Cuando rehicieron el parque, hace unos años, trajeron este
viejo olivo y dedicaron un extraño homenaje a su ancianidad: separaron al olivo
de los demás árboles, lo colocaron sobre un montículo artificial de grava y lo
rodearon de flores. Delante pusieron un cartelito verde: Olivo. Olea europaea.
Ahora, de madrugada, las primeras luces empiezan a dibujar
su silueta sobre la grava. Desde la ventana veo sus dos brazos retorcidos
alzarse sobre la noche que termina. Una mañana de tantas. ¿Cuántas ya? Más de
cien mil, probablemente, si ha cumplido tres siglos. Está uno al borde de caer en
la prosopopeya, y hacer entonar al árbol un canto al tiempo y su fugacidad: así
pasan tres siglos, casi en un instante. Pero no. Pienso en tantas miradas que
se han posado en él con esperanza. En campesinos que al empezar un otoño, cómo
éste, han mirado sus frutos y han calculado la cosecha. En hombres de tres
siglos que han caminado sobre los surcos y luego se han detenido ante él.
Desarraigado del olivar y en lo alto de ese montículo
de grava, no lo mira nadie. No sirve para nada. Da unas cuantas aceitunas que
nadie coge. Con algunas personas pasa lo mismo: se las realza, se las lleva
como una vieja gloria de acá para allá, se las hace honoris causa de varias
universidades, se les da premios de todos los tamaños, y ya no sirven para
nada. O sí, para estar sobre un montículo de grava rodeado de flores, pero sin
dar fruto, o como mucho unas pocas aceitunas que no coge nadie.
No me gusta este parque. Antes tenía unos cuantos pinos
desordenados, y uno se hacía la ilusión de que era un trozo de naturaleza que
aún quedaba entre tanto cemento y tanto asfalto. Pero luego hicieron caminos,
recortaron setos, pusieron surtidores de agua, levantaron pérgolas de ladrillo y
trasplantaron árboles variados, cada cual con su letrerito. Está todo muy
ordenado y docente, y los paseantes caminan apresurados en la misma dirección, colorados
del esfuerzo, sudando. Hay letreros que lo prohíben casi todo: llevar perros
sin cadena, traer meriendas, montar en bicicleta, pisar el césped.
Al viejo olivo se lo imagina uno en su sitio, en su feliz
anonimato del campo, siendo uno más en una larga fila, y rodeado de otras
muchas filas de olivos que se pierden en el horizonte. En enero vendría la
cuadrilla de vareadores, avanzando entre la niebla del monte, extendería las
redes sobre el suelo, y sacudiría las ramas hasta dejar las redes cuajadas de
fruto. Pero no. No he caído antes en la tentación de la prosopopeya, y no voy a
caer ahora en la tentación de la moraleja. Esta página probablemente no es
nada, pero desde luego no es una fábula.
¡Qué espanto! Las flores y el cartel. Aunque se vé que la intención es buena, para mejorar... Pero efectivamente: pobre Olivo.
ResponderEliminarCarla