Para llegar a Alcazarén hay que pasar por un pueblo que se llama
Pozal de las Gallinas. Un poco más allá, un letrero desvía a Moraleja de las
Panaderas; es un letrero inútil, a menos que el viajero quiera ver ruinas: es
un pueblo abandonado. Esta Castilla del norte se parece aún en algo a su
hermana del sur: hay páramos amarillos, cerros calizos, arroyos secos. Pero
junto a Alcazarén hay un gran bosque de pinos marítimos, con densas copas
redondas, que no se vería en la Castilla meridional, en que los pinos laricios
parecen extender con desgana sus ramas desiguales al sol implacable del verano.
Alcazarén tiene setecientos habitantes, dos iglesias, una de ellas cerrada,
pero habitada en su torre por cuatro familias de cigüeñas, y un silencio que
apenas rasga algún trino aislado, porque también los pájaros parecen
sobrecogidos por la quietud.
La primera casa de Alcazarén es la del escritor José Jiménez
Lozano. Tiene su importancia eso de que sea la primera, porque si estuviera en
el centro del pueblo, tendría ya algo de convivencia obligada, aunque en
Alcazarén no haya vecinos por la calle, ni voces, ni puertas entreabiertas por
las que pudiera adivinarse la vida. La casa de Jiménez Lozano es en realidad
dos casas, aunque la segunda no sea propiamente casa, sino la cabaña de un
eremita, tal como la construiría un albañil castellano: de ladrillo, con desván
y con una escalera enlosada y sin barandilla. Abajo hay una mesa junto a la
ventana, y arriba libros, sólo libros, miles de libros en estantes de madera
ligeramente alabeados.
Entre la casa y el eremitorio hay una praderita con gruesos
álamos blancos, y en las paredes encaladas, dos azulejos: en uno dice, en
griego, que el heraldo de la primavera es el ruiseñor; en el otro hay unos
versos de Emily Dickinson,
Si yo ya no viviera,
cuando los petirrojos vuelvan,
dadle al de la corbata roja
una migaja de mi recuerdo.
El ruiseñor y el petirrojo no están nombrados aquí, en esta
praderita verde, por ningún afán esteticista, sino porque son, con los
gorriones y alguna curruca, los únicos seres que habitan el lugar. Y las
gallinas. Porque junto a la casa hay un corral con gallinas. Es importante
reseñar que esos dos azulejos no están a la altura de los ojos, para que los
visitantes los lean, sino en bajo y con letras pequeñas, porque importa lo que
dicen por sí mismos, los lea alguien o no.
Aunque se conozca la obra entera de Jiménez Lozano, para
entenderle bien hay que venir a Alcazarén y oírle durante unas cuantas horas. Porque
él ha escrito que “la vida retirada en el campo no es una elección horaciana,
es una resultante de elecciones prácticas sin ninguna clase de ingrediente
literario o filosófico”. Pero eso, aunque dicho por él, que sólo dice verdades,
verdades como puños –su conversación es una verdad tras otra, dichas todas con
llaneza y naturalidad–, no es toda la verdad. Después de oírle durante unas
cuantas horas se descubre que su vida en Alcazarén no es el resultado de una
elección. Sencillamente: Jiménez Lozano no podría ser quien es si no estuviera
aquí. Es una necesidad. Su mundo no es el de la vida social, el de la
convivencia urbana –con sus convencionalismos, sus apariencias, sus valores
entendidos–, sino el de la ingenuidad primigenia de la naturaleza, el de las
verdades insoslayables del hombre que está en soledad ante sí mismo.
Cuando
nos íbamos, nos dijo que el pasaje del génesis en que se cuenta la creación del
hombre está mal traducido, y que lo que dice el original hebreo es que entonces
Jehová formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló sobre él, y le dio rostro. También nos dijo que Azorín
necesitaba una irrigación cada vez que tenía que hacer de vientre, y por eso no
viajaba, y salía poco de casa. Y que el Gran Inquisidor Valdés, que anduvo por
estos campos de Valladolid, preparó su tumba cuando era muy joven, y que ya entonces
le hizo el encargo de su estatua a Pompeyo Leoni. Y después nos despidió,
moviendo los dos brazos en alto, detrás de la cancela.
José Jiménez Lozano, el miércoles pasado, 4 de julio |
Cuanto hubiera disfrutado de su conversación de haberme podido convertir en uno de esos álamos blancos que el anciano maestro tiene en su jardín.
ResponderEliminarLes imagino hablando de lo humano y lo divino, de arte, belleza, literatura, música, fauna, flora, del transcurso del tiempo, de Las Edades del Hombre...
Saludos,
Juan Pablo
Estoy leyendo un estudio muy interesante sobre la vida y obra de don José Jiménez Lozano, elaborado por don Teófilo Aparicio López, OSA. Lo tengo en PDF y si me dice una dirección de correo electrónico se lo puedo enviar.
ResponderEliminarMi dirección de correo electrónico personal es asesor.lopez@gmail.com, por si prefieres escribirme allí.
Saludos