El filósofo
Wittgenstein tenía un hermano llamado Paul. Que Paul fuera manco tendría poca
importancia en la historia de la humanidad si no hubiera sido pianista. Cuando
Paul empezó triunfar en los escenarios europeos, una granada le destrozó un
brazo mientras se arrastraba por una trinchera de la Gran Guerra. El brazo
perdido fue el derecho, de manera que le quedó la mano que en todas las
partituras tiene encomendada el acompañamiento. Pero entonces Paul pidió a los
grandes compositores de la época que compusieran para él. Maurice Ravel
escribió el Concierto de Piano para la Mano Izquierda en re mayor, Sergéi
Prokófiev compuso el Concierto para Piano
en si bemol mayor, y también Benjamin Britten, Paul Hindemith, Richard
Strauss y otros varios compositores igualmente ilustres hicieron piezas para su
única mano. Lo curioso es que, en general, al pianista manco no le gustaron las
partituras, y hacia algunas de ellas, como la de Ravel, sintió profunda
aversión. Este último episodio lo pone difícil a la hora de extraer la moraleja. Porque habría sido bonito
sacar la gran lección de cómo superar a fuerza de entusiasmo la mayor
adversidad. Pero ese enconamiento final del pianista lo desbarata todo.
O quizá no. Porque en realidad todos somos
un poco mancos, y hay demasiados días de desgana, de desánimo y de rabia, y aún
así hay que tratar de sacarle fruto a la única mano. Puede que la lección del
manco Wittgenstein, con su irritación, acabe resultando, tal como fue, más
provechosa.
Paul Wittgenstein
(1887-1961)
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