sábado, 19 de mayo de 2012

HÖLDERLIN TOCA LA ESPINETA EN SU HABITACIÓN DE LA TORRE


Me gusta imaginar a Hölderlin tocando la espineta en la torre de Tubinga. Es uno de tantos días sin relieve propio, idéntico al anterior y al siguiente, en que el poeta se levanta de madrugada, se pone sus gruesas y ajadas botas, y dando pasos desatalentados por la escalera y luego por el pasillo de la planta baja, sale a pasear al jardín. Aún no ha amanecido. Sólo se oye la corriente caudalosa del río y unos mirlos que revolotean en los árboles de la otra orilla. Hölderlin sale al callejón que serpentea encerrado entre las fachadas de las casas y el muro que bordea el río. Y con los mismos pasos irregulares y torpes con que ha bajado de su habitación al jardín empieza a andar a lo largo del camino. Tiene miedo de alejarse y no se atreve a llegar hasta el puente. Abstraído, encorvado, mirando fijamente las losas del camino de ronda, contando quizá los pasos, recorre el mismo trecho a la ida y a la vuelta, una vez, y otra, y otra, empieza a clarear el cielo y él sigue andando, hacia arriba, hacia abajo, sin detenerse, se oyen algunos carros que avanzan por la Bursagasse y él sigue andando, pálido, fatigado, sin levantar la vista del suelo, ajeno a la vida de la casa, de la ciudad, que empieza a bullir mientras el sol se alza sobre el cielo sin nubes de la primavera. “Señor bibliotecario”, le grita la niña Lotte en la jerga suaba –Herr Bibliodikarius!−, “vuelva a casa, que hace frío fuera”. En kalter Wend blost drher! Pero el poeta no contesta.

En la habitación hay una cama, dos sillas, un sofá y una espineta. El poeta ha acercado una de las sillas al pequeño instrumento de madera y se ha puesto a tocar. No tiene partituras. Su ejecución es monótona, repetitiva, pero llamativamente precisa. Hölderlin conserva en la vejez, a pesar de la locura, el dominio del teclado que adquirió de niño. La precisión con que los dedos recorren las cinco octavas de la espineta contrasta sin embargo con el sinsentido de la melodía. “Introduce incansablemente variaciones en un tema sencillo, sus manos caen de ordinario con un movimiento exánime sobre las teclas, pero de vez en cuando se contraen convulsivamente y entonces vuelve a mirar al oyente con una rara mezcla de afabilidad y extrañeza”, escribe Schwab, que le vio tocar en la habitación de la torre.

¿De dónde procedían esos fragmentos sobre los que Hölderlin variaba incansablemente en la soledad de la torre? El método de teclado más extendido en la época era el de Carl Philipp Emanuel Bach, Ensayo sobre la verdadera manera de tocar el teclado, con ilustrado con ejemplos y dieciocho fragmentos en seis sonatas, que se publicó en 1753 y se reeditó varias veces a lo largo del siglo. Aunque no consta que Hölderlin usara ese método, es difícil imaginar que aprendiera con otro. El cancionero que se utilizaba en los actos litúrgicos de las escuelas conventuales de Denkendorf y Maulbronn –cuando Hölderlin estuvo allí− era también de Carl Philipp Emanuel Bach: Herrn Professor Gellerts Geistliche Oden und Lieder, publicado en 1758 y llamado coloquialmente las Geller-Lieder.

“Hay que tocar con el alma, y no como un pájaro amaestrado”, era la primera regla que daba Carl Philipp Emanuel Bach en su Ensayo. Muchas veces le rondaría a Hölderlin esta idea por la cabeza. Quizá no en su habitación de la torre, en que Hölderlin no lograba ya trabar pensamientos coherentes.

Cuando aún estaba en el uso de la razón, cuando era un joven revolucionario al que torturaba un amor imposible, Hölderlin escribió: “Quisiera uno hacerse melodía y sonar al unísono con el canto del cielo”. Canto del cielo: la música de las esferas, que los antiguos griegos –a quienes tanto admiraba− creían oír cuando contemplaban el brillo de los astros y la travesía de las estrellas fugaces. Hacerse melodía es probablemente pulsar las teclas con el alma, y trasmutar así el alma misma en un arpegio. Herder, el amigo de Hölderlin en los días de Weimar, había escrito: “Las cuerdas golpeadas suenan, y al sonar provocan un eco concordado: incluso si no hay nadie, incluso si nada hace esperar [de espera y de esperanza: hoffet und wartet] una respuesta”. Sonido terreno –incluso en la soledad de quien pulsa las teclas para sí mismo− y eco celeste. Toda melodía que se hace aquí suena también allí, en el espacio infinito, en ese escenario que sólo en apariencia es silencioso y en que se cruzan con visible armonía los cuerpos celestes.

Hombre y universo son dos realidades musicalmente concordadas. “Melodías vivas somos –escribió Hölderlin−, y sonamos al tiempo que tu bella voz, oh Naturaleza”. ¿Y qué son dos sonidos simultáneos sino un acorde? El acorde se convierte así en la metáfora suprema: la vida de los que se aman es una vida llena de acordes (ein Leben voller Akkorden), la alegría es un gran acorde (die groβen Akkorde der Freude), esos sublimes instantes en que los amantes se sienten fundidos entre sí y con la naturaleza son sagrados acordes (heilige Akkorde).

Por este camino, entonces separado del río por un muro, paseaba el poeta. Su habitación era la del piso intermedio de la torre

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