Siempre me ha llamado la atención la condena
bíblica de la palabra ociosa. “De toda palabra ociosa que hablen los hombres,
darán cuenta de ella en el día del juicio”. Tomemos de la palabra “ocioso” la peor acepción, la
más peyorativa de las seis que enumera el diccionario: “inútil, sin fruto,
provecho ni sustancia”. Decir cosas sin fruto ni provecho, ¿no es acaso una de
las actividades más propias, más auténticas y ancestrales de la convivencia
humana? ¿De qué vale –qué fruto y qué provecho tiene– hablar del tiempo con el
vecino, o del dolor de muelas con un amigo que encontramos por la calle, o de
las decisiones del gobierno en la tertulia del café, que es algo que el hombre
ha hecho probablemente desde que es hombre? Pues de nada. Y sin embargo, el
mejor uso que puede hacerse del lenguaje es el de contar lo que se nos pasa por
la cabeza, por simple e insustancial que sea. Ya lo dijo Antonio Machado: “Yo
nunca os aconsejaré que escribáis nada, porque lo importante es hablar y decir
a nuestro vecino lo que sentimos y pensamos”.
Y esa pobre lengua que con su malabárico
movimiento alumbra las palabras ociosas, también es condenada. “La lengua es un
fuego, un mundo de iniquidad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y
contamina todo el cuerpo; la lengua enciende el infierno e inflama el curso de
nuestra vida”.
Me
quedo con Novalis, el bueno, noble e inteligente Novalis: "Hablar por
hablar es lo único serio que podemos hacer en la vida”.
Quizá
ese ῥῆμα ἀργὸν del original
griego quiera decir otra cosa y siempre se haya traducido mal. Quién sabe.
Diálogo, de Saul Steinberg, 1964 |
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