La imagen
que está al final de estas líneas la dibujó del natural Núñez de Castro
sobre una piedra litográfica cuando el siglo XIX avanzaba por su segunda mitad.
Se trata de una delicada ermita mudéjar que estuvo en la entrada de Toledo. La
construcción, del siglo XII, era de las más antiguas de la ciudad. Que la
puerta estuviera junto al ábside es de una originalidad sorprendente. La
ermita, como puede verse en la imagen, tenía un muro a cada lado: eran las
casas del capellán y del santero.
Me encontré con esta
estampa en la Biblioteca Nacional hace ya más de veinte años, cuando escribía
un libro sobre el grabado toledano, y ahora me he vuelto a encontrar con ella.
En todo este tiempo la he recordado cada domingo cuando volvía a Toledo. Porque
la ermita, aunque cegada la puerta, vacía la hornacina, caída la cornisa,
desgastadas los ladrillos, maltrechos los arcos y desaparecido el puente que le daba acceso,
sigue estando donde estaba: saludando al visitante cuando entra en la ciudad.
Es verdad que ahora saluda con un guiño triste: con la sonrisa mellada y la
mirada tuerta.
Sobre la imagen
mutilada por el tiempo y por la desidia he visto cada semana la imagen intacta
del grabado. Lo que la ley prohíbe –eso que llama la reconstrucción “mimética”−,
lo hacía impunemente la memoria: reconstruía la ermita tal como fue.
Si tenemos la fortuna
de que este grabado –probablemente la única imagen que se conserva− nos diga
con toda precisión cómo fue la ermita, ¿porqué no reconstruirla exactamente
así? ¿Porqué no rehacerla miméticamente, ladrillo por ladrillo, piedra por
piedra, madera por madera?
La Ley del Patrimonio Histórico prohíbe, en la
reconstrucción de los monumentos, “las confusiones miméticas”. Pues bien,
hagamos exactamente lo que la ley prohíbe: mimeticemos, imitemos, copiemos,
reproduzcamos, declaremos una guerra sin cuartel a ese nefasto artículo de la
ley, infrinjámoslo de frente y de soslayo, por la mañana, tarde y noche, por
tierra, mar y aire, por activa y por pasiva, por arriba y por abajo, a sol y a
sombra.
Ya lo constató Quevedo en
aquellos versos de tan amargo realismo: miré los muros de la patria mía, si un
tiempo fuertes ya desmoronados… Pues sí, frente al desmoronamiento, alcemos de
nuevo los muros, rehagamos la patria que fenece en ruinas, y rehagámosla tal
como fue. Convirtamos en piedra la memoria. Caminemos por la senda que lleva de
la sombra (de las ruinas) a la luz (de los muros).
Son muchas las ruinas
diseminadas por nuestros campos que están clamando por recuperar su viejo
esplendor. Naves de viejas abadías en las que ha crecido la hierba, ermitas sin
techumbre, castillos habitados ya sólo por cardos y ortigas. De muchos de ellos
hay imágenes muy precisas de cómo fueron. ¿Porqué no reconstruirlas con
fidelidad mimética, dejando a un lado el precepto absurdo que lo prohíbe?
La ermita de San Eugenio, en
Toledo. Litografía de Núñez de Castro
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