jueves, 26 de julio de 2012

ANTE LAS CUMBRES


      Esa contraposición –o quizá mejor, esa misteriosa proximidad, esa contigüidad– entre la consistencia de lo real y la oquedad de la nada está latente en toda la poesía de Carlos Bousoño. Donde se hace quizá más visible es en el tránsito de dos libros sucesivos, Noche del sentido e Invasión de la realidad. El propio título que ha dado Bousoño a la recopilación de su poesía completa, Primavera de la muerte, revela esa contraposición: nada más corpóreo y luminoso que la primavera y nada más misterioso y oscuro que la muerte. Aunque el título parece entrañar también un atisbo de esperanza, de conciliación de contrarios: la muerte podría esconder una primavera. Podría ser que al otro lado hubiera

un país nuevo, inmóvil en la luz,
tras de la oscuridad de mi agitada noche.

      Pero hay otra contraposición en nuestra experiencia cotidiana: la de la intimidad y la inmensidad. Ante la visión de un paisaje grandioso, lo que parece cobrar una dimensión nueva, lo que se despliega con mayor presencia aún que el horizonte infinito, es nuestra propia intimidad. Cuando Rilke se asomó al balcón de su torreón de Muzot un día de enero de 1922 –llevaba varias semanas acumulando silencio y soledad para abrir cauce al torrente de las Elegías–, tuvo una vivencia semejante a la de Petrarca, y se acordó de inmediato del poeta toscano y su subida al Mont Ventoux: lo que percibía allí, junto a las altas cumbres alpinas, en el silencio estrellado de la noche, era su propia alma.

      Hay dos pintores del Romanticismo alemán que fueron muy amigos, que viajaron juntos y que se retrataron recíprocamente: Caspar David Friedrich y Georg Friedrich Kersting. La más acendrada espiritualidad romántica está reflejada en sus lienzos: pero los de Friedrich son siempre paisajes agrestes y los de Kersting escenas de interior. Sin embargo, tanto los cuadros de uno como los de otro transmiten al espectador un mismo mensaje: los hombres viven inmersos en su propia intimidad. Da lo mismo que el personaje pintado ascienda a una cumbre o se encierre en su cuarto a leer de noche a la luz de un candil.

      Y hay algo más curioso aún. Sabemos, por el retrato de Friedrich que hizo Kersting, que esos lienzos de paisajes grandiosos los pintó Friedrich encerrado en su taller; no clavando el caballete allá arriba, en las alturas, sino sacando el paisaje de sí mismo: de su intimidad, de su memoria. Es más: como se puede ver en el cuadro Caspar David Friedrich in seinem Atelier, de 1819, para pintar los altos paisajes nevados, las cumbres con nieves perpetuas, Friedrich cerraba las ventanas y las contraventanas de su habitación, y encendía una lámpara. La intimidad del hombre y la inmensidad de la naturaleza, que son aparentemente realidades contrapuestas, son en el fondo realidades contiguas. Una está dentro de la otra. Quizá sean dos dimensiones de una misma cosa. 

Caspar David Friedrich, El caminante sobre el mar de nubes, 1817

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