Al llegar, cerca
ya de Toledo, a esa gran llanura que cierra en lo alto el pueblo de Olías del
Rey, encaramado a una colina, me acuerdo siempre de Garcilaso, que en esa
llanura cayó herido por la espada de un comunero, y desde la llanura el
pensamiento vuela a veces a la isla donde el poeta estuvo desterrado.
Un verano recorrí
con emoción las dos islas –la Untere
Wöhrd y la Obere Wöhrd– que se alinean en mitad del Danubio a la altura
de Ratisbona. ¿Sería una de estas dos islas? ¿Pasearía el poeta su tristeza por
una de estas dos islas silenciosas y sombrías? Están demasiado cerca de la
ciudad. El destierro que se había impuesto al poeta le prohibía acercarse a la
corte, y el emperador estaba en Ratisbona. Las islas se alinean junto al puente
romano y la ciudad vieja: demasiado próximas al emperador.
¿Cuál es entonces
esa isla
do siempre
primavera
parece en la
verdura
sembrada de las
flores;
esa isla donde
hacen los
ruiseñores
renovar al placer
o la tristura
con sus blandas
querellas,
que nunca, día ni
noche, cesan dellas,
esa isla en que
el poeta estuvo “preso y forzado y solo en tierra ajena”?
La isla no podía estar lejos de
Ratisbona, porque Garcilaso había viajado hasta allí con el duque el Alba y su
séquito, y además el emperador no tenía empeño en alejar a Garcilaso. Quien lo
tenía era la emperatriz. Garcilaso había sido testigo de una boda que ella no había
autorizado: la de Isabel de la Cueva, que, aún siendo niña, era una de sus damas
de compañía. Era hija del duque de Alburquerque, y el destino de la herencia
del duque estaba en juego, porque con la boda acabaría pasando a manos del
marido. En la búsqueda de la isla todo esto tiene importancia: el emperador
quería a Garcilaso y no tenía interés en mantenerle lejos.
Puede que al
poeta le hubiesen retenido antes de llegar a Ratisbona, en la isla de Schütt,
junto a Núremberg, firmemente fortificada, donde habría estado a buen recaudo, o
más cerca, en la isla de Gstütt, alojado en una choza o una cabaña, donde sólo le
habría retenido la corriente del río. Pero en este tramo en que el Danubio
recorre las tierras bajas de Baviera, las islas son muchas. Cabe que la isla de
Garcilaso sea cualquier otra.
Pocas cosas le
harían a uno más feliz que pasar unas cuantas semanas de isla en isla,
recorriéndolas despacio, como zahorí más que como erudito –uno no puede tratar
de ser lo que no es–, sintiendo en todas ellas la emoción de que el poeta
pudiera haber estado allí. No sólo recorriéndolas, sino tratando de imaginar también
cuáles eran aquellas “razones” pesarosas que atormentaba al poeta, y que quería
dejar enterradas en las arenas del río:
Danubio, rio divino,
que por fieras naciones
vas con tus claras ondas discurriendo,
pues no hay otro camino
por donde mis razones
vayan fuera d’aquí sino corriendo
por tus aguas y siendo
en ellas anegadas,
si en tierra tan ajena,
en la desierta arena,
d’alguno fueren a la fin halladas,
entiérrelas siquiera
porque su error s’acabe en tu ribera.
que por fieras naciones
vas con tus claras ondas discurriendo,
pues no hay otro camino
por donde mis razones
vayan fuera d’aquí sino corriendo
por tus aguas y siendo
en ellas anegadas,
si en tierra tan ajena,
en la desierta arena,
d’alguno fueren a la fin halladas,
entiérrelas siquiera
porque su error s’acabe en tu ribera.
Ratisbona
y las islas Wörth. Grabado del Civitates
Orbis Terrarum, Colonia 1598.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario