Esa contraposición –o quizá mejor, esa misteriosa
proximidad, esa contigüidad– entre la consistencia de lo real y la oquedad de
la nada está latente en toda la poesía de Carlos Bousoño. Donde se hace quizá más
visible es en el tránsito de dos libros sucesivos, Noche del sentido e Invasión
de la realidad. El propio título que ha dado Bousoño a la recopilación de
su poesía completa, Primavera de la
muerte, revela esa contraposición: nada más corpóreo y luminoso que la
primavera y nada más misterioso y oscuro que la muerte. Aunque el título parece
entrañar también un atisbo de esperanza, de conciliación de contrarios: la
muerte podría esconder una primavera. Podría ser que al otro lado hubiera
un país nuevo, inmóvil en la luz,
tras de la oscuridad de mi agitada
noche.
Pero hay otra contraposición en nuestra experiencia
cotidiana: la de la intimidad y la inmensidad. Ante la visión de un paisaje
grandioso, lo que parece cobrar una dimensión nueva, lo que se despliega con
mayor presencia aún que el horizonte infinito, es nuestra propia intimidad.
Cuando Rilke se asomó al balcón de su torreón de Muzot un día de enero de 1922
–llevaba varias semanas acumulando silencio y soledad para abrir cauce al
torrente de las Elegías–, tuvo una
vivencia semejante a la de Petrarca, y se acordó de inmediato del poeta toscano
y su subida al Mont Ventoux: lo que
percibía allí, junto a las altas cumbres alpinas, en el silencio estrellado de
la noche, era su propia alma.
Hay dos pintores del Romanticismo alemán que fueron muy
amigos, que viajaron juntos y que se retrataron recíprocamente: Caspar David
Friedrich y Georg Friedrich Kersting. La más acendrada espiritualidad romántica
está reflejada en sus lienzos: pero los de Friedrich son siempre paisajes
agrestes y los de Kersting escenas de interior. Sin embargo, tanto los cuadros
de uno como los de otro transmiten al espectador un mismo mensaje: los hombres
viven inmersos en su propia intimidad. Da lo mismo que el personaje pintado
ascienda a una cumbre o se encierre en su cuarto a leer de noche a la luz de un
candil.
Y hay algo más curioso aún. Sabemos, por el retrato de
Friedrich que hizo Kersting, que esos lienzos de paisajes grandiosos los pintó
Friedrich encerrado en su taller; no clavando el caballete allá arriba, en las
alturas, sino sacando el paisaje de sí mismo: de su intimidad, de su memoria.
Es más: como se puede ver en el cuadro Caspar
David Friedrich in
seinem Atelier, de 1819, para pintar los
altos paisajes nevados, las cumbres con nieves perpetuas, Friedrich cerraba las
ventanas y las contraventanas de su habitación, y encendía una lámpara. La intimidad
del hombre y la inmensidad de la naturaleza, que son aparentemente realidades contrapuestas,
son en el fondo realidades contiguas. Una está dentro de la otra. Quizá sean dos
dimensiones de una misma cosa.
Caspar David Friedrich, El caminante sobre el mar de nubes, 1817 |
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