Esta postal está llena de fantasmas, de personajes
evanescentes, unos porque han muerto, y otros porque pasan antes nuestros ojos
–tan ajenos a estas minucias personales que discurren en los primeros años del
siglo pasado– de manera fugaz, y desaparecen también. El que escribe la postal,
vecino quizá de Barcelona, como el destinatario –si fuera de Madrid, probablemente
no mandaría una postal, sino una carta–, le da noticia de algunos amigos comunes
que ha encontrado en la corte: Juan, que no trabajaba, encontró al fin trabajo,
pero era un trabajo que le cansaba, así que ha vuelto a dejar de trabajar y se
encuentra mucho mejor (uno se adhiere cordialmente al sufrimiento y al alivio
de Juan), y Casas, que iba de paso hacia Zaragoza, pero “hecho una calamidad”, estaba
sin camisa, con el pantalón roto, y un zapato en un pie y una alpargata en el
otro (uno siente pena por Casas, que había sido cocinero durante muchos años,
en los que llevó una vida ordenada, y luego el destino le arrojó a la más
abyecta miseria).
La única luz que alumbra en mitad de esas vidas fantasmales
es la de Madrid, la del cielo sin nubes y la de la pradera. Quien hizo esta
fotografía tenía presente el cuadro que Goya pintó en 1788 para la Real Fábrica
de Tapices, La pradera de San Isidro.
La escena es casi la misma. Sólo falta en la fotografía la multitud de
personajes que pueblan el cuadro de Goya y que celebran la fiesta del santo. A
pesar de que había transcurrido más de un siglo, la silueta de Madrid seguía
siendo la misma. La cúpula de San Francisco el Grande seguían presidiendo el
caserío, los torreones con chapiteles de pizarra seguían siendo un rasgo
distintivo de la capital. Se habían levantado algunas casas nuevas en la calle
de Segovia y en el paseo de la Virgen del Puerto, pero el resto estaba como
entonces. Hay, es verdad, otra diferencia: el bosque tan denso que aparece al
fondo de la pradera, junto al río. ¿Existió alguna vez? Esta es una fotografía
coloreada –la fotografía en color no se había inventado aún en 1904, que es el
año en que se escribe la postal–, y es probable que el paisaje que ocupa la
parte inferior de la imagen sea sólo un dibujo, aunque sea un dibujo muy preciso
y bello. Pero esos árboles son, también, fantasmas.
Dentro de unos años la realidad se aproximará a la ficción. Los
treinta y cuatro mil árboles que han plantado a lo largo del río empiezan a
tener ya, en este primer verano, sus pequeñas copas cuajadas de follaje. Los
chopos, con su aire adolescente, blancos y cimbreantes, que, como en el poema
de Guillén, lucen su esbelta silueta,
Perfilan
Sus líneas
De mozos
Los chopos,
Vívidas
Pupilas,
Aplomo
Sin bozo...
Sus líneas
De mozos
Los chopos,
Vívidas
Pupilas,
Aplomo
Sin bozo...
y se alzan sobre los pinos, las
acacias, los castaños, los nogales y los arces. El nuevo parque tiene todavía,
en algunos rincones, un cierto aire de parvulario, con los débiles troncos
disciplinadamente equidistantes y sujetos por rodrigones. En otros lugares hay
ya bosquecillos en penumbra.
Es posible que, alguien, dentro
de un siglo, envíe otra postal, y dé noticia en ella de amigos que nacerán
después de varias generaciones (¿no son, también, fantasmas?). En el primer
plano de la postal se alzarán, retorcidos y compactos, los troncos de pinos
seculares.
Colección Romo y Füssel, Vistas, nº 911 |
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