jueves, 21 de junio de 2012

NADA


    Para poder contar algo a quien se acerque a estas páginas, salí ayer dispuesto a dar un largo paseo. Algo extraordinario vería, por pequeño que fuese, algún suceso menor de la monótona vida urbana –como el que vi el otro día y no conté aquí: tres empleados municipales, vestidos como astronautas y subidos a una escalera, trataban de hacerse con un enjambre de abejas que se había posado en un arbolillo de la calle de Preciados–, pero no, no vi nada. La vida discurría con normalidad. Transeúntes y coches se cruzaban al ritmo de los semáforos, y en las calles más concurridas las voces formaban un coro de murmullos que de vez en cuando ensombrecía el rugido de una moto o los pitazos inquietos de los conductores. Estos días últimos de primavera han resultado los mejores para pasear, y había una cierta jovialidad en el ambiente. Muchos adolescentes, para los que estos calores de mayo y junio serán los primeros que les saquen de la niñez y les abran los ojos al mundo de los mayores, andaban por la calle gesticulando entre ellos, dando saltos ligeros y alegres, como las crisálidas cuando se desentumecen y emprenden sus primeros vuelos. Pero todo era normal, como si cada cual tocase disciplinadamente su pequeño instrumento en una gran partitura sin estridencias ni disonancias. Volví a casa decepcionado. No tenía nada que contar.

    Un verano de nuestros años colegiales, un compañero y yo decidimos contrastar nuestras experiencias de una misma tarde, cada uno por su lado. Salimos por Madrid con nuestras rudimentarias máquinas fotográficas para apresar las vivencias respectivas y comparar luego gráficamente lo vivido. No recuerdo las fotos de mi amigo, pero sí las mías: un reloj de sol que habían colocado sobre un pedestal de piedra en el paseo de Recoletos, y la estatua de Valle-Inclán que creo que sigue estando en el mismo sitio. Dos fotografías sin ningún interés. Lo que habría sido más interesante, las escenas vivas de la gente que paseaba por la calle, las colas delante de los cines, las carteleras de las películas de entonces, las infinitas menudencias de la vida cotidiana de hace varias décadas, todo eso nos pareció que no era nada, que era la normalidad más inexpresiva y banal.

    Comparando el paseo de ayer con el de entonces, se ve que la cosa no tiene arreglo. La maravilla que es un día –cada día, sin excepción– de vida corriente, sin relieve propio, resulta invisible. No es nada, una nada inaprensible e inenarrable. Sólo puedo dejar constancia de una sospecha: en esa nada está lo mejor de nuestras vidas, porque es el existir en estado puro, el simple y elemental milagro de existir. Pero no puede contarse. O al menos yo no sé. Hoy, amigo lector, sólo puedo dejar esta página, casi en blanco. 

El enjambre

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