Hölderlin y Schelle tienen varias cosas en común. Los dos
son alemanes, los dos han nacido en la misma década –Hölderlin en 1770 y
Schelle en 1777−, los dos vivieron unos
años finales de locura, y los dos tuvieron pasión por andar. Pero sobre todo,
los dos fueron los primeros románticos, con un pie aún en el clasicismo:
Hölderlin en la poesía y Schelle en el paseo.
En realidad, aunque los dos anduvieron mucho, lo hicieron de
manera distinta. Para Hölderlin, pasear fue un medio, mientras que para
Schelle, pasear fue un fin. Hölderlin recorrió media Europa a pie, y cuando
paseaba, lo hacía para huir de sus tormentos interiores. “Los bosques con su
calma aplacan / cada espina en mi corazón”, escribió en un poema tardío que
tituló precisamente así, El paseo.
Schelle publicó en 1802 su libro El arte de pasear. Fue la irrupción del romanticismo en el paseo.
Porque hasta entonces, la naturaleza era sólo el escenario de los soliloquios
interiores. Basta con hojear Las
ensoñaciones del paseante solitario, de Rousseau, para darse cuenta. Con
Schelle todo cambia: la naturaleza pasa al primer plano, el hombre que pasea
siente y piensa a la vez, el paseo se convierte en la más alta actividad
humana. El hombre sólo es plenamente hombre cuando pasea.
Pero la primera novedad de Schelle está presente en el
título mismo de su obra: pasear es un arte. No está al alcance de cualquiera:
hace falta un cierto bagaje de cultura. Porque el paseo conjuga la actividad
física con la actividad intelectual. Aunque esta última ha de ser limitada: el
paseo no está destinado a las elucubraciones metafísicas. Hay que resbalar
sobre las cosas para recibir con calma la impresión del entorno.
Schelle no aconseja los paseos por la naturaleza abrupta ni
por las calles ruidosas de la ciudad. El lugar ideal de paseo es el parque, o
las avenidas sombreadas y silenciosas, o ese límite donde la ciudad se abre al
campo. Y es mejor pasear en compañía. Una compañía que no exija conversaciones
profundas, que no abstraiga de las delicias del lugar. Si hubiera música, no
hay que acercarse demasiado, porque el mayor placer del paseante es oír una
música al fondo, y más si emana de instrumentos de viento. Oír una flauta
lejana mientras se pasea puede ser el momento más idílico en la vida del
hombre.
El autor pone un límite muy preciso al paseo: la milla
sajona. La milla sajona del siglo XVIII equivale más o menos a nueve
kilómetros. Más allá, el paseante se convierte en un excursionista: der Spaziergänger mutirt zum Wanderer,
escribe rotundamente Schelle.
Pero el paseo impone una exigencia ineludible: hay que hacer
un esfuerzo de Unbefangenheit,
de ingenuidad. ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede una persona, al empezar un
paseo, volverse cándida, inocente, sencilla, sincera, de ánimo puro? Ahí está
la gran dificultad. Con el corazón lleno de rencores, de preocupaciones o de
tristezas, el paseo no será un auténtico paseo, será otra cosa más pobre y más
vacía.
Resulta
llamativo que la obra de Schelle, que se ha traducido a tantos idiomas, no se
haya traducido al español. Puede que no sea casual, si no causal: ¿nos ha
interesado el paseo? Porque los españoles marchan, corren, van a pie, y cuando
pasean, lo hacen siempre por algo o para algo. La gran lección de Schelle está en
convertir el paseo en un fin en sí mismo, en una forma –quizá la más alta− de
plenitud humana.
Halfdan
Egedius, Tarde de verano, 1893
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