martes, 22 de mayo de 2012

JANE


   En su paso fugaz por Madrid, hemos estado unos pocos viéndola, oyéndola y disfrutándola. Es ella la que ha conseguido que nos sintiéramos pocos –es verdad que la sala no era grande– y cercanos, y además queriéndola, como la hemos querido siempre. Ha empezado y terminado con los mismos versos,

toi je t'aime, les autres ce sont
tous des cons,

y eso era lo que sentíamos, que el mundo se dividía en dos, los que estábamos allí queriéndola como la hemos querido siempre, y los otros, los otros pobres que no la quieren y no estaban allí, disfrutándola, sino ajenos, en su pequeño mundo triste.

   Ha recorrido una y otra vez el escenario, nos ha mirado a todos a los ojos, y las cosas nos las ha dicho a cada uno, y entonces, cuando nos ha dicho

babe alone in Babylone
noyée sous les flots
de musiques
electriques

nos hemos dado cuenta de que es verdad, de que a nosotros, los suyos –¿qué edad tenemos ahora los suyos?–, las olas metálicas de aquellas músicas electrónicas casi nos ahogaron, porque éramos niños solitarios en Babilonia, y todavía lo somos, y por eso nos gusta ella, su dulzura, su voz susurrada, su música sin estridencias.

   Nos ha recordado varias veces que ella no es sólo ella, que es ella y Serge Gainsbourg, y no hacía falta que lo dijera, porque sabemos que desde la muerte de Serge se ha encarnado en ella el misterio de la Dualísima Binidad, y que, viéndola a ella, los vemos a los dos, a Serge y a Jane, y que si siguen vivas las canciones es porque Serge las hizo para la voz pequeña de Jane, que las lleva por el mundo, como las trajo la otra tarde a Madrid.

   Incansable y sonriente las fue susurrando en el escenario, de un extremo a otro, con la blusa blanca desbotonada hasta el límite del suspiro y los pantalones negros, con su energía juvenil, demostrando que el tiempo es una ficción a la que tenemos que resignarnos, con pena y sin gloria, pero contentos porque estábamos juntos, y tristes porque quizá no volvamos a estarlo más.

   A fuerza de aplausos conseguimos que no se fuera cuando ya había terminado, y entonces volvió, y nos cantó La chanson de Prévert, y nos dijo que mientras hay memoria hay amor, y quién ha podido olvidar a Prévert y sus hojas muertas, y a Juliette Greco y a Joseph Kosma,

car chaque fois Les Feuilles mortes
te rappelle à mon souvenir,
jour après jour les amours
n'en finissent pas de mourir.

   Y sin que le pidiéramos más nos cantó L’aquoiboniste, quizá porque sabía que si nos retrataba a todos nos quedaríamos callados, por fin, pensando más en nosotros mismos que en ella, y nos iríamos a casa ensimismados, y por eso nos dijo, sin señalarnos con el dedo, de modo impersonal,

c'est un aquoiboniste,
un faiseur de plaisantristes,
qui dit toujours à quoi bon,
a quoi bon,

porque eso es lo que somos los que la queremos y la hemos querido siempre, unos aquoibonistes, unos perplejos ante el espectáculo de la vida, pero unos perplejos sentimentales, que sabemos que, mirándola y recordándola,

jour après jour les amours
n'en finissent pas de mourir.

   Y cuando ha dejado el micrófono y se han apagado las luces, definitivamente, y aún resonaban sus últimas palabras, que fueron las primeras,

toi je t'aime, les autres ce sont
tous des cons,

nos hemos ido regocijados pensando lo felices que somos los que la queremos y lo tontos que son los que no la quieren y han hecho esta noche cualquier cosa menos estar con ella. 

La fotografía, del 18 de mayo, no es buena, pero es al menos ella, Jane Birkin mientras cantaba esa tarde en Madrid

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