Uno tiene una aversión antigua e inquebrantable
a todos los intentos de relacionar el derecho con el arte o la literatura. Uno ha
recibido en tres ocasiones –y de tres editoriales distintas– el ofrecimiento de
dirigir una colección que se llamara algo así como Arte y derecho o Literatura y
derecho, y las tres veces lo ha rechazado, por una aversión que es a la vez
instintiva y racional. Uno ha pensado muchas veces, ¿de qué sirve reproducir
alguno de esos lienzos que representan a Don Quijote en el lecho de muerte,
dictando su testamento, y exponer al lado el régimen del testamento en las
Leyes de Partidas?, ¿para qué vale analizar una novela policiaca con el código
penal en la mano?, ¿qué utilidad tiene desmenuzar una ley o un reglamento con
los útiles de la crítica literaria o del análisis de textos?
Pero estos días –y
dejo ahora a ese escéptico uno a un
lado– me ha enviado mi amiga Elina Moustaïra, que es profesora de derecho en la
universidad de Atenas y bailarina, su ensayo Danza y derecho. Son unas cuantas páginas luminosas que, como pasa
con los buenos ensayos, alumbran de paso algunas ideas propias en la mente del
lector. Leídas esas páginas, se percibe una brecha en el muro infranqueable que
separa el derecho y el arte: el derecho tiene un asombroso parecido con la
danza.
Igual que el derecho,
la danza responde, en cada país, a una tradición ancestral, a unos principios
lógicos y a un código propio. La danza, como el derecho, es un sistema de
normas. En el mismo momento histórico en que el racionalismo irrumpe en el
derecho –a mediados del siglo XVII–, irrumpe también en la danza: empiezan a ordenarse
las normas de uno y de otra.
Si se cumplen las
reglas, el grupo que danza se convierte en una pluralidad armónica –en una maravillosa unidad, escribe Elina Moustaïra–,
como el grupo que cumple las normas jurídicas se convierte en una sociedad igualmente
armoniosa. El coreógrafo y el legislador hacen más o menos lo mismo: ordenan la
vida de los hombres.
Derecho y danza son
dos manifestaciones de la cultura, y los rasgos de cada cultura –sus valores,
sus ideales, sus sentimientos– se expresan con sorprendente paralelismo en esas
dos manifestaciones de la cultura: en el derecho y en la danza. Ese paralelismo
se puede comprobar no sólo en las distintas latitudes del planeta, sino también
en las distintas épocas de la historia. Y también en nuestros días: alguien
debería cotejar las coreografías modernas con las leyes que dictan los
parlamentarios.
El paralelismo entre
derecho y danza es inagotable. Por citar sólo un fenómeno al que asistimos cada
día: la vigencia en un país de normas extranjeras –impuestas generalmente por las
organizaciones internacionales–. Ese fenómeno se ha estudiado en la danza: el
mal que produce se llama arritmismo. Los
danzantes son incapaces de adaptar el movimiento de sus cuerpos a unas reglas
que les resultan exóticas. El mismo arritmismo
se reproduce en la vida jurídica.
El derecho y la danza
nacieron al tiempo en aquellas oscuras cavernas decoradas con bisontes. Desde
entonces no han dejado de regir los movimientos de la humanidad. Elina
Moustaïra, que maneja con igual maestría danzas y leyes, ha seguido con
perspicacia el rastro de esos movimientos.
Elina Moustaïra, en el centro de la imagen, con vestido rosa, y sus alumnos de derecho internacional privado en la universidad de Atenas |
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