Me gusta imaginar a Hölderlin tocando la
espineta en la torre de Tubinga. Es uno de tantos días sin relieve propio,
idéntico al anterior y al siguiente, en que el poeta se levanta de madrugada,
se pone sus gruesas y ajadas botas, y dando pasos desatalentados por la
escalera y luego por el pasillo de la planta baja, sale a pasear al jardín. Aún
no ha amanecido. Sólo se oye la corriente caudalosa del río y unos mirlos que
revolotean en los árboles de la otra orilla. Hölderlin sale al callejón que
serpentea encerrado entre las fachadas de las casas y el muro que bordea el
río. Y con los mismos pasos irregulares y torpes con que ha bajado de su
habitación al jardín empieza a andar a lo largo del camino. Tiene miedo de
alejarse y no se atreve a llegar hasta el puente. Abstraído, encorvado, mirando
fijamente las losas del camino de ronda, contando quizá los pasos, recorre el
mismo trecho a la ida y a la vuelta, una vez, y otra, y otra, empieza a clarear
el cielo y él sigue andando, hacia arriba, hacia abajo, sin detenerse, se oyen
algunos carros que avanzan por la Bursagasse
y él sigue andando, pálido, fatigado, sin levantar la vista del suelo, ajeno a
la vida de la casa, de la ciudad, que empieza a bullir mientras el sol se alza
sobre el cielo sin nubes de la primavera. “Señor bibliotecario”, le grita la
niña Lotte en la jerga suaba –Herr Bibliodikarius!−,
“vuelva a casa, que hace frío fuera”. En kalter Wend blost drher! Pero el poeta no contesta.
En
la habitación hay una cama, dos sillas, un sofá y una espineta. El poeta ha
acercado una de las sillas al pequeño instrumento de madera y se ha puesto a tocar.
No tiene partituras. Su ejecución es monótona, repetitiva, pero llamativamente
precisa. Hölderlin conserva en la vejez, a pesar de la locura, el dominio del
teclado que adquirió de niño. La precisión con que los dedos recorren las cinco
octavas de la espineta contrasta sin embargo con el sinsentido de la melodía.
“Introduce incansablemente variaciones en un tema sencillo, sus manos caen de
ordinario con un movimiento exánime sobre las teclas, pero de vez en cuando se
contraen convulsivamente y entonces vuelve a mirar al oyente con una rara
mezcla de afabilidad y extrañeza”, escribe Schwab, que le vio tocar en la
habitación de la torre.
¿De
dónde procedían esos fragmentos sobre los que Hölderlin variaba incansablemente
en la soledad de la torre? El método de teclado más extendido en la época era
el de Carl Philipp Emanuel Bach, Ensayo
sobre la verdadera manera de tocar el teclado, con ilustrado con ejemplos y
dieciocho fragmentos en seis sonatas, que se publicó en 1753 y se reeditó
varias veces a lo largo del siglo. Aunque no consta que Hölderlin usara ese
método, es difícil imaginar que aprendiera con otro. El cancionero que se
utilizaba en los actos litúrgicos de las escuelas conventuales de Denkendorf y
Maulbronn –cuando Hölderlin estuvo allí− era también de Carl Philipp Emanuel
Bach: Herrn Professor Gellerts Geistliche Oden und Lieder,
publicado en 1758 y llamado coloquialmente las Geller-Lieder.
“Hay que tocar con el alma, y no como un
pájaro amaestrado”, era la primera regla que daba Carl Philipp Emanuel Bach en su Ensayo.
Muchas veces le rondaría a Hölderlin esta idea por la cabeza. Quizá no en su
habitación de la torre, en que Hölderlin no lograba ya trabar pensamientos
coherentes.
Cuando
aún estaba en el uso de la razón, cuando era un joven revolucionario al que
torturaba un amor imposible, Hölderlin escribió: “Quisiera uno hacerse melodía
y sonar al unísono con el canto del cielo”. Canto del cielo: la música de las
esferas, que los antiguos griegos –a quienes tanto admiraba− creían oír cuando
contemplaban el brillo de los astros y la travesía de las estrellas fugaces. Hacerse melodía es probablemente pulsar
las teclas con el alma, y trasmutar así el alma misma en un arpegio. Herder, el
amigo de Hölderlin en los días de Weimar, había escrito: “Las cuerdas golpeadas
suenan, y al sonar provocan un eco concordado: incluso si no hay nadie, incluso
si nada hace esperar [de espera y de esperanza: hoffet und wartet] una respuesta”. Sonido terreno –incluso en la
soledad de quien pulsa las teclas para sí mismo− y eco celeste. Toda melodía
que se hace aquí suena también allí, en el espacio infinito, en ese escenario
que sólo en apariencia es silencioso y en que se cruzan con visible armonía los
cuerpos celestes.
Hombre
y universo son dos realidades musicalmente concordadas. “Melodías vivas somos
–escribió Hölderlin−, y sonamos al tiempo que tu bella voz, oh Naturaleza”. ¿Y
qué son dos sonidos simultáneos sino un acorde? El acorde se convierte así en
la metáfora suprema: la vida de los que se aman es una vida llena de acordes (ein Leben voller Akkorden), la alegría
es un gran acorde (die groβen Akkorde der
Freude), esos sublimes instantes en que los amantes se sienten fundidos
entre sí y con la naturaleza son sagrados acordes (heilige Akkorde).
Por este camino, entonces
separado del río por un muro, paseaba el poeta. Su habitación era la del piso
intermedio de la torre
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