martes, 9 de octubre de 2012

YA DESMORONADOS


            La imagen que está al final de estas líneas la dibujó del natural Núñez de Castro sobre una piedra litográfica cuando el siglo XIX avanzaba por su segunda mitad. Se trata de una delicada ermita mudéjar que estuvo en la entrada de Toledo. La construcción, del siglo XII, era de las más antiguas de la ciudad. Que la puerta estuviera junto al ábside es de una originalidad sorprendente. La ermita, como puede verse en la imagen, tenía un muro a cada lado: eran las casas del capellán y del santero.

            Me encontré con esta estampa en la Biblioteca Nacional hace ya más de veinte años, cuando escribía un libro sobre el grabado toledano, y ahora me he vuelto a encontrar con ella. En todo este tiempo la he recordado cada domingo cuando volvía a Toledo. Porque la ermita, aunque cegada la puerta, vacía la hornacina, caída la cornisa, desgastadas los ladrillos, maltrechos los arcos y  desaparecido el puente que le daba acceso, sigue estando donde estaba: saludando al visitante cuando entra en la ciudad. Es verdad que ahora saluda con un guiño triste: con la sonrisa mellada y la mirada tuerta.

            Sobre la imagen mutilada por el tiempo y por la desidia he visto cada semana la imagen intacta del grabado. Lo que la ley prohíbe –eso que llama la reconstrucción “mimética”−, lo hacía impunemente la memoria: reconstruía la ermita tal como fue.

       Si tenemos la fortuna de que este grabado –probablemente la única imagen que se conserva− nos diga con toda precisión cómo fue la ermita, ¿porqué no reconstruirla exactamente así? ¿Porqué no rehacerla miméticamente, ladrillo por ladrillo, piedra por piedra, madera por madera?

    La Ley del Patrimonio Histórico prohíbe, en la reconstrucción de los monumentos, “las confusiones miméticas”. Pues bien, hagamos exactamente lo que la ley prohíbe: mimeticemos, imitemos, copiemos, reproduzcamos, declaremos una guerra sin cuartel a ese nefasto artículo de la ley, infrinjámoslo de frente y de soslayo, por la mañana, tarde y noche, por tierra, mar y aire, por activa y por pasiva, por arriba y por abajo, a sol y a sombra.

           Ya lo constató Quevedo en aquellos versos de tan amargo realismo: miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes ya desmoronados… Pues sí, frente al desmoronamiento, alcemos de nuevo los muros, rehagamos la patria que fenece en ruinas, y rehagámosla tal como fue. Convirtamos en piedra la memoria. Caminemos por la senda que lleva de la sombra (de las ruinas) a la luz (de los muros).

          Son muchas las ruinas diseminadas por nuestros campos que están clamando por recuperar su viejo esplendor. Naves de viejas abadías en las que ha crecido la hierba, ermitas sin techumbre, castillos habitados ya sólo por cardos y ortigas. De muchos de ellos hay imágenes muy precisas de cómo fueron. ¿Porqué no reconstruirlas con fidelidad mimética, dejando a un lado el precepto absurdo que lo prohíbe? 


La ermita de San Eugenio, en Toledo. Litografía de Núñez de Castro

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