En esta fotografía interesa tanto la imagen de los
personajes retratados como la sombra de quien los retrata. Es posible incluso,
conociendo el sentido del humor de retratista y sus travesuras infantiles, que
éste hubiera querido convertir su sombra en un personaje más de la escena. La
cosa es que en la fotografía, aunque parezca a primera vista que hay dos
personajes, en realidad hay tres: el poeta Jules Supervielle, su mujer Pilar Saavedra
y la sombra de Felisberto Hernández. Y si nos ponemos un poco metafísicos,
tendríamos que admitir que hay varios personajes más, porque Supervielle, al
autorretratarse en los versos de Un poète,
escribió que
yo no voy siempre solo al fondo de mi mismo
sino que a veces llevo a otros seres conmigo.
sino que a veces llevo a otros seres conmigo.
Y esos otros personajes están de algún modo presentes –también–
en la fotografía a través de esa sonrisa ensimismada de Supervielle. Pero, ¿quiénes
son esos otros seres que el poeta
lleva consigo? Eran los amigos, tanto los vivos como los muertos –qué pocos poetas,
como Supervielle y Rilke, han sentido tan presentes a muertos–, y también esos
otros amigos a los que no conocía, pero de los que se sentía próximo, hasta el
punto de dedicarles uno de sus mejores libros de madurez, Amis inconnus. Supervielle podría
haber dicho, como Novalis, “vivimos en soledad con todo lo que amamos”, y no sé
si es interpretar demasiado una sonrisa, pero todo eso está en la foto: porque el
poeta, aunque está junto a su mujer, está dentro sí mismo, ensimismado, solo, mirando
al infinito, sintiendo la compañía de esos otros
seres.
Supervielle es un caso peculiar de poeta en dos mundos: el
americano y el francés, el realista y el surrealista, el visible y el
invisible. Y todo con esa sonrisa de hombre bondadoso y seguro que revela que,
a pesar de estar en tantos mundos opuestos, sabe muy bien dónde está. Porque,
¿quién sabe mejor dónde está, el que tiene los dos pies en la tierra, o el que
vive –en equilibrio inestable– con un pie en cada mundo, el visible y el
invisible?
Se explica uno muy bien que cuando Rilke y Supervielle se
conocieron sintieran una amistad inmediata. Porque, en realidad, no es que se
conocieran, es que reconocieron: los dos eran habitantes simultáneos de ambos
mundos. Rilke y Supervielle se vieron por primera y última vez en París, a
principios de 1925. Unos meses después, Rilke escribió en una carta algunas
frases que podía haber firmado Supervielle: “La vida y la muerte son una sola cosa. Admitir la una sin la otra,
sería una limitación que, en definitiva, excluiría todo lo infinito. La muerte
es el lado de la vida que no da hacia nosotros, el lado que no está
iluminado: debemos alcanzar la máxima conciencia de nuestro existir, que
reside en ambos ámbitos ilimitados y se
nutre inagotablemente de ambos... La verdadera vida cruza a través de ambos
ámbitos, y la sangre de la circulación suprema se abre paso a través de ambos: no
hay ni un acá ni un allá, sino la gran unidad”. Y unos meses más tarde, cuando Rilke sintió la inminencia de
la muerte, a quien dirigió una de sus últimas cartas fue a ese amigo fugaz y
definitivo, Jules Supervielle, para decirle: “Gravemente enfermo,
dolorosamente, miserablemente, humildemente enfermo, pienso en usted, poeta, y
al hacerlo, pienso en el mundo, que no se da cuenta de que no es más que un
pobre fragmento de un gran jarrón…”.
Cuando Rosa, la nieta de Felisberto Hernández, se fue de España,
me dejó algunas cosas de su abuelo, porque no le cabían en la maleta: la
gramática de español con la que Felisberto pretendía mejorar el lenguaje de sus
cuentos, varios programas de sus conciertos, y algunas fotografías; ésta es una
de ellas. Cosas que, desde luego, habrían cabido en cualquier equipaje. Y es
que Rosa vive también en ambos mundos.
Jules
Supervielle y su mujer, en el patio de su casa en Montevideo. Fotografía de
Felisberto Hernández del año 1943
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