jueves, 24 de mayo de 2012

DOS CASAS


   Hice esta fotografía en la casa que Neruda tenía –y aún tiene, convertida en casa-museo– en Santiago.  Es la casa que uno querría tener: como la torre de un buque. Pero un buque que no estuviera rodeado de mar, sino de vegetación exuberante. Las más bellas hojas de acanto están allí. Miradores acristalados se van superponiendo de manera irregular, más salientes y luminosos unos que otros, pero todos en silencio, el mismo silencio ilimitado y denso de alta mar. En las paredes hay versos escritos, y peces y pájaros pintados, tan bellísimos algunos como estos que están en un pasillo estrecho y encalado.

   En Santiago estuve también en otra casa: la del poeta José Miguel Ibáñez Langlois. Es todo lo contrario: una casa baja, sin la sombra de árboles, curtida por el viento y por el sol austral, pero también en silencio, aunque distinto, el silencio religioso y hermético de la capilla, no el silencio luminoso y pagano de los miradores. José Miguel Ibáñez Langlois es sacerdote. Tan distintas como las casas son los poetas que las habitan –o habitaron–. Neruda e Ibáñez Langlois se admiraron primero y se distanciaron después. Ibáñez Langlois dijo que el Neruda juvenil angustiado era un buen poeta y el Neruda maduro feliz era un poeta flojo. “Si el dolor primero produjo obras tan memorables como las Residencias, la alegría última produce los martilleos de la Barcarola”. Y añadió: “Neruda, el romántico de las honduras turbulentas, es hoy el espléndido neoclásico que extrae delicados artificios de los abismos, que se deleita sin recato en su propia y excelsa maquinaria verbal. Porque la impresión de fondo es que el hombre tiene poco que decir. Ha llegado a disponer de un instrumento verbal tan seguro y templado, que puede darse el lujo de cantar lo que se le ocurra, todas las causas, todos los recuerdos, todas las fabulaciones de sí mismo. Diga lo que diga, lo dirá con un oficio y un tono de lenguaje al que pocos poetas vivos pueden hoy aproximarse. Pero da la impresión de que ya nada le pasa, de que la prosperidad vital y literaria ha adormecido en él los resortes más sensibles de la experiencia, de que su dolor y su esperanza son estrictamente rituales".

   Los dos polos de la poesía religiosa de América son, en estas últimas décadas, Ernesto Cardenal y José Miguel Ibáñez Langlois. Cada uno en un extremo del continente, cada uno en un extremo del género, pero con varios rasgos en común: los versículos largos, las imágenes cósmicas, el aliento desbordado que arrasa los signos de puntuación. Y nada más: uno lleva guerrera militar y boina, y el otro sotana y alzacuello. Son dos modos de ser sacerdote y también poeta-sacerdote. En el fondo, los dos quieren hacer la misma revolución: pero uno desde fuera y arriba, y otro desde dentro y abajo. En el fondo, los dos dejan traslucir en sus versos el mismo misterio, la misma lucha/contraposición/conflicto: el tiempo y la eternidad.

   Tanto en Cardenal como en Ibáñez Langlois se repite la historia de aquel profeta que quería decir palabras complacientes y sólo salían de su boca palabras duras. Son poetas de un mundo que aman y a la vez repudian, y las dos cosas apasionadamente. Los dos son poetas cósmicos, pero a la vez poetas de la miseria del mundo.

   Hace unos años, a Ibáñez Langlois le pidieron una antología de Neruda. Nada mejor que encargar una antología al crítico menos complaciente. El resultado ha sido excepcional, por la hondura del prólogo y por la selección de los poemas.

Un pasillo de La Chascona, la casa de Neruda en el barrio bohemio de Bellavista, en Santiago de Chile

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