Los libros se abren, como se abre una puerta, y se entra
dentro, se aloja uno en ellos, se resguarda uno en su calor, la mirada recorre
las hojas, una tras otra, y vuelve luego al exterior, y al interior de nuevo,
recorre la portada, las guardas, la portadilla, la hoja de respeto, la
dedicatoria, el índice. Son como habitaciones distintas, y uno puede meterse en
cada una de ellas, percibir su olor, su textura, su tamaño. El libro
electrónico es otra cosa: plano e inerte, no permite hacer ese recorrido físico
y sensual.
Pero uno y otro coexisten y coexistirán. Cumplen una función
distinta. Quinientos, mil, diez mil libros no se pueden llevar a rastras, pero
se pueden llevar, digitalizados, en un soporte minúsculo.
Sin embargo, el libro ideal no es ni uno ni otro, ni el
físico ni el digital. Es libro ideal es la caja. Es verdad que un libro-caja
sólo puede contener una obra de valor. No toda obra vale para libro-caja.
Custodiar abalorios en una arqueta es un absurdo. Lo que se guarda en una arqueta
son joyas. En el libro-caja debe contener varias cosas, distintas según el
caso, pero normalmente debería haber en él ilustraciones, fotografías –del
autor y su entorno, la mesa donde escribe, la cama donde duerme, el paisaje,
urbano o campestre, que enmarca su ventana…–, hojas manuscritas, el texto
impreso…
Hoy –¡hoy mismo!– ha salido uno de esos libros-caja, y me
apresuro a dar cuenta precipitada de él al lector. Se llama Carta a Ileana. Su autor es el cubano
Lezama Lima. Es un libro muy breve. Es sólo una carta. Pero la bondad de la literatura,
¿se puede medir al peso?
Lezama es de esos autores que nos hace parientes suyos. Yo
me he sentido siempre una especie de sobrino lejano, lejano en la sangre y en
la geografía. Lezama gordo, bondadoso, asmático, alegre siempre en su
confinamiento insular –no le dejaron salir a recoger ninguno de los premios que
le dieron en el extranjero–, sumido en ese drama constante de que se le acababa
el inhalador y se retrasaba –por el embargo y las trabas burocráticas– la
llegada del siguiente. Lezama envuelto siempre en el humo azulado de sus puros,
en compañía de los demás poetas de Orígenes,
tan vigilados como él y sin embargo tan elementalmente felices. Lezama recién
casado a los sesenta y pico años, Lezama rezador, infantil, bromista, ensimismado.
En la caja hay una carta. Con la carta va una fotografía de
Lemaza y otra de Ileana, nieta de su hermana Rosa María y destinataria de la
carta. Es rubia y tiene los ojos negros. La carta se reproduce dos veces, en
facsímil y en imprenta. A diferencia de los libros, las cajas son como un trozo
de vida, como esos cajones de nuestras abuelas que tanto se parecían a una
playa en que mar había ido dejando, a lo largo del tiempo, vestigios de hombres
y mujeres que desaparecieron en sus profundidades.
José Lezama Lima, Carta a Ileana, Madrid 2012
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