Esta es la iglesia del pueblo. Como casi todas, está construida sobre otra anterior
que el tiempo –por las inclemencias, por el fuego, por el transcurso de los
siglos– había hundido. Esta iglesia la construyó a finales del siglo XIX un
gran arquitecto que había hecho obras
importantes en la capital, y aquí, a tono con la aldea que la rodeaba, levantó
una iglesia modesta, en el estilo neomudéjar que estaba de moda en la época. El
interior es sencillo, sin apenas adornos ni imágenes. Los parroquianos eran
todos campesinos, esforzados labradores de tierras casi baldías. Un poco más
allá estaba el cementerio, y junto a él una ermita.
El pueblo lo incorporaron al municipio de Madrid a mediados del siglo XX y
todo cambió. Aún quedan algunas casas bajas, encaladas, con patio. Sobre las tapias
de los patios asoman las ramas de higueras y laureles. Son una pincelada lírica
en la furiosa épica de las modernas casas vecinas. La iglesia de San Matías y
el cementerio viejo, con sus tumbas renegridas y su ermita de la Soledad, están
hoy rodeadas de grandes avenidas y de edificios altos.
Los feligreses de San Matías siendo campesinos, pero ya no tienen tierras
que labrar. Entran lentamente en misa de ocho. Algunas parejas de ancianos, renqueantes,
casi deformes, caminan cogidos de la mano. Parece como si todos ellos llevaran
el viejo pueblo agrícola en las venas, como si no se hubieran desprendido de
los rasgos de una larga estirpe de labradores, son, como la iglesia, como el
cementerio, como las casas encaladas, como los patios, como las higueras y como
los laureles, los supervivientes de un mundo que ya no existe, pero que aún no
ha acabado de disolverse en la vorágine de la modernidad.
Antigua iglesia parroquial de Hortaleza, del arquitecto Enrique María de Repullés, 1879 |
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