El 21 de este mes de mayo se va a interpretar el oratorio Paulus de Mendelssohn en el Auditorio
Nacional de Música. Hace meses me encargaron el programa de mano, y para
cumplir el encargo he vivido durante un tiempo en la berlinesa calle de Leipzig,
número 3. He vivido ficticiamente, claro, porque donde estuvo el palacio de la
familia Mendelssohn está hoy la sede de una de las cámaras legislativas del Estado
alemán. Quien ha paseado por Berlín recuerda la Leipzigerstraße, porque es una de las más anchas y severas, una
sucesión de grandes y grises edificios oficiales. Cuando la familia Mendelssohn
vivía allí, a principios del siglo XIX, la calle de Leipzig era todo lo
contrario: una calle amable, silenciosa, llena de jardines particulares, de landós
que llevaban al trote a señoritas con sombrilla y a petimetres con sombrero de
copa. Entonces estaba en las afueras, junto a una de las puertas –la Potsdamer Tor– que daban entrada a la
ciudad.
He escrito ficticiamente,
y no he es cierto. Hay testimonios tan vivos en las cartas de la familia y en
el diario de joven Mendelssohn de cómo era la vida en el palacio –el propio Mendessohn hizo acuarelas
de varias de las habitaciones–, que puede uno imaginar, como si paseara por
ella, el ambiente de aquella casa. Que ésta no exista ya, que sólo su espectro conviva
con la mole contundente y oscura del Bundesrat,
no hace que sea menos real. Ya lo dijo Kant rebatiendo a san Anselmo: tan reales
son cien táleros imaginados como cien táleros verdaderos.
Pero volvamos al viejo palacio de los Mendelssohn. Los
padres viven pendientes de los hijos. Los hijos viven pendientes de los
preceptores. El ambiente de la casa es de un silencio casi religioso.
Preceptores de lenguas clásicas y modernas, de historia y de filosofía vienen a
enseñar a Félix y a su hermana Fanny. En los primeros años vinieron también
profesores de música, pero pronto le advirtieron al padre que no tenía ya nada
que enseñar: Félix y Fanny lo sabían todo.
En mitad del jardín trasero estaba el pabellón, el Gartenhaus. Ese era el escenario de las
mañanas musicales de los domingos, las Sonntagsmusiken,
en que los Mendelssohn convocaban a lo más selecto de la sociedad berlinesa.
Por ese jardín pasearon Heine, los hermanos Humboldt, Hegel, Jacobo Grimm,
Clemens Brentano, Bettina von Arnim… Iban a oír las composiciones del niño
Félix, que tocaba el piano y dirigía a la vez a los profesores de la orquesta
real, contratados por el padre, el banquero Abraham Mendelssohn. No ha habido
en toda la historia de la música un niño prodigio con más prodigiosos medios a
su alcance.
Aquel mundo idílico de la infancia se desvaneció pronto. El
primero en morir fue el padre, y al poco tiempo la madre. La carrera de Félix
Mendelssohn fue un meteoro que recorrió la existencia a velocidad sideral. Compuso
sin parar, incluso en los coches de caballos que le llevaron por toda Europa,
donde triunfó en todos los escenarios. Fanny murió repentinamente, y ese fue
también el final de Félix. Cuando recibió la noticia, recordó un poema de
Eichendorff:
Ya ha transcurrido el luminoso día.
De lejos llega el son de una
campana.
Ha viajado el tiempo a lo largo de
la noche entera,
y se lleva consigo a quien no lo
esperaba.
Sentado
al piano compuso su última canción. Los versos de Eichendorff iban tomando
cuerpo en acordes implacables. La vida de Félix Mendelssohn, la de Fanny,
aquella infancia feliz, habían sido eso, “un luminoso día”. Nada más. A la
semana siguiente murió Félix. Su amiga la soprano Livia Frege volvió a cantar,
entre sollozos, ante su cadáver:
Ya ha transcurrido el luminoso día.
El
cuarto de Fanny Mendelssohn, en el palacio de la Leipzigerstraße
de Berlín, acuarela.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario