Para poder contar algo a quien se acerque a estas páginas,
salí ayer dispuesto a dar un largo paseo. Algo extraordinario vería, por
pequeño que fuese, algún suceso menor de la monótona vida urbana –como el que
vi el otro día y no conté aquí: tres empleados municipales, vestidos como
astronautas y subidos a una escalera, trataban de hacerse con un enjambre de
abejas que se había posado en un arbolillo de la calle de Preciados–, pero no,
no vi nada. La vida discurría con normalidad. Transeúntes y coches se cruzaban
al ritmo de los semáforos, y en las calles más concurridas las voces formaban
un coro de murmullos que de vez en cuando ensombrecía el rugido de una moto o los
pitazos inquietos de los conductores. Estos días últimos de primavera han
resultado los mejores para pasear, y había una cierta jovialidad en el
ambiente. Muchos adolescentes, para los que estos calores de mayo y junio serán
los primeros que les saquen de la niñez y les abran los ojos al mundo de los
mayores, andaban por la calle gesticulando entre ellos, dando saltos ligeros y alegres,
como las crisálidas cuando se desentumecen y emprenden sus primeros vuelos. Pero
todo era normal, como si cada cual tocase disciplinadamente su pequeño
instrumento en una gran partitura sin estridencias ni disonancias. Volví a casa
decepcionado. No tenía nada que contar.
Un verano de nuestros años colegiales, un compañero y yo decidimos
contrastar nuestras experiencias de una misma tarde, cada uno por su lado. Salimos
por Madrid con nuestras rudimentarias máquinas fotográficas para apresar las
vivencias respectivas y comparar luego gráficamente lo vivido. No recuerdo las
fotos de mi amigo, pero sí las mías: un reloj de sol que habían colocado sobre
un pedestal de piedra en el paseo de Recoletos, y la estatua de Valle-Inclán
que creo que sigue estando en el mismo sitio. Dos fotografías sin ningún
interés. Lo que habría sido más interesante, las escenas vivas de la gente que
paseaba por la calle, las colas delante de los cines, las carteleras de las
películas de entonces, las infinitas menudencias de la vida cotidiana de hace
varias décadas, todo eso nos pareció que no era nada, que era la normalidad más
inexpresiva y banal.
Comparando el paseo de ayer con el de entonces, se ve que la
cosa no tiene arreglo. La maravilla que es un día –cada día, sin excepción– de
vida corriente, sin relieve propio, resulta invisible. No es nada, una nada
inaprensible e inenarrable. Sólo puedo dejar constancia de una sospecha: en esa
nada está lo mejor de nuestras vidas, porque es el existir en estado puro, el
simple y elemental milagro de existir. Pero no puede contarse. O al menos yo no
sé. Hoy, amigo lector, sólo puedo dejar esta página, casi en blanco.
El enjambre
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