Al tiempo que compré la semana pasada la otra postal, compré
también ésta, en la que todo es fantasmal: no sólo quienes la mandan y la
reciben en la primavera de 1903 –María, que vivía en Madrid, en la calle del Caballero
de Gracia número 19, y su amiga Mercedes, que vivía en la Coruña, Camino Nuevo
número 88– sino también ese desdichado Pedro a quien – “por fin” – han cortado
un dedo, y aún continúa prostrado por la enfermedad y sin poder moverse apenas
en la cama, y fantasmal es también ese airoso conjunto que formaban la iglesia
del Buen Suceso y los dos pabellones bajos que la flanqueaban, de los que
apenas queda ya esta imagen evanescente.
¿Por qué derribaron la iglesia del Buen Suceso? ¿Qué
funcionario firmó aquel expediente de ruina que precedió al derribo? No, no
había ruina. Lo recuerdo muy bien. Los muros exteriores estaban desconchados, y
los interiores renegridos, y de cuando en cuando alguna rata cruzaba parsimoniosamente
por delante del altar durante la misa, pero todo aquello era por desidia de los
mismos que ordenaron el derribo. No había ruina. Hasta el último momento estuvo
la iglesia abierta, hasta el último momento estuvieron los jardincillos
laterales llenos de verdor y alegría, hasta el último domingo saludaron los
vecinos a Perico Chicote, gordo y calvo, el feligrés más popular de la
parroquia, que se detenía a prodigar sonrisas al salir a la acera.
No había ruina. Aquello fue un atropello. Un atropello a la
sensibilidad de los madrileños, que perdían uno de los rincones más plácidos de
Madrid. Porque enfrente estaba el pequeño barrio de Pozas, con sus casas bajas
y encaladas, sus callejones de guijarros y su silencio de aldea manchega, que
por aquellas mismas fechas se derribó también. ¿Por qué? ¿Qué valores superiores
hay, en una ciudad, a la belleza y el silencio?
Fotografía de Jean Laurent,
Madrid
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