Todas las mañanas pasea con su madre, cuidadosamente
llevada, a pasos lentos, por el brazo, a lo largo de las calles silenciosas y
apenas sombreadas de la urbanización. Caminan despacio, se detienen, dan unos
pasos más, se detienen de nuevo bajo la sombra escuálida de una acacia, cruzan
unas pocas palabras, muy pocas, que apenas resuenan en el silencio casi
absoluto que los envuelve. La madre ha cumplido ya los cien años y ha vuelto a
su niñez lejana, a la inocencia de los primeros pasos, y ahora va de nuevo del
brazo de su hijo, pero al revés que entonces, cuando el hijo andaba
dificultosamente, tratando con torpeza de mantenerse erguido. En el paseo son
sólo eso: madre e hijo, la ilusión de que el sol y el aire puro prolonguen el
hálito de vida, una costumbre cotidiana que reafirma ese lazo firme y tenue que
los une.
Pero en realidad son algo más: junto al padre ausente, son tres
capítulos de la mejor historia de la pintura europea. Emilio Grau Sala murió
hace ya más de cuatro décadas en París, donde vivió casi toda su vida. Allí
ilustró, con delicadas escenas de interior –muchachas lánguidas, ramos de
flores, cortinas estampadas– las mejores ediciones que se hicieron en una
ciudad que era entonces, no sólo la capital de la pintura, sino también del
mundo editorial. Ángeles Santos era todo lo contrario: un surrealismo
atormentado, sombrío, con monstruos pálidos y ángeles dolientes.
…Y Julián. Quizá sea el peso de tanta herencia lo que le
mantiene retraído. No necesita alardes públicos para que se fijen en él, porque
tiene apellidos que por sí solos le colocan bajo los focos de la fama. Hace lo
contrario: se aleja de los focos, de la crítica, del público, de la fama, y
pinta. Su taller es un remanso de luz y de silencio, un mundo acristalado en el
que mandan los tubos, los pinceles, las paletas, y sobre todo las cosas. Nadie
más. Aquello es una autarquía que no se rige por el gobierno del mundo. Julián
Grau Santos es sólo el malabarista que ordena y desordena todo, y luego lo
lleva a su capricho al lienzo, donde las jarras, los jarrones, las jarritas, los
vasos, las copas, los mantones de manila, las figuritas de cerámica, las sombrillas
chinas, las marionetas, las flores, las frutas, los paños bordados, los
sombreros de paja, las cajas, los abanicos, los botes y las cestas se
convierten en otra cosa, cada vez distinta, con una belleza nueva, como si no
fuera lo mismo que ha pintado una y otra vez sentado frente a la misma alacena
que rebosa objetos cotidianos.
Frente a los demás pintores, que pintan naturalezas muertas,
Julián Grau Santos es el inventor de las naturalezas vivas. Si se pone un
bodegón de cualquier pintor –desde Sánchez Cotán a Cézanne, por citar los
extremos– junto a uno de Grau Santos, se verá que el de Grau Santos, con mucha
más modestia, canta, canta en voz baja, entona al oído del espectador una
musiquilla alegre, llena de claridad y de encanto. Las cosas –siempre las mismas
cosas, aunque desordenadas de manera distinta en la misma alacena– se vuelven
vivas, ingrávidas, transparentes, alegres, y empiezan a canturrear por lo bajo.
¿Cómo es eso? ¿Por qué lo que en otros pintores son
naturalezas muertas, en Grau Santos son naturalezas vivas? Porque Grau Santos
las deja cantar. No las aprisiona, no las agota en el lienzo, sino que las deja
libres. Lo hace interrumpiendo los trazos, esbozando los colores, cubriéndolas
con un delicadísimo velo –invisible– que preserva su misterio, su intimidad. Y
entonces cada una de las cosas, como el pájaro en libertad, canta su más bella
canción, la que le sale de su minúscula –pero qué grandiosa– alma de pájaro.
Julián Grau Santos mientras retrataba a A.P., fotografiado por Blas de Etxabe en junio de 2011 |
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