jueves, 1 de noviembre de 2012

NOTICIA DESDE URUGUAY


            La muerte, tan próxima y tan lejana a la vez, de Fernando Díaz-Plaja –porque fue ayer mismo pero en las lejanas tierras de América–, me he hecho recordarle, no donde estuve algunas tardes con él –el piso treinta y tres de la Torre de Madrid–, sino donde no estuve a su lado: en esa playa de Punta del Este en la que el sol se pone interminablemente mientras brillan a lo lejos los lomos plateados de los lobos de mar de la Isla de Lobos. Y le veo con tanta nitidez, que puedo afirmar que Fernando va caminando por la orilla, erguido como siempre, con un traje impecable de colores claros, mientras Haydée sujeta con ambas manos la pamela que la brisa austral trata de arrebatarle.
            Desde su casa de Madrid, que era poco más grande que el camarote de lujo de un capitán curtido por mil navegaciones, se veía el alma de la ciudad: el viejo caserío cubierto de tejas rojas, y un poco más allá la mole blanca del Palacio Real, que desde aquella altura no tenía más empaque que el de una maqueta que le hubieran enseñado a Carlos III para que pudiera hacerse idea de que como quedaría el palacio cuando lo hubieran terminado.
            Tenía pocos libros, y todos encuadernados en piel y muy apretados en la única estantería. Ni un solo libro sobre una mesa o un sofá. Ni un solo papel por ningún lado. Porque Fernando era un escritor mediopensionista. Sólo escribía unas horas, y fuera de su casa, generalmente en la hemeroteca. El resto del día paseaba. Me dijo una vez que escribía dos folios cada día, sin faltar ninguno, de manera que a final de año podía publicar un tomo de 730 páginas, dos libros de 365 o cuatro de 182. Dependía.

            Fernando era a la vez muy escritor y muy poco escritor, las dos cosas de manera rigurosamente simultánea. Lo era mucho porque comía –y sobre todo vestía, siempre con exquisita elegancia– de sus libros, y lo era poco porque a él todo eso de la inspiración y del lirismo le resultaban ajenos. No es que fuera un escritor artesano, es que era un escritor talabartero o guarnicionero, que lo que hacía era fabricar piezas, a mano, sí, pero de cuero más o menos repujado. Probablemente más repujado que menos, porque datos, gracia e ingenio no faltaban en casi ninguna de sus páginas. Su devoción por su hermano Guillermo creo que era una secreta nostalgia del tipo de escritor que él no era.

            Ha muerto en el Hogar Español de Ancianos de Montevideo. Menuda contradicción. Porque Fernando Díaz-Plaja, que ha muerto a los noventa y cuatro años, no es que no fuera anciano, ni viejo, es que no fue nunca un hombre maduro. Tuvo siempre el aire juvenil y la sonrisa adolescente del conquistador casi profesional, aunque no tratara nunca de conquistar otra cosa que no fuese una vida sosegada y amable.

Uno de sus últimos libros, y en la portada,
una vista desde sus ventanas.
 
 

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