Las pocas
veces que en nuestros días se recuerda al escritor Jorge Ferrer-Vidal se le
llama, con razón, el olvidado. No, no se le ha olvidado del todo, pero se le
recuerda poco. Se le recuerda menos de lo que merece. Quizá llegue en el futuro
un día en que se le recuerde mucho, se le recuerde tanto como habría que
recordarle, pero entonces será tanta la inercia que se le seguirá llamando el
olvidado. El olvidado por antonomasia será Jorge Ferrer-Vidal, y se le seguirá
llamado así sin razón alguna. Es lo que pasa, por ejemplo, con el ilustre
polígrafo montañés, que escribió más o menos siempre de lo mismo, y con mayor
razón se le debería llamar el ilustre monógrafo. Llegará un momento –porque los
manuales, con el tiempo, tienden (sólo tienden) a coincidir con la verdad− en
que Jorge Ferrer-Vidal, el olvidado, aparecerá como uno de los grandes prosistas
de la segunda mitad del siglo XX. Pero, por ahora, los manuales no le
mencionan.
El género de Jorge Ferrer-Vidal es el cuento. Es imposible
meter tanta luz y tanta jovialidad en unas pocas páginas, cómo él sabía hacer. Pero
la jovialidad suele lindar con la melancolía. Otros cuentos de Jorge
Ferrer-Vidal son tristes. Pero es una tristeza llena de compasión y de delicadeza.
También escribió novelas. Pero las escribía con la misma
densidad poética con que escribía los cuentos, y eso hace que sólo puedan
leerse a trocitos. Son como perfumes que se vendieran en garrafas. Su género no
era ese: era el cuento. En tres o cuatro páginas transportaba al lector a
mundos llenos de luz o de sombra.
Uno de estos días se va a clausurar la
exposición de Matisse del Centre Pompidou.
Matisse es de esos autores que insisten en su género. “Yo me he inventado a mí
mismo a la vista de mis primeras obras. Esas obras raramente engañan. Luego he
tratado de mantener la monotonía”, le escribe el pintor al poeta Apollinaire.
La exposición del Pompidou es una prueba de empeño, de insistencia: han puesto,
unas junto a otras, las obras que tratan un mismo asunto. Por eso han titulado
la exposición Matisse. Pares y series.
Los pares son la excepción, y las series, la regla: hasta ocho y diez cuadros
repiten la misma figura o la misma escena.
“El arte es como una partida de cartas –escribió
Matisse en otro lugar–. Desde el primer momento se sabe cómo le va a ir a uno
en la partida”. Repartida la baraja y vistas las cartas que le habían tocado,
Matisse decidió jugar toda la partida con las mismas. Sin descartarse ni
encartarse. Una misma y sola partida hasta el final.
En estas series de cuadros de un mismo tema
se ve cómo el pintor va depurando su estilo, va aguzando el trazo, el color, el
encuadre, igual que esos afiladores que, montados sobre el carretón y girando
infatigablemente la piedra, van sacando al cuchillo un filo cada vez más
bruñido y cortante. Todos los cuadros de Matisse son un mismo cuadro, como si
cada uno llevara dentro el germen del siguiente. Siempre las mismas cartas.
Siempre el mismo cuchillo.
En ese dilema –mantenerse en el género o
cambiar–, otros creadores han optado por cambiar. Han tirado las cartas y han
barajado de nuevo. Tenían su género y han ido a buscar otro. En lugar de
aquello que recomendaba Umbral –“en literatura, y en el arte en general, hay
que picar en la mina que es uno mismo” –, han ido a abrir galerías en las minas
de otros, o en terreno de nadie. ¿Insistir o innovar? Eugenio D’Ors dio, quizá,
una pista: “Mis límites son mis riquezas”.
Portada de la primera novela de Jorge
Ferrer-Vidal, Así fueron tus días y los
míos, Sevilla 1978.
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