Hice esta fotografía en la casa que Neruda tenía –y aún tiene,
convertida en casa-museo– en Santiago. Es
la casa que uno querría tener: como la torre de un buque. Pero un buque que no
estuviera rodeado de mar, sino de vegetación exuberante. Las más bellas hojas
de acanto están allí. Miradores acristalados se van superponiendo de manera
irregular, más salientes y luminosos unos que otros, pero todos en silencio, el
mismo silencio ilimitado y denso de alta mar. En las paredes hay versos
escritos, y peces y pájaros pintados, tan bellísimos algunos como estos que
están en un pasillo estrecho y encalado.
En Santiago estuve también en otra casa: la del poeta José
Miguel Ibáñez Langlois. Es todo lo contrario: una casa baja, sin la sombra de
árboles, curtida por el viento y por el sol austral, pero también en silencio, aunque
distinto, el silencio religioso y hermético de la capilla, no el silencio
luminoso y pagano de los miradores. José Miguel Ibáñez Langlois es sacerdote.
Tan distintas como las casas son los poetas que las habitan –o habitaron–. Neruda
e Ibáñez Langlois se admiraron primero y se distanciaron después. Ibáñez
Langlois dijo que el Neruda juvenil angustiado era un buen poeta y el Neruda maduro
feliz era un poeta flojo. “Si el dolor primero produjo obras tan memorables
como las Residencias, la alegría
última produce los martilleos de la Barcarola”.
Y añadió: “Neruda, el romántico de las honduras turbulentas, es hoy el
espléndido neoclásico que extrae delicados artificios de los abismos, que se
deleita sin recato en su propia y excelsa maquinaria verbal. Porque la
impresión de fondo es que el hombre tiene poco que decir. Ha llegado a disponer
de un instrumento verbal tan seguro y templado, que puede darse el lujo de
cantar lo que se le ocurra, todas las causas, todos los recuerdos, todas las
fabulaciones de sí mismo. Diga lo que diga, lo dirá con un oficio y un tono de
lenguaje al que pocos poetas vivos pueden hoy aproximarse. Pero da la impresión
de que ya nada le pasa, de que la prosperidad vital y literaria ha adormecido
en él los resortes más sensibles de la experiencia, de que su dolor y su esperanza
son estrictamente rituales".
Los dos polos de la poesía religiosa de América son, en estas últimas
décadas, Ernesto Cardenal y José Miguel Ibáñez Langlois. Cada uno en un extremo
del continente, cada uno en un extremo del género, pero con varios rasgos en
común: los versículos largos, las imágenes cósmicas, el aliento desbordado que
arrasa los signos de puntuación. Y nada más: uno lleva guerrera militar y
boina, y el otro sotana y alzacuello. Son dos modos de ser sacerdote y también
poeta-sacerdote. En el fondo, los dos quieren hacer la misma revolución: pero uno
desde fuera y arriba, y otro desde dentro y abajo. En el fondo, los dos dejan
traslucir en sus versos el mismo misterio, la misma lucha/contraposición/conflicto:
el tiempo y la eternidad.
Tanto en Cardenal como en Ibáñez Langlois se repite la historia de
aquel profeta que quería decir palabras complacientes y sólo salían de su boca
palabras duras. Son poetas de un mundo que aman y a la vez repudian, y las dos
cosas apasionadamente. Los dos son poetas cósmicos, pero a la vez poetas de la miseria
del mundo.
Hace unos años, a Ibáñez
Langlois le pidieron una antología de Neruda. Nada mejor que encargar una
antología al crítico menos complaciente. El resultado ha sido excepcional, por
la hondura del prólogo y por la selección de los poemas.
Un
pasillo de La Chascona, la casa de
Neruda en el barrio bohemio de Bellavista, en Santiago de Chile
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