En el año 1912, el poeta Rainer María Rilke viaja a Toledo y pasa allí
el mes de noviembre. En Toledo escribe el arranque de la Sexta Elegía, que no terminará hasta ese arrebato final en que una
voz largamente esperada le dicte —con la fuerza de un huracán— los versos y los
poemas que le faltaban para terminar las diez elegías. En Toledo, Rilke pasea,
medita, sufre las inclemencias de la soledad y el frío, y se asombra ante una
ciudad en que ve fundidos el cielo y la tierra.
En el año 1912, llega a Toledo el pintor mejicano Diego Rivera. Clava su
caballete frente a la ciudad y pinta uno de sus óleos más sorprendentes: la Vista de Toledo. Si resulta difícil imaginar
dos influencias tan difícilmente conciliables como El Greco y Cézanne, basta
con mirar ese lienzo: ahí están, asombrosamente fundidos, los rasgos de uno y
otro pintor, la espiritualidad del griego y el colorido del francés.
En el año 1912 Joaquín Sorolla pasa unos días en Toledo y pinta tres grandes
cuadros de la ciudad. Queda tan impresionado por la belleza natural de las
abruptas quebradas del Tajo y por los retablos y lienzos que guardan sus
iglesias y museos que piensa que es allí, en Toledo, donde debería vivir para
que su obra se desarrollara en plenitud.
En el año 1912, uno de los mayores músicos argentinos, Felipe Boedo,
pasa dos meses en Toledo y allí escribe su obra para piano Impresiones de Toledo, que editaría al año siguiente. La Impresiones es una
suite con varias piezas: La catedral, A
orillas del Tajo, El puente de Alcántara, Visiones rápidas. La obra de
Boedo tiene especial importancia por una razón muy simple: Toledo es una ciudad
sin música. No hay compositores toledanos, como no hay música sobre la ciudad.
En Toledo dominan los valores plásticos: desde el paisaje mismo hasta los miles
de lienzos y grabados que lo repiten.
En el año 1912 mueren los dos pintores toledanos más fecundos: Ricardo
Arredondo y Aureliano de Beruete. No eran toledanos nacimiento, pero sí de
obra: no hay otros pintores que hayan trasladado tan minuciosamente una ciudad
a los lienzos. Arredondo y Beruete pusieron muchas veces los caballetes juntos,
y así, mientras charlaban —eran grandes amigos— iban plasmando cada uno su
personal visión de lo que contemplaban. Ricardo Arredondo, más retraído, fue un
pintor casi ignorado hasta que Marañón escribió sobre él. Arredondo y Beruete
fueron amigos de Galdós: sus obras tienen mucho en común, y quizá, sobre
cualquier otro rasgo, esa combinación de realismo y ternura.
En 1912 un gran
filósofo maltratado por el destino, Julián Besteiro, da su último curso a los
niños de Toledo en el instituto de enseñanza secundaria. Ya no volvería a
hablar de Platón y Aristóteles a una muchedumbre adormilada y revoltosa de
adolescentes. A final de año viaja a Madrid: ha ganado una cátedra de la
universidad, y muy pronto empezará su agitada vida política.
Como las astrales, las
conjunciones culturales no se repiten con frecuencia.
Diego Rivera, Vista de Toledo, óleo sobre lienzo, 1912
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