Casi a la vez que encontraba esta foto de Positano que hice
cuatro o cinco años atrás, leía el lento avance de la edición crítica de la
obra de Robert Walser. ¿Qué no tienen nada que ver? Bueno, algo sí. A mí al
menos me lo ha parecido de inmediato. Positano y Walser son, cada uno a su
modo, un pueblo y un hombre, dos símbolos de aislamiento.
A Positano se llega por una carreterita colgada sobre el
acantilado de la península sorrentina. Pero es que Positano es un pueblo
vertical, en el que cualquier desplazamiento es casi una cuestión de montañismo.
Positano, enclavado en uno de los triángulos más visitados de Europa –entre
Nápoles, Sorrento y Capri–,
es un pueblo encerrado en sí mismo, de espaldas al mundo. En Positano se
explica uno que González Ruano planeara esconderse allí para siempre, morir en
vida, hacer el difunto Matías Pascal, desaparecer del mapa y cambiar de nombre
y de pasado.
¿Qué se lo impidió, más allá de las
visicitudes de la guerra? Que el modo de huir del mundo no está en encerrarse
en un pueblo vertical. Robert Walser enseñó que había que hacerlo de otra
manera. Si él vivió al margen de todos y de todo, en una modesta y feliz Mansardenexistenz –que magnífica
palabra, que puede describir por sí sola una-vida-que-discurre-de-buhardilla-en-buardilla–,
fue por su falta de ambición. Lo dijo con una frase lapidaria: Glück ist selbstgenügsam. La felicidad
es estar satisfecho con uno mismo. También lo dijo de otra manera: Ein Mensch habe den Mut, sich zu geben und
zu tragen, wie er nun einmal ist. El hombre debe tener el coraje de
entregarse y sobrellevarse simplemente como es. Y en otro lugar confiesa: Ich
bin allerdings arm und an Erfolglosigkeit hat es mir bis heute nie gefehlt,
aber das Leben kann auch ohne Erfolg hübsch sein. Soy absolutamente pobre, y hasta ahora no me han
faltado fracasos, pero una vida sin éxito puede ser también bella. Los
personajes de Walser comparten la resignación feliz de su autor. Como escribió
Walter Bejamin, todos sus personajes tienen una especial nobleza, una rara
aptitud para disfrutar de la vida: gozan de esa felicidad elemental de los
convalecientes. A Ruano le faltaba todo eso: estar satisfecho consigo mismo,
aceptarse como era, resignarse a vivir sin éxitos. En esos casos, Positano es
una pasión inútil.
La vida de Walser tiene, en sus dos largas
etapas, un fiel paralelismo con la de Hölderlin: cincuenta años de lucidez y
treinta de locura. Pero, a diferencia de Hölderlin, que siguió escribiendo en
la Torre de Tubinga algunos poemas de extraña perfección formal, Walser cayó en
el mutismo cuando entró en el primer manicomio. ¿Cómo es posible que los
compiladores de la edición crítica no sepan aún la extensión final de su tarea,
si Walser dejó de escribir en 1929? Porque, no importándole nada la fama, Walser
publicó en periódicos locales sin apenas difusión, porque es probable que
alguna editorial –de tantas que no quisieron publicarle– siga conservando
originales en sus archivos, y porque regaló muchas páginas manuscritas a todo
el que se lo pedía. Los editores han hecho una llamada al público: si conocen
algún texto manuscrito o periodístico de Walser comuníquenlo a feedback@kritische-walser-ausgabe.ch; se lo agradecerán. Varias décadas después de su muerte ha
aparecido un paquete de 526 hojas, escritas con una letra tan pequeña, que al
principio se pensó que estaban redactadas en clave. Ya han salido de ese
paquete dos novelas y seis tomos de algo que, a falta de género conocido, han
llamado simplemente “textos a lápiz” (Aus
dem Bleistiftgebiet).
La edición crítica comenzó a publicarse en 2004 y se prevé
la terminación para 2019. Serán, probablemente, cuarenta y ocho tomos. Hermann
Hesse, que conoció al escritor en la felicidad de su aislamiento del mundo, y
conoció su obra cuando muy pocos la habían leído, escribió que si llegara algún
día en que el pensamiento de Walser iluminara el mundo, no habría más guerras.
Y añadió: si alguna vez tuviera lectores, el mundo sería mejor.
Positano
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