jueves, 31 de mayo de 2012

UNA CASA CON JARDÍN


        Quien visite la casa que Schiller tenía en las afueras de Jena, podrá leer en dos placas clavadas en una fachada lateral, la historia de la casa. En una de las placas se habla del poeta, y en la otra de un jurista que le compró la casa en 1802. Los visitantes conocen al gran poeta, pero pocos, probablemente muy pocos o casi ninguno, al jurista.

Schiller tenía, además de esta, otras dos casas más, una en el centro de Jena y otra en Weimar. La de Weimar, que estaba muy próxima a la de Goethe, es hoy un museo dedicado a él. En esta casa con jardín de las afueras de Jena, Schiller pasaba sólo algunas temporadas, aunque escribió en ella algunas de sus mejores obras, y a ella vinieron –e incluso residieron– sus mejores amigos. Aquí estuvo Novalis durante varias semanas cuidando de Schiller, junto a la cabecera de su cama, cuando éste sufrió a principios de 1791 un agravamiento de la tuberculosis. Aquí se encontraron Goethe y Hölderlin,  un encuentro desdichado, en que Hölderlin estuvo conversando torpemente con el poeta-ministro sin reconocerle, lo que marcó su relación posterior.

El profesor Anton Friedrich Justus Thibaut, que acababa de aceptar una cátedra de derecho romano en Jena, se vino a vivir a esta casa con su mujer y con su hija. Paseando por el jardín meditaba sobre los graves problemas que se habían planteado los juristas antiguos e interpretaba los textos, muchas veces crípticos, en que esos juristas habían formulado las soluciones. Sentado luego en su mesa de trabajo redactaba sus propias reflexiones. En esta casa de Jena escribió Thibaut su gran tratado de derecho romano.

Junto a la mesa de trabajo, siempre repleta de libros y papeles, estaba el piano. Cuando se cansaba de pensar y escribir, se sentaba al piano y tocaba las partituras de Palestrina, de Tomás Luis de Victoria y de otros grandes polifonistas del Renacimiento, además de las obras de dos compatriotas suyos a los que veneraba, Bach y Händel. Esa no era, desde luego, la música que estaba de moda en los primeros años del siglo XIX. En Alemania soplaban ya los vientos arrebatados del Romanticismo.

En la mente humana no hay muros infranqueables, y esa doble vocación científica y artística de Thibaut se refleja en toda su obra. Sus libros de derecho rebosan sensibilidad, y sus páginas sobre música tienen un rigor conceptual que no es habitual en las obras del género.

Una de las palabras que más repite Thibaut es la de pureza. Toda actuación del hombre tiene que estar guiada por la Reinheit: desde la composición y ejecución de una partitura musical hasta la redacción y aplicación de una norma jurídica, o incluso la concepción de las ideas o vivencia de los sentimientos. Por las fechas en que Thibaut escribía, la palabra Reinheit, que luego se generalizaría, era un neologismo. Empezaba a coexistir con la palabra Reinigkeit –la única de ambas que aparece en el diccionario alemán más usado en esos años de entresiglos, el de Joseph Adelung, de 1786, reeditado varias veces–. El neologismo Reinheit tenía un sentido más elevado, más espiritual. Quizá su equivalente más preciso en español sería el término pulcritud: es decir, delicadeza, esmero y belleza a la vez. Con el paso de las décadas, la palabra Reinheit que emplea Thibaut acabaría desplazando a la palabra Reinigkeit, que hoy ha desaparecido de los diccionarios, en los que sólo queda el verbo reinigen, pero no el sustantivo. Goethe, por las mismas fechas en que Thibaut escribía, hablaba de la Reinheit der Seele, la pulcritud del alma.

Esa pulcritud del alma es lo que caracteriza la vida y la obra Thibaut. Y eso se lo pone difícil al biógrafo. Porque los espíritus atormentados y las vidas zigzageantes dan más materia a una biografía que los espíritus serenos y las vidas lineales. No se trata de aquello que decía Gide de que con buenos sentimientos no se hace buena literatura, entre otras cosas porque es falso: con buenos y con malos sentimientos se puede hacer buena literatura. La obra de Thibaut está hecha con buenos sentimientos y es buena: basta con leer cualquiera de sus páginas jurídicas o musicales para comprobarlo. Pero la vida serena y ordenada como la suya, sin apenas salidas de de la ciudad en que vivía, y centrada en el cumplimiento de los deberes profesionales, hacen que la materia biográfica quede muy reducida. Por eso es breve mi libro Thibaut y las raíces clásicas del Romanticismo, que se presentó anteayer, aunque espero que al menos emane de él la hondura y la cercanía del personaje.

La Gartenhaus de las afueras de Jena que Schiller vendió a Thibaut en 1802

martes, 29 de mayo de 2012

LO SUYO


    Hice esta fotografía, hace unos años, en el campo de concentración de Buchenwald. Hasta ayer no me había dado cuenta de lo que dicen esas letras de hierro, porque están invertidas. A cada uno lo suyo. Terrible afirmación para estar en ese lugar, pero también terrible en cualquier lugar y en cualquier momento de la vida. La vieja máxima de Ulpiano, siempre entendida como un modo de realización de la justicia, se convierte de pronto en algo insostenible. Y no porque esté escrita con letras de hierro en esa puerta. Es en sí misma de una dureza aterradora. ¡Lo suyo! ¿Quiénes somos para saber qué es lo de cada cual? ¿De qué poder estamos investidos para decidir lo que otros merecen? La vieja máxima romana, iluminada por la luz difusa de Buchenwald, abre un abismo entre lo propio y lo ajeno, entre uno mismo y los demás. A los otros, a los demás, hay que darles “lo suyo”. No hay que darles “lo nuestro”, sino esa ración bien sopesada y medida que es “lo suyo”: exactamente lo que se merecen.

Jedem das Seine

lunes, 28 de mayo de 2012

BELLEZA DOMÉSTICA


   La frase de Hermann Muthesius que aparece en lo alto de la fotografía se convirtió en el lema de aquel movimiento de renovación estética que fue el Deutscher Werkbund. Alemania, que estuvo al frente de la revolución industrial, se puso al frente de la aplicación del arte a la industria. Había que poner el arte en todo: no sólo en los cojines y las casas –como decía el lema– sino también en los muebles, las lámparas, las vajillas, los cubiertos, las jarras, las cajas de galletas, las cajetillas tabaco, las fábricas, las locomotoras, los buques, los puentes, las ciudades, incluso los cementerios –las dos guerras mundiales, con su botín de muertos, no debilitaron el entusiasmo creador del Deutscher Werkbund–. El catálogo de los productos en venta, el Warenbuch de 1915, es uno de los más fabulosos libros de arte del siglo XX.

   Nada más lejano del Werkbund que el esteticismo. Frente al l’art pour l’art que por esas fechas propugnaban los estetas franceses, el Werkbund defendió un arte que dignificara la vida cotidiana, que contribuyera a la felicidad de los hombres. Rodeado de objetos bellos, viviendo en casas luminosas, creando belleza en las fábricas, el hombre –borradas las clases sociales por obra y gracia de la estética– tendría una existencia más elevada.

   La exposición del Werkbund que estos días ofrece en Museo de Artes Decorativas tiene evidentes semejanzas con la exposición de La vanguardia aplicada de la Fundación Juan March. Si el lector recuerda la fotografía de uno de los rincones de La vanguardia que se trajo a este blog hace unos días, no advertirá apenas diferencia con la fotografía de hoy. Ambas exposiciones podrían reducirse a una sola. Las salas del museo y las de la fundación podrían situarse unas tras otras, sin que el visitante advirtiera que detrás laten dos ideas distintas. Porque, efectivamente, hay dos ideas, aunque sutilmente emparentadas: lo que las vanguardias propugnaban era la aplicación de una nueva estética a las cosas, y lo que el Werkbund pretendía era que los objetos mismos se expresaran estéticamente. Dicho de otro modo: las vanguardias actuaban de fuera a dentro, y el Werkbund de dentro a fuera. Las vanguardias añadían: curvas, espirales, grecas, adornos de todo tipo; el Werkbund extraía: cada cosa debía expresarse por sí misma, manifestar cuál era la belleza más adecuada a su función. Por eso hay más homogeneidad de estilo en las vanguardias que en el Werkbund.

   Las vanguardias murieron y el Werkbund sobrevive. Hace poco, en 2007, ha cumplido el siglo. Hoy agrupa a un millar de artistas, arquitectos y críticos. Alemania sigue al frente de la industria europea, y sigue necesitando una conciencia estética que modere los impulsos primarios que mueven las fábricas: la eficacia, la productividad, el lucro. 

100 años de arquitectura y diseño en Alemania, exposición del Museo de Artes Decorativas. Fotografía del 25 de mayo

sábado, 26 de mayo de 2012

TOLEDO 1912


       En el año 1912, el poeta Rainer María Rilke viaja a Toledo y pasa allí el mes de noviembre. En Toledo escribe el arranque de la Sexta Elegía, que no terminará hasta ese arrebato final en que una voz largamente esperada le dicte —con la fuerza de un huracán— los versos y los poemas que le faltaban para terminar las diez elegías. En Toledo, Rilke pasea, medita, sufre las inclemencias de la soledad y el frío, y se asombra ante una ciudad en que ve fundidos el cielo y la tierra.

       En el año 1912, llega a Toledo el pintor mejicano Diego Rivera. Clava su caballete frente a la ciudad y pinta uno de sus óleos más sorprendentes: la Vista de Toledo. Si resulta difícil imaginar dos influencias tan difícilmente conciliables como El Greco y Cézanne, basta con mirar ese lienzo: ahí están, asombrosamente fundidos, los rasgos de uno y otro pintor, la espiritualidad del griego y el colorido del francés.

       En el año 1912 Joaquín Sorolla pasa unos días en Toledo y pinta tres grandes cuadros de la ciudad. Queda tan impresionado por la belleza natural de las abruptas quebradas del Tajo y por los retablos y lienzos que guardan sus iglesias y museos que piensa que es allí, en Toledo, donde debería vivir para que su obra se desarrollara en plenitud.

       En el año 1912, uno de los mayores músicos argentinos, Felipe Boedo, pasa dos meses en Toledo y allí escribe su obra para piano Impresiones de Toledo, que editaría al año siguiente. La Impresiones es una suite con varias piezas: La catedral, A orillas del Tajo, El puente de Alcántara, Visiones rápidas. La obra de Boedo tiene especial importancia por una razón muy simple: Toledo es una ciudad sin música. No hay compositores toledanos, como no hay música sobre la ciudad. En Toledo dominan los valores plásticos: desde el paisaje mismo hasta los miles de lienzos y grabados que lo repiten.

       En el año 1912 mueren los dos pintores toledanos más fecundos: Ricardo Arredondo y Aureliano de Beruete. No eran toledanos nacimiento, pero sí de obra: no hay otros pintores que hayan trasladado tan minuciosamente una ciudad a los lienzos. Arredondo y Beruete pusieron muchas veces los caballetes juntos, y así, mientras charlaban —eran grandes amigos— iban plasmando cada uno su personal visión de lo que contemplaban. Ricardo Arredondo, más retraído, fue un pintor casi ignorado hasta que Marañón escribió sobre él. Arredondo y Beruete fueron amigos de Galdós: sus obras tienen mucho en común, y quizá, sobre cualquier otro rasgo, esa combinación de realismo y ternura.

En 1912 un gran filósofo maltratado por el destino, Julián Besteiro, da su último curso a los niños de Toledo en el instituto de enseñanza secundaria. Ya no volvería a hablar de Platón y Aristóteles a una muchedumbre adormilada y revoltosa de adolescentes. A final de año viaja a Madrid: ha ganado una cátedra de la universidad, y muy pronto empezará su agitada vida política.

Como las astrales, las conjunciones culturales no se repiten con frecuencia. 

                Diego Rivera, Vista de Toledo, óleo sobre lienzo, 1912

jueves, 24 de mayo de 2012

DOS CASAS


   Hice esta fotografía en la casa que Neruda tenía –y aún tiene, convertida en casa-museo– en Santiago.  Es la casa que uno querría tener: como la torre de un buque. Pero un buque que no estuviera rodeado de mar, sino de vegetación exuberante. Las más bellas hojas de acanto están allí. Miradores acristalados se van superponiendo de manera irregular, más salientes y luminosos unos que otros, pero todos en silencio, el mismo silencio ilimitado y denso de alta mar. En las paredes hay versos escritos, y peces y pájaros pintados, tan bellísimos algunos como estos que están en un pasillo estrecho y encalado.

   En Santiago estuve también en otra casa: la del poeta José Miguel Ibáñez Langlois. Es todo lo contrario: una casa baja, sin la sombra de árboles, curtida por el viento y por el sol austral, pero también en silencio, aunque distinto, el silencio religioso y hermético de la capilla, no el silencio luminoso y pagano de los miradores. José Miguel Ibáñez Langlois es sacerdote. Tan distintas como las casas son los poetas que las habitan –o habitaron–. Neruda e Ibáñez Langlois se admiraron primero y se distanciaron después. Ibáñez Langlois dijo que el Neruda juvenil angustiado era un buen poeta y el Neruda maduro feliz era un poeta flojo. “Si el dolor primero produjo obras tan memorables como las Residencias, la alegría última produce los martilleos de la Barcarola”. Y añadió: “Neruda, el romántico de las honduras turbulentas, es hoy el espléndido neoclásico que extrae delicados artificios de los abismos, que se deleita sin recato en su propia y excelsa maquinaria verbal. Porque la impresión de fondo es que el hombre tiene poco que decir. Ha llegado a disponer de un instrumento verbal tan seguro y templado, que puede darse el lujo de cantar lo que se le ocurra, todas las causas, todos los recuerdos, todas las fabulaciones de sí mismo. Diga lo que diga, lo dirá con un oficio y un tono de lenguaje al que pocos poetas vivos pueden hoy aproximarse. Pero da la impresión de que ya nada le pasa, de que la prosperidad vital y literaria ha adormecido en él los resortes más sensibles de la experiencia, de que su dolor y su esperanza son estrictamente rituales".

   Los dos polos de la poesía religiosa de América son, en estas últimas décadas, Ernesto Cardenal y José Miguel Ibáñez Langlois. Cada uno en un extremo del continente, cada uno en un extremo del género, pero con varios rasgos en común: los versículos largos, las imágenes cósmicas, el aliento desbordado que arrasa los signos de puntuación. Y nada más: uno lleva guerrera militar y boina, y el otro sotana y alzacuello. Son dos modos de ser sacerdote y también poeta-sacerdote. En el fondo, los dos quieren hacer la misma revolución: pero uno desde fuera y arriba, y otro desde dentro y abajo. En el fondo, los dos dejan traslucir en sus versos el mismo misterio, la misma lucha/contraposición/conflicto: el tiempo y la eternidad.

   Tanto en Cardenal como en Ibáñez Langlois se repite la historia de aquel profeta que quería decir palabras complacientes y sólo salían de su boca palabras duras. Son poetas de un mundo que aman y a la vez repudian, y las dos cosas apasionadamente. Los dos son poetas cósmicos, pero a la vez poetas de la miseria del mundo.

   Hace unos años, a Ibáñez Langlois le pidieron una antología de Neruda. Nada mejor que encargar una antología al crítico menos complaciente. El resultado ha sido excepcional, por la hondura del prólogo y por la selección de los poemas.

Un pasillo de La Chascona, la casa de Neruda en el barrio bohemio de Bellavista, en Santiago de Chile

martes, 22 de mayo de 2012

JANE


   En su paso fugaz por Madrid, hemos estado unos pocos viéndola, oyéndola y disfrutándola. Es ella la que ha conseguido que nos sintiéramos pocos –es verdad que la sala no era grande– y cercanos, y además queriéndola, como la hemos querido siempre. Ha empezado y terminado con los mismos versos,

toi je t'aime, les autres ce sont
tous des cons,

y eso era lo que sentíamos, que el mundo se dividía en dos, los que estábamos allí queriéndola como la hemos querido siempre, y los otros, los otros pobres que no la quieren y no estaban allí, disfrutándola, sino ajenos, en su pequeño mundo triste.

   Ha recorrido una y otra vez el escenario, nos ha mirado a todos a los ojos, y las cosas nos las ha dicho a cada uno, y entonces, cuando nos ha dicho

babe alone in Babylone
noyée sous les flots
de musiques
electriques

nos hemos dado cuenta de que es verdad, de que a nosotros, los suyos –¿qué edad tenemos ahora los suyos?–, las olas metálicas de aquellas músicas electrónicas casi nos ahogaron, porque éramos niños solitarios en Babilonia, y todavía lo somos, y por eso nos gusta ella, su dulzura, su voz susurrada, su música sin estridencias.

   Nos ha recordado varias veces que ella no es sólo ella, que es ella y Serge Gainsbourg, y no hacía falta que lo dijera, porque sabemos que desde la muerte de Serge se ha encarnado en ella el misterio de la Dualísima Binidad, y que, viéndola a ella, los vemos a los dos, a Serge y a Jane, y que si siguen vivas las canciones es porque Serge las hizo para la voz pequeña de Jane, que las lleva por el mundo, como las trajo la otra tarde a Madrid.

   Incansable y sonriente las fue susurrando en el escenario, de un extremo a otro, con la blusa blanca desbotonada hasta el límite del suspiro y los pantalones negros, con su energía juvenil, demostrando que el tiempo es una ficción a la que tenemos que resignarnos, con pena y sin gloria, pero contentos porque estábamos juntos, y tristes porque quizá no volvamos a estarlo más.

   A fuerza de aplausos conseguimos que no se fuera cuando ya había terminado, y entonces volvió, y nos cantó La chanson de Prévert, y nos dijo que mientras hay memoria hay amor, y quién ha podido olvidar a Prévert y sus hojas muertas, y a Juliette Greco y a Joseph Kosma,

car chaque fois Les Feuilles mortes
te rappelle à mon souvenir,
jour après jour les amours
n'en finissent pas de mourir.

   Y sin que le pidiéramos más nos cantó L’aquoiboniste, quizá porque sabía que si nos retrataba a todos nos quedaríamos callados, por fin, pensando más en nosotros mismos que en ella, y nos iríamos a casa ensimismados, y por eso nos dijo, sin señalarnos con el dedo, de modo impersonal,

c'est un aquoiboniste,
un faiseur de plaisantristes,
qui dit toujours à quoi bon,
a quoi bon,

porque eso es lo que somos los que la queremos y la hemos querido siempre, unos aquoibonistes, unos perplejos ante el espectáculo de la vida, pero unos perplejos sentimentales, que sabemos que, mirándola y recordándola,

jour après jour les amours
n'en finissent pas de mourir.

   Y cuando ha dejado el micrófono y se han apagado las luces, definitivamente, y aún resonaban sus últimas palabras, que fueron las primeras,

toi je t'aime, les autres ce sont
tous des cons,

nos hemos ido regocijados pensando lo felices que somos los que la queremos y lo tontos que son los que no la quieren y han hecho esta noche cualquier cosa menos estar con ella. 

La fotografía, del 18 de mayo, no es buena, pero es al menos ella, Jane Birkin mientras cantaba esa tarde en Madrid