martes, 16 de octubre de 2012

LA ISLA DE GARCILASO


Al llegar, cerca ya de Toledo, a esa gran llanura que cierra en lo alto el pueblo de Olías del Rey, encaramado a una colina, me acuerdo siempre de Garcilaso, que en esa llanura cayó herido por la espada de un comunero, y desde la llanura el pensamiento vuela a veces a la isla donde el poeta estuvo desterrado.

Un verano recorrí con emoción las dos islas  –la Untere  Wöhrd y la Obere Wöhrd– que se alinean en mitad del Danubio a la altura de Ratisbona. ¿Sería una de estas dos islas? ¿Pasearía el poeta su tristeza por una de estas dos islas silenciosas y sombrías? Están demasiado cerca de la ciudad. El destierro que se había impuesto al poeta le prohibía acercarse a la corte, y el emperador estaba en Ratisbona. Las islas se alinean junto al puente romano y la ciudad vieja: demasiado próximas al emperador.

¿Cuál es entonces esa isla

do siempre primavera
parece en la verdura
sembrada de las flores;

esa isla donde

hacen los ruiseñores
renovar al placer o la tristura
con sus blandas querellas,
que nunca, día ni noche, cesan dellas,

esa isla en que el poeta estuvo “preso y forzado y solo en tierra ajena”?

        La isla no podía estar lejos de Ratisbona, porque Garcilaso había viajado hasta allí con el duque el Alba y su séquito, y además el emperador no tenía empeño en alejar a Garcilaso. Quien lo tenía era la emperatriz. Garcilaso había sido testigo de una boda que ella no había autorizado: la de Isabel de la Cueva, que, aún siendo niña, era una de sus damas de compañía. Era hija del duque de Alburquerque, y el destino de la herencia del duque estaba en juego, porque con la boda acabaría pasando a manos del marido. En la búsqueda de la isla todo esto tiene importancia: el emperador quería a Garcilaso y no tenía interés en mantenerle lejos.

Puede que al poeta le hubiesen retenido antes de llegar a Ratisbona, en la isla de Schütt, junto a Núremberg, firmemente fortificada, donde habría estado a buen recaudo, o más cerca, en la isla de Gstütt, alojado en una choza o una cabaña, donde sólo le habría retenido la corriente del río. Pero en este tramo en que el Danubio recorre las tierras bajas de Baviera, las islas son muchas. Cabe que la isla de Garcilaso sea cualquier otra.

Pocas cosas le harían a uno más feliz que pasar unas cuantas semanas de isla en isla, recorriéndolas despacio, como zahorí más que como erudito –uno no puede tratar de ser lo que no es–, sintiendo en todas ellas la emoción de que el poeta pudiera haber estado allí. No sólo recorriéndolas, sino tratando de imaginar también cuáles eran aquellas “razones” pesarosas que atormentaba al poeta, y que quería dejar enterradas en las arenas del río:

Danubio, rio divino,
que por fieras naciones
vas con tus claras ondas discurriendo,
pues no hay otro camino
por donde mis razones
vayan fuera d’aquí sino corriendo
por tus aguas y siendo
en ellas anegadas,
si en tierra tan ajena,
en la desierta arena,
d’alguno fueren a la fin halladas,
entiérrelas siquiera
porque su error s’acabe en tu ribera.


Ratisbona y las islas Wörth. Grabado del Civitates Orbis Terrarum, Colonia 1598.

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