La muerte, tan próxima y tan lejana
a la vez, de Fernando Díaz-Plaja –porque fue ayer mismo pero en las lejanas
tierras de América–, me he hecho recordarle, no donde estuve algunas tardes con
él –el piso treinta y tres de la Torre de Madrid–, sino donde no estuve a su
lado: en esa playa de Punta del Este en la que el sol se pone interminablemente
mientras brillan a lo lejos los lomos plateados de los lobos de mar de la Isla
de Lobos. Y le veo con tanta nitidez, que puedo afirmar que Fernando va caminando
por la orilla, erguido como siempre, con un traje impecable de colores claros,
mientras Haydée sujeta con ambas manos la pamela que la brisa austral trata de
arrebatarle.
Desde su casa de Madrid, que era
poco más grande que el camarote de lujo de un capitán curtido por mil
navegaciones, se veía el alma de la ciudad: el viejo caserío cubierto de tejas
rojas, y un poco más allá la mole blanca del Palacio Real, que desde aquella
altura no tenía más empaque que el de una maqueta que le hubieran enseñado a
Carlos III para que pudiera hacerse idea de que como quedaría el palacio cuando
lo hubieran terminado.
Tenía pocos libros, y todos encuadernados
en piel y muy apretados en la única estantería. Ni un solo libro sobre una mesa
o un sofá. Ni un solo papel por ningún lado. Porque Fernando era un escritor
mediopensionista. Sólo escribía unas horas, y fuera de su casa, generalmente en
la hemeroteca. El resto del día paseaba. Me dijo una vez que escribía dos
folios cada día, sin faltar ninguno, de manera que a final de año podía
publicar un tomo de 730 páginas, dos libros de 365 o cuatro de 182. Dependía.
Fernando era a la vez muy escritor y
muy poco escritor, las dos cosas de manera rigurosamente simultánea. Lo era
mucho porque comía –y sobre todo vestía, siempre con exquisita elegancia– de
sus libros, y lo era poco porque a él todo eso de la inspiración y del lirismo
le resultaban ajenos. No es que fuera un escritor artesano, es que era un
escritor talabartero o guarnicionero, que lo que hacía era fabricar piezas, a
mano, sí, pero de cuero más o menos repujado. Probablemente más repujado que
menos, porque datos, gracia e ingenio no faltaban en casi ninguna de sus
páginas. Su devoción por su hermano Guillermo creo que era una secreta
nostalgia del tipo de escritor que él no era.
Ha muerto en el Hogar Español de
Ancianos de Montevideo. Menuda contradicción. Porque Fernando Díaz-Plaja, que ha
muerto a los noventa y cuatro años, no es que no fuera anciano, ni viejo, es
que no fue nunca un hombre maduro. Tuvo siempre el aire juvenil y la sonrisa
adolescente del conquistador casi profesional, aunque no tratara nunca de
conquistar otra cosa que no fuese una vida sosegada y amable.
Uno de sus últimos libros, y en la portada,
una vista
desde sus ventanas.
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