gans se venían fundiendo, desde finales del XIX, los tipos más hermosos y limpios de la imprenta española. Además de fundición tipográfica, el taller tenía imprenta. Alfonso Ayuso trabajó en la fundición y en la imprenta, pero como anarquista que fue desde la infancia –o antes quizá, porque lo traía de herencia–, necesitó saltar la frontera para respirar a su gusto. Después de infinitos trabajos menores, acabó siendo director del taller de grabado de la fundición tipográfica Caslon de París.

    En estos últimos tiempos venía todos los principios de año a Madrid. Se había comprado una modestísima vivienda de techos bajos y paredes encaladas en una de las corralas que aún quedan en Tetuán. Todo había cambiado –en él, más sereno, y en España, más libre–, y ahora era aquí donde respiraba a su gusto. Cada año repetíamos la misma breve ceremonia: yo compraba unos pasteles y preparaba un café muy cargado, y él venía a contarme sus viejos recuerdos madrileños y su vida retirada en Boissy-Saint-Léger.

    Pero Alfonso Ayuso ha perdido la memoria, y no graba más. Este año no ha vuelto a Madrid. Su mujer le lleva a exposiciones de grabado, trae amigos grabadores a casa, le empuja algunas tardes, con alguna excusa, al taller, y le deja solo. Pero Alfonso Ayuso no ha vuelto a grabar. Se queda mirando los pomos renegridos de los buriles, y las planchas lisas, pulidas, quietas bajo la luz plomiza de Île-de-France, pero con los brazos caídos y la mirada baja.

    Y precisamente eso que Lou no entiende, que Alfonso no pueda grabar por haber perdido la memoria, es lo que me ha hecho entender su grabado. Alfonso Ayuso es un miniaturista del grabado, pero en cada plancha, por pequeña que sea, hay siempre dos mundos. Uno real, visible, tangible, y otro evocado. A veces ese mundo remoto está escondido. Pero está. Siempre. Él también es así, porque detrás de su vida ordenada acaba surgiendo el anarquista tierno, ese que de cuando en cuando hace que de sus ojos azules brote alguna lágrima viril y furtiva. Alfonso Ayuso ha perdido el poder de evocación.