jueves, 4 de octubre de 2012

EL OLVIDADO


        Las pocas veces que en nuestros días se recuerda al escritor Jorge Ferrer-Vidal se le llama, con razón, el olvidado. No, no se le ha olvidado del todo, pero se le recuerda poco. Se le recuerda menos de lo que merece. Quizá llegue en el futuro un día en que se le recuerde mucho, se le recuerde tanto como habría que recordarle, pero entonces será tanta la inercia que se le seguirá llamando el olvidado. El olvidado por antonomasia será Jorge Ferrer-Vidal, y se le seguirá llamado así sin razón alguna. Es lo que pasa, por ejemplo, con el ilustre polígrafo montañés, que escribió más o menos siempre de lo mismo, y con mayor razón se le debería llamar el ilustre monógrafo. Llegará un momento –porque los manuales, con el tiempo, tienden (sólo tienden) a coincidir con la verdad− en que Jorge Ferrer-Vidal, el olvidado, aparecerá como uno de los grandes prosistas de la segunda mitad del siglo XX. Pero, por ahora, los manuales no le mencionan.

        El género de Jorge Ferrer-Vidal es el cuento. Es imposible meter tanta luz y tanta jovialidad en unas pocas páginas, cómo él sabía hacer. Pero la jovialidad suele lindar con la melancolía. Otros cuentos de Jorge Ferrer-Vidal son tristes. Pero es una tristeza llena de compasión y de delicadeza.

       También escribió novelas. Pero las escribía con la misma densidad poética con que escribía los cuentos, y eso hace que sólo puedan leerse a trocitos. Son como perfumes que se vendieran en garrafas. Su género no era ese: era el cuento. En tres o cuatro páginas transportaba al lector a mundos llenos de luz o de sombra.

Uno de estos días se va a clausurar la exposición de Matisse del Centre Pompidou. Matisse es de esos autores que insisten en su género. “Yo me he inventado a mí mismo a la vista de mis primeras obras. Esas obras raramente engañan. Luego he tratado de mantener la monotonía”, le escribe el pintor al poeta Apollinaire. La exposición del Pompidou es una prueba de empeño, de insistencia: han puesto, unas junto a otras, las obras que tratan un mismo asunto. Por eso han titulado la exposición Matisse. Pares y series. Los pares son la excepción, y las series, la regla: hasta ocho y diez cuadros repiten la misma figura o la misma escena.

“El arte es como una partida de cartas –escribió Matisse en otro lugar–. Desde el primer momento se sabe cómo le va a ir a uno en la partida”. Repartida la baraja y vistas las cartas que le habían tocado, Matisse decidió jugar toda la partida con las mismas. Sin descartarse ni encartarse. Una misma y sola partida hasta el final.

En estas series de cuadros de un mismo tema se ve cómo el pintor va depurando su estilo, va aguzando el trazo, el color, el encuadre, igual que esos afiladores que, montados sobre el carretón y girando infatigablemente la piedra, van sacando al cuchillo un filo cada vez más bruñido y cortante. Todos los cuadros de Matisse son un mismo cuadro, como si cada uno llevara dentro el germen del siguiente. Siempre las mismas cartas. Siempre el mismo cuchillo.

En ese dilema –mantenerse en el género o cambiar–, otros creadores han optado por cambiar. Han tirado las cartas y han barajado de nuevo. Tenían su género y han ido a buscar otro. En lugar de aquello que recomendaba Umbral –“en literatura, y en el arte en general, hay que picar en la mina que es uno mismo” –, han ido a abrir galerías en las minas de otros, o en terreno de nadie. ¿Insistir o innovar? Eugenio D’Ors dio, quizá, una pista: “Mis límites son mis riquezas”. 

Portada de la primera novela de Jorge Ferrer-Vidal, Así fueron tus días y los míos, Sevilla 1978.

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