Ya no son tiempos de avergonzarse
de los burros. Quedan pocos, han perdido el trabajo, no tienen sentido en una
sociedad mecanizada. Se extinguen. Antes, cuando eran varios millones, cuando
cada labrador tenía el suyo, los hombres sentían vergüenza ajena: movían
tontamente las orejas puntiagudas, eran tercos, sus rebuznos eran desafinados e
intempestivos, se paraban de pronto, sin motivo, y sólo a golpes reanudaban la
marcha. Ahora quedan pocos. En algunos pueblos se hacen subastas anuales, pero
muchas veces quedan desiertas. No hay nada más triste que un burro desairado. Pero,
¿para qué vale hoy un burro?
Otra prueba de la vergüenza que
los hombres han sentido hacia los burros la dan los traductores. Uno de los más
bellos poemas de Francis Jammes es la Prière
pour aller au paradis avec les ânes. Se ha traducido varias veces, y los
traductores han eludido pudorosamente hablar de los burros. Oración para ir al cielo con los borricos /
con los asnos / con los jumentos… Al margen de ese poema, que fue decisivo
para la existencia de Platero y yo,
Juan Ramón Jiménez escribió: “bellísimo”. Se puede ver en el libro que
perteneció al poeta y que ahora está en su casa-museo. A Platero no dudó en llamarle, cada vez que hacía falta, burro.
Una vez que comíamos –en un
restaurante que se llamaba, por cierto, Paraíso–
el editor Manuel Borrás, el poeta José Antonio Muñoz Rojas y yo, Borrás comparó
la belleza de Platero y yo con la de Las cosas del campo. Y José Antonio me
dijo entonces por lo bajo: “…pero lo mío sin burro”. Entendí lo que quería
decir: que sus estampas de Las cosas del
campo se sostenían por sí mismas, sin la ilación que facilitaban las
andanzas de Platero.
Pero esa frasecilla dicha por lo
bajo se puede generalizar. Ya no hay burros en la poesía. No hay apenas versos
bucólicos y sentimentales. Eso no es bueno ni malo. Es lo que es. Cada época
tiene sus preferencias.
Ya he dicho que la Oración para ir al cielo con los burros se
ha traducido varias veces. Traducir –se ha escrito alguna vez– es coger una
partitura e interpretarla con el instrumento de cada traductor. Hay quien tiene
un stradivarius y quien tiene un caramillo. La partitura siempre es la misma, pero
el sonido cambia. Lo que yo toco quizá sea el caramillo. Pero es un instrumento
pastoril e ingenuo que no le va mal a la oración de Francis Jammes. Soplando en
él sonaría así:
Cuando haya que ir a Ti, Dios mío, a
ver si haces
que sea un día en que el campo esté
de fiesta
y brille el polvo. Quisiera, igual
que he hecho aquí abajo,
elegir el camino –el que a mí más me
guste– para ir
al Paraíso, donde alumbran, a plena
luz, las estrellas.
Cogeré mi bastón y por el gran
sendero
caminaré y les diré a los burros,
mis amigos:
Soy Francis Jammes y voy al Paraíso,
porque no hay infierno en el reino
de Dios.
Y les diré: Venid, dulces amigos de
los cielos azules,
pobres bestias queridas que de un
brusco movimiento de orejas
espantáis a las moscas, los golpes,
las abejas…
Que aparezca ante Ti en medio de los
burros,
a los que amo tanto porque tan
dulcemente
bajan la cabeza, y al pararse juntan
sus patitas
de un modo tan dulce que Te apiadas
de ellos.
Llegaré rodeado de millares de
orejas,
seguido de los burros que cargan con
cestos a los lados,
y de esos otros que tiran de los
coches del circo,
coches adornados con plumas y
hojalata,
y de esos que llevan bidones
abollados al lomo,
de las burras hinchadas como ostras,
con sus pasos quebrados,
y de esos otros que llevan pequeños
pantalones
a causa de sus llagas supurantes y azules
que han abierto
las moscas pertinaces que están
siempre acechando.
Haz, Dios mío, que llegue a Ti con los
burros.
Que en medio de tu paz los ángeles
nos lleven
hacia arroyos frondosos donde
tiemblan cerezas
tersas como la carne risueña de las
niñas,
y que una vez allí, donde habitan
las almas,
cuando incline mi cuerpo a las aguas
divinas, sea como los burros,
que verán reflejada toda su pobreza,
tan dulce
y tan humilde, en la pureza del amor
eterno.
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