Al leer, uno de estos días, una viñeta de
Forges –alguien le decía a Dios Padre “si existes, baja y haz justicia”, y Dios
Padre, barbado y desde un trono entre nubes, contestaba “jo, qué pereza”– me he
acordado de un gran Cristo románico que hay en una iglesia de la ciudad alemana
de Münster. Una de tantas bombas que cayeron sobre la ciudad le arrancó los
brazos. Al acabar la guerra podían haber recompuesto los brazos, pero optaron
por dejarlo tal como quedó en esa mañana trágica. La imagen resulta de un
extraño patetismo. Ahora está en un rincón, junto a la entrada. Suele haber
gente en los tres o cuatro reclinatorios que hay delante. Es llamativo que
siendo una imagen tullida, amputada, maltrecha, resulte la más acogedora. Podía
suscitar el mismo reproche que los soldados le hicieron a Cristo en el Gólgota
—¿cómo pretendes salvar a otros si no has
podido salvarte tú?—, y sin embargo, no, lo que se piensa es que entiende
mejor que nadie los sufrimientos de los hombres. Supongo que los cientos de
mutilados que quedaron en Münster tras la mañana del 30
de septiembre de 1944 le verían como uno más, y vendrían a compartir con él, probablemente
sin palabras, los mismos dolores.
Sobre
el Cristo amputado de Münster han puesto una frase: Ich habe keine anderen Hände, als die Euren. “No tengo otras manos
que las vuestras”.
Caserío medieval de Münster antes del bombardeo
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