sábado, 30 de junio de 2012

UN RUMOR DE PALABRAS


     En un rincón de su ingente obra, no sólo jurídica, sino también literaria, ha dejado una definición original del derecho: un rumor de palabras. Es un gran jurista, quizá el que más impronta ha dejado en la legislación a lo largo del último medio siglo. Ahora, inclinado por el peso de la edad, trata de mantenerse erguido con la ayuda de un bastón, pero no pierde la sonrisa bondadosa de siempre. Ha sido un gran montañero, en sus años juveniles por los Picos de Europa y en su madurez por las cumbres de Gredos. Le apasionan los testimonios de esos hombres que en el silencio de las alturas escalan, al límite del esfuerzo, las más altas montañas del mundo.

     Un rumor de palabras. El alpinista tiene picos, amarres, sogas, pero el jurista sólo tiene palabras: las de la ley, las del juez, las del documento, las del alegato forense. La justicia es una cumbre que sólo se escala con palabras.

     El gran jurista ha escalado la cumbre de la justicia y muchas cumbres de las cordilleras españolas. En la soledad de las alturas es donde ha sentido en plenitud la grandeza del espíritu. Tiene predilección por los versos que Unamuno dirigía a Gredos,

Que es en tu cima donde al fin me encuentro,
aquí siento palpitar mi alma,
aquí, me siento,

porque ha sido en las paredes verticales de Gredos, sujeto el arnés con cuerdas a otros hombres que le precedían y seguían, donde ha sentido, en instantes fugaces, la esencia de la vida, que es a la vez soledad y compañía, reflexión y diálogo.

     En Gredos se celebraron también, en años en que el pensamiento español era más cerrado y oscuro, las luminosas conversaciones que organizaba don Alfonso Querejazu, diplomático y sacerdote. Quienes participaban en aquellos coloquios, que se desarrollaban libremente entre el blanco de la nieve y el amarillo de los piornos, han muerto casi todos: el primero en morir fue don Alfonso; el último José Antonio Muñoz Rojas. El gran jurista es el único superviviente.  Podría contar mucho de la historia de España, pero probablemente no lo haga ya. La revolución de Asturias de 1934 le dejó una gran cicatriz que arrastra desde la adolescencia. Es el primer capítulo de una larga serie en que ha sido protagonista de excepción.

     Todos los lunes, para entrar en el salón de Plenos, los académicos van andando, uno tras otro, en fila, a lo largo de un pasillo estrecho. El lunes pasado,  al verle delante, en ese desfile parsimonioso por el pasillo, tratando esforzadamente de mantener la verticalidad, me acordé del verso de Unamuno

Que es en tu cima donde al fin me encuentro,

porque también allí, en aquel pasillo angosto, le vía en la cima, en la cumbre de una vida dedicada a ascender por el muro vertical de la justicia.

     Algunos lunes, mientras escuchaba al ponente, el gran jurista hacía dibujos, algunos muy sencillos, y otros con recargadas escenas de montañas y nubes. Luego los dejaba allí, sobre la mesa. Son el testimonio ingenuo de una de las mentes más preclaras de nuestro tiempo. 
Dibujo de Eduardo García de Enterría

jueves, 28 de junio de 2012

COMPAÑEROS DEL ÚLTIMO VIAJE


Ya no son tiempos de avergonzarse de los burros. Quedan pocos, han perdido el trabajo, no tienen sentido en una sociedad mecanizada. Se extinguen. Antes, cuando eran varios millones, cuando cada labrador tenía el suyo, los hombres sentían vergüenza ajena: movían tontamente las orejas puntiagudas, eran tercos, sus rebuznos eran desafinados e intempestivos, se paraban de pronto, sin motivo, y sólo a golpes reanudaban la marcha. Ahora quedan pocos. En algunos pueblos se hacen subastas anuales, pero muchas veces quedan desiertas. No hay nada más triste que un burro desairado. Pero, ¿para qué vale hoy un burro?

Otra prueba de la vergüenza que los hombres han sentido hacia los burros la dan los traductores. Uno de los más bellos poemas de Francis Jammes es la Prière pour aller au paradis avec les ânes. Se ha traducido varias veces, y los traductores han eludido pudorosamente hablar de los burros. Oración para ir al cielo con los borricos / con los asnos / con los jumentos… Al margen de ese poema, que fue decisivo para la existencia de Platero y yo, Juan Ramón Jiménez escribió: “bellísimo”. Se puede ver en el libro que perteneció al poeta y que ahora está en su casa-museo. A Platero no dudó en llamarle, cada vez que hacía falta, burro.

Una vez que comíamos –en un restaurante que se llamaba, por cierto, Paraíso– el editor Manuel Borrás, el poeta José Antonio Muñoz Rojas y yo, Borrás comparó la belleza de Platero y yo con la de Las cosas del campo. Y José Antonio me dijo entonces por lo bajo: “…pero lo mío sin burro”. Entendí lo que quería decir: que sus estampas de Las cosas del campo se sostenían por sí mismas, sin la ilación que facilitaban las andanzas de Platero.

Pero esa frasecilla dicha por lo bajo se puede generalizar. Ya no hay burros en la poesía. No hay apenas versos bucólicos y sentimentales. Eso no es bueno ni malo. Es lo que es. Cada época tiene sus preferencias.

Ya he dicho que la Oración para ir al cielo con los burros se ha traducido varias veces. Traducir –se ha escrito alguna vez– es coger una partitura e interpretarla con el instrumento de cada traductor. Hay quien tiene un stradivarius y quien tiene un caramillo. La partitura siempre es la misma, pero el sonido cambia. Lo que yo toco quizá sea el caramillo. Pero es un instrumento pastoril e ingenuo que no le va mal a la oración de Francis Jammes. Soplando en él sonaría así:

Cuando haya que ir a Ti, Dios mío, a ver si haces
que sea un día en que el campo esté de fiesta
y brille el polvo. Quisiera, igual que he hecho aquí abajo,
elegir el camino –el que a mí más me guste– para ir
al Paraíso, donde alumbran, a plena luz, las estrellas.
Cogeré mi bastón y por el gran sendero
caminaré y les diré a los burros, mis amigos:
Soy Francis Jammes y voy al Paraíso,
porque no hay infierno en el reino de Dios.
Y les diré: Venid, dulces amigos de los cielos azules,
pobres bestias queridas que de un brusco movimiento de orejas
espantáis a las moscas, los golpes, las abejas…

Que aparezca ante Ti en medio de los burros,
a los que amo tanto porque tan dulcemente
bajan la cabeza, y al pararse juntan sus patitas
de un modo tan dulce que Te apiadas de ellos.
Llegaré rodeado de millares de orejas,
seguido de los burros que cargan con cestos a los lados,
y de esos otros que tiran de los coches del circo,
coches adornados con plumas y hojalata,
y de esos que llevan bidones abollados al lomo,
de las burras hinchadas como ostras, con sus pasos quebrados,
y de esos otros que llevan pequeños pantalones
a causa de sus llagas supurantes y azules que han abierto
las moscas pertinaces que están siempre acechando.

Haz, Dios mío, que llegue a Ti con los burros.
Que en medio de tu paz los ángeles nos lleven
hacia arroyos frondosos donde tiemblan cerezas
tersas como la carne risueña de las niñas,
y que una vez allí, donde habitan las almas,
cuando incline mi cuerpo a las aguas divinas, sea como los burros,
que verán reflejada toda su pobreza, tan dulce
y tan humilde, en la pureza del amor eterno. 


martes, 26 de junio de 2012

DÁRMOLA


    Son dos historias semejantes. Pero una es ficticia y la otra es real. Hasta el domingo, en que estuve paseando bajo la sombra de los once mil chopos –no creo que sean ya exactamente once mil, pero esa era la cifra que él repetía siempre–, la historia real me resultaba casi una ficción. La historia ficticia siempre me ha parecido real. Hace muchos años leí L’homme qui plantait des arbres. Una revista francesa había convocado un concurso: se trataba de premiar la descripción de algún héroe oculto que los lectores hubieran conocido. Giono envió el relato de Elzéard Bouffier, un pastor que vivió toda su larga vida en esa inacabable estribación de los Alpes que se mete en la región de la Provenza hasta convertirse en monte bajo: una zona seca, sofocada en verano por un sol implacable, sin agua, y en la que sólo crecían las matas violáceas de lavanda. Las laderas estaban punteadas de ruinas. Eran pueblos abandonados. Pero todo eso era antes. Hacía varias décadas. Cuando Giono describió al héroe anónimo y mandó el relato a la revista –en el año 1953–, todo había cambiado y Elzéard Bouffier ya había muerto.

    Elzéard Bouffier había perdido a su mujer y a su hijo único. No tenía a nadie con quien hablar en mitad de aquel paisaje desolado. Todos los días, después de encerrar al rebaño en el redil cuando apretaba el sol de mediodía, volvía al monte con su bastón de hierro y una bolsita de bellotas. Volvía exactamente al mismo lugar donde había dejado su tarea la víspera, y repetía, varios cientos de veces cada tarde, la misma operación: clavaba al bastón de hierro en la costra reseca del monte, metía una bellota y tapaba el agujero. Aquello lo estuvo haciendo durante treinta años.

    Fue entonces –pasados esos treinta años– cuando Giono volvió a la Provenza. De los millones de bellotas que Elzéard Bouffier había metido en la tierra, habían surgido varios millares de robles, la mayoría de ellos ya altos y frondosos. El paisaje había cambiado por completo. Los arroyos, que desde hacía décadas no llevaban agua, habían vuelto a fluir. Los pueblos en ruinas se reconstruyeron, porque aquel paraje verde se había vuelto habitable. Las autoridades de la administración forestal, asombradas ante lo que creían un fenómeno espontáneo de la naturaleza, declararon la protección del robledal.

    Los lectores de aquella revista se entusiasmaron con la figura de Elzéard Bouffier, quisieron saber más de su vida, dónde había muerto, dónde estaba enterrado, y promovieron condecoraciones póstumas y declaraciones de hijo predilecto. Entonces se descubrió la superchería: aquel héroe anónimo no había existido nunca. A Giono, que había ganado el concurso, le fue retirado el premio.

   El domingo estuve paseando por Dármola, un valle superficial, que no pasa de ser un pliegue entre dos laderas yermas. En mitad de los campos amarillos se alza una masa boscosa, irregular, que se extiende en varias direcciones, en algunas zonas más ancha y tupida, y en otras más estrecha y clara. Al principio no fue así. Mi padre, que era alcalde de un pueblo de la provincia de Toledo, hizo plantar en aquel paraje once mil chopos. Durante las varias semanas que duró la plantación estuvo presente para decidir por dónde debía avanzar aquel bosque de jóvenes vástagos y para comprobar cómo cambiaba, día tras día, el lugar. Las hileras iban avanzando paralelamente y los chopos quedaban equidistantes los unos de los otros.

    También aquí, como en el relato de Giono, la naturaleza se ha transformado. Un pequeño arroyo fluye en uno de los tramos del bosque. Unos letreros van marcando una “senda ecológica”, que entra y sale varias veces del bosque, que se alza sobre las laderas y se adentra luego en la sombra densa y sonora que forman los chopos.

    A los pocos meses de plantados, los árboles empezaron a acoger a las familias que venían a pasar las tardes de domingo bajo sus copas aún inseguras. Las parejas jóvenes iban a devanar sus largas conversaciones sentimentales en aquel modesto oasis que se alzaba en mitad de una llanura seca. En Dármola se hicieron novios mis padres. En Dármola está, en cierto modo, mi prehistoria personal. Hasta el domingo pasado no he conocido ese lugar que de vez en cuando aparecía, a lo largo de los años, en las conversaciones familiares.

    En el fondo son dos historias igualmente reales. El hombre que plantaba árboles se ha traducido a todos los idiomas. Se han hecho centenares de ediciones.  Elzéard Bouffier, un personaje ficticio, ha extendido por todo el mundo la pasión por los árboles; o mejor dicho: por la plantación de árboles, por la transformación de la naturaleza. El paraje de Dármola conduce a uno de los paisajes más difícilmente imaginables de la provincia de Toledo: una garganta abrupta, honda, por la que discurre el Tajo. Está indicada en la carretera que conduce de Toledo a la Puebla de Montalbán: Las barrancas. Merece la pena el viaje. 


lunes, 25 de junio de 2012

CADA DÍA


    Acababa de escribir la página anterior cuando encontré este libro, A year with Rilke, daily readings, en un cajón de saldos de una librería. El libro da una de las repuestas posibles a esas preguntas, “¿cómo y dónde?”, sobre la lectura de poesía. Al ofrecer un poema para cada día del año, el libro está contestando a la vez a las dos cosas. Un poema, un sólo poema, y un solo poema que no hay que elegir, se puede leer en cualquier lado. Es cosa de un instante.

    Esa propuesta, que enlaza con el lema juanramoniano “amor y poesía cada día” y con los versos de Celaya,

poesía necesaria,
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,

tiene algo de liturgia de las horas, y el libro, algo del officium divinum. Como los viejos breviarios de tapa negra con letras doradas y papel biblia, estos daily raedings hay llevarlos, para cumplir el precepto, siempre al lado, cuando se emprende un viaje y cuando se queda uno en casa, en vacaciones y en tiempo laboral, en días de salud quebrada que hay que sobrellevar en hospitales o en días de convalecencia que hay que pasar en sanatorios de montaña. Siempre y en todo lugar, para que no falte nunca el alimento poético.

    La mística del  breviario y la necesidad del sustento espiritual están detrás de esta tarea de selección, traducción y distribución de los poemas a lo largo de las 365 páginas del libro que han emprendido las editoras, Macy y Barrows. Han elegido a Rilke, dicen, porque es el poeta que da respuesta a las grandes cuestiones de la existencia. Y porque nos ha dado también la gran lección de la fragilidad, de la exquisite fragility de nuestra vida: por eso, el poeta nos invita a tener presente la muerte y a aceptar nuestra mortalidad, a convivir con el sufrimiento, a buscar a Dios,  a vivir en armonía con el mundo, a huir del sentimentalismo lacrimoso y a evitar la codicia de las cosas. Y porque nos obliga a transformar el mundo,

Earth, isn’t what you want?

y a transformarnos a nosotros mismos, perdiendo el miedo a la soledad, y aprendiendo a vivir a la vez en el mundo visible y el invisible.

    Y todo ello, escriben las editoras, con una luminous simplicity.  Aunque en esto cometen, de cuando en cuando, algún piadoso engaño: cuando Rilke no es simple –y no suele serlo–, lo simplifican o lo aclaran –discretamente– ellas. Un solo ejemplo: el lector recordará el célebre epitafio que Rilke compuso para su tumba. Cuando las editoras lo traducen,

Rose, oh pure paradox, desire
to be no one’s sleep beneath
the many eyelids of your petals,

rompen el encanto de su misterio al aclararlo. Cuando Rilke escribe “sueño de nadie bajo tantos / párpados”, traducen, con innecesario prosaísmo, “sueño de nadie bajo tantos / párpados de sus pétalos”. Rilke, más sutil que sus traductoras, había dejado a la intuición lector el imaginar que los párpados de una rosa son sus pétalos.

Joanna Macy y Anita Barrows, A year with Rilke, Nueva York 2009

sábado, 23 de junio de 2012

DÓNDE Y CUÁNDO


    Cuando alguien dice que lee poesía, estoy siempre tentado de hacer la misma pregunta, pero normalmente no me atrevo: ¿dónde y cuándo? Porque se sabe dónde y cuándo se leen las novelas: en el metro o en el autobús al ir y volver del trabajo, en la cama antes de coger el sueño, en el sillón más cómodo de casa, sobre la arena bajo una sombrilla, en la espera de los aeropuertos, en los bancos de los ambulatorios. Pero en ninguno de esos sitios se han visto libros de versos. ¿Dónde y cuándo leen poesía los que lo hacen?

   Supongo, en primer lugar, que en un lugar silencioso. Porque la poesía es ante todo música, pero una música tan callada, una melodía tan sutil, que no se percibe cuando hay voces o ruidos. Los latidos del poema, que tanto se parecen a los latidos del corazón, sólo se oyen bien en la quietud de noche o de la madrugada. Leer poesía se parece mucho a tomar el pulso. Los insomnes son quizá los mejores lectores de poesía.

    Pero no basta el silencio o la noche. La poesía no se lee para matar el tiempo o para evadirse de la rutina. Porque la poesía no mata ni evade: vivifica y concentra. La poesía no le saca a uno de sí, sino que le mete más hondo. Cuando lo habitual es que uno quiera escapar de este valle de lágrimas y trepar por sus laderas para no oír el llanto, el que lee poesía quiere seguir en el valle y compartir las lágrimas. Quizá, para leer poesía, haya que estar triste; un poco al menos. Y es muy fácil estar triste. Basta, por ejemplo, con estar enamorado para estar triste.

    Pero no basta tampoco con el silencio, la noche y la tristeza. Para leer poesía hace falta algo más. Hace falta un amigo. Los lectores de poesía sólo leen a los amigos. No me refiero sólo a los amigos de carne y hueso, también a los amigos de papel y tinta. Uno puede ser tan amigo de Garcilaso como de un compañero de pupitre. Sin amistad no hay lectura posible de poesía. Porque la poesía es confidencia –confidencia doble, del poeta al lector y del lector al poeta–, y la confidencia –ya lo decía Laín en su tratado– es un componente de la amistad. No hay confidencia sin amistad y no hay amistad sin confidencia. Por eso cuesta tanto leer a un poeta desconocido. Es verdad que hay también flechazos en la amistad, pero ésta se forma, sobre todo, con el tiempo y el trato.

    Pero tampoco basta con el silencio, la noche, la tristeza y la amistad. Hace falta otra cosa. Es difícil de precisar. Un impulso súbito nos lleva al estante donde están los libros de poemas y nos hace coger un volumen, uno concreto. Necesitamos algo. Estamos solos, es de noche, hay un denso silencio en todas partes: en la casa, en la calle, en nosotros mismos. Esos misterios que están en lo más íntimo de nosotros –intimior intimo meo– piden una clave, una consigna, una iluminación: algo que sólo puede dar la lectura de un poema. 

Theodore Butler, Lili leyendo en la casa de Giverny, 1908

jueves, 21 de junio de 2012

NADA


    Para poder contar algo a quien se acerque a estas páginas, salí ayer dispuesto a dar un largo paseo. Algo extraordinario vería, por pequeño que fuese, algún suceso menor de la monótona vida urbana –como el que vi el otro día y no conté aquí: tres empleados municipales, vestidos como astronautas y subidos a una escalera, trataban de hacerse con un enjambre de abejas que se había posado en un arbolillo de la calle de Preciados–, pero no, no vi nada. La vida discurría con normalidad. Transeúntes y coches se cruzaban al ritmo de los semáforos, y en las calles más concurridas las voces formaban un coro de murmullos que de vez en cuando ensombrecía el rugido de una moto o los pitazos inquietos de los conductores. Estos días últimos de primavera han resultado los mejores para pasear, y había una cierta jovialidad en el ambiente. Muchos adolescentes, para los que estos calores de mayo y junio serán los primeros que les saquen de la niñez y les abran los ojos al mundo de los mayores, andaban por la calle gesticulando entre ellos, dando saltos ligeros y alegres, como las crisálidas cuando se desentumecen y emprenden sus primeros vuelos. Pero todo era normal, como si cada cual tocase disciplinadamente su pequeño instrumento en una gran partitura sin estridencias ni disonancias. Volví a casa decepcionado. No tenía nada que contar.

    Un verano de nuestros años colegiales, un compañero y yo decidimos contrastar nuestras experiencias de una misma tarde, cada uno por su lado. Salimos por Madrid con nuestras rudimentarias máquinas fotográficas para apresar las vivencias respectivas y comparar luego gráficamente lo vivido. No recuerdo las fotos de mi amigo, pero sí las mías: un reloj de sol que habían colocado sobre un pedestal de piedra en el paseo de Recoletos, y la estatua de Valle-Inclán que creo que sigue estando en el mismo sitio. Dos fotografías sin ningún interés. Lo que habría sido más interesante, las escenas vivas de la gente que paseaba por la calle, las colas delante de los cines, las carteleras de las películas de entonces, las infinitas menudencias de la vida cotidiana de hace varias décadas, todo eso nos pareció que no era nada, que era la normalidad más inexpresiva y banal.

    Comparando el paseo de ayer con el de entonces, se ve que la cosa no tiene arreglo. La maravilla que es un día –cada día, sin excepción– de vida corriente, sin relieve propio, resulta invisible. No es nada, una nada inaprensible e inenarrable. Sólo puedo dejar constancia de una sospecha: en esa nada está lo mejor de nuestras vidas, porque es el existir en estado puro, el simple y elemental milagro de existir. Pero no puede contarse. O al menos yo no sé. Hoy, amigo lector, sólo puedo dejar esta página, casi en blanco. 

El enjambre

martes, 19 de junio de 2012

SALVIA


    Es un trozo de estela sepulcral. Cuando estaba entera, era un bloque de mármol que se alzaba sobre la tumba. Sólo queda este fragmento. En él aparece una mujer de edad madura que vivió en el segundo siglo de nuestra era. El texto que había bajo su imagen se ha perdido. Allí se diría probablemente que el marido y los hijos habían costeado la estela y la habían alzado en su memoria. Y se diría algo más, otras frases frecuentes en las estelas de esa época: que era una mujer laboriosa, que había dejado a sus descendientes el recuerdo de su virtud, que no codiciaba los vestidos ni el oro, que la elogiaban sus vecinos, frases tópicas que habían sido realidad viva en cada caso. Quizá se dijera algo también de lo que esa mujer hizo en vida: que tañía la lira, que ejercitaba su cuerpo en el gimnasio, que era buena cocinera. Y quizá figuraba al pie de la inscripción alguno de los bellos hexámetros que solían cincelarse sobre la tumba: “Ha abandonado el sol y ha marchado a las regiones más lejanas”. “El cuerpo es sólo la envoltura del alma; hónrame a mí, la parte divina”. “El tiempo no ha mancillado mi cuerpo inmortal”. “Un poco de tierra derramada cubre mis restos; mi alma la guarda el ancho cielo”. “Pequeña es la lápida y pequeño es lo que guarda: como una violeta en un cesto”.

    La tumba estuvo, como todas, en el campo, al borde de un camino. Cada estela contenía una llamada al caminante para que se detuviera y leyera el nombre en voz alta. Cada vez que el nombre se leía en voz alta se hacía posible que el muerto siguiera con vida en el más allá. De los caminantes dependía la inmortalidad del difunto.

    Desde hace años, ese trozo de estela está en mi casa. Lo compré en el Rastro. Estaba en una tienda, sobre el suelo, apoyado en la pared,  junto a otras cosas, columnas, muebles, lámparas, tapices, tallas, armaduras, cuadros. Pero esta es una cosa distinta; es algo más que un bajorrelieve decorativo: esta mujer existió. Esos eran sus rasgos. Tenía el pelo largo y ondulado, ojos grandes y una airosa túnica, y sonreía. Bajo esa imagen estuvo su cuerpo. El tiempo lo habrá devorado hace muchos siglos. De sus gestos, que serían tan familiares a quienes la rodearon, ha quedado la mirada penetrante y la sonrisa dulce. No tiene nombre. Pero de nosotros y de su nombre depende su inmortalidad. Tenemos que dar un nombre a esta mujer: Salvia. Al pasar junto a ella hay que decirlo en voz alta. Si no se llamara Salvia, allá arriba se sabrá a quien nos referimos: a esta mujer concreta, a esta hispanorromana de edad madura que sonreía.

    Bajo el retrato mutilado de Salvia podrían escribirse las mismas palabras grabadas en otra estela: “No es la lluvia lo que ha dañado a esta piedra que soy, sino las lágrimas”.