En los años de la adolescencia empieza a
crecer, aunque comedidamente, un pequeño rebaño de libros propios, que ocupa
unos pocos estantes y que no se confunde nunca con la biblioteca de los padres.
En ese rebaño de libros propios esté ya esbozada la biblioteca futura, por
grande que esta llegue a ser. Si se compararan los pocos libros del adolescente
con los muchos libros del hombre maduro en que ese adolescente se convierta, se
vería que los últimos libros son una simple descendencia de los primeros, como
si se hubieran reproducido endogámicamente a lo largo del tiempo.
De entre los libros propios que tuvo en la
casa paterna el lejano adolescente que escribe estas líneas, el que aparece
abajo es uno de los más antiguos. Lleva una fecha y una firma escritas con
trazos aún indecisos en la portadilla. No fue probablemente una compra
espontánea, sino impuesta. Pero eso perdió importancia enseguida, porque ese
libro fue desde el principio uno de los preferidos
Resulta llamativo que, siendo La metamorfosis el relato más largo de
los que se agrupan en ese libro, no haya dado título al conjunto. Y probablemente
La metamorfosis será el relato que a
todo lector se le haya grabado de manera indeleble en la memoria. Todos retendrán
para siempre la imagen –que cada cual se habrá forjado a su manera– de un
cuarto estrecho en cuya ventana despunta un día lluvioso, mientras el joven que duerme en ese cuarto se
debate en una pesadilla de la que no puede salir, porque se ha convertido en
una angustiosa realidad.
Muchos años más tarde de la fecha que
aparece en la portadilla empecé a coleccionar traducciones de La metamorfosis. Tenía curiosidad de
cómo resultaría, bien traducido, un relato escrito con una prosa tan alemana:
densa, dura, sobria, extraordinariamente precisa. La misma prosa de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge,
de Rilke. Rilke decía de su propia prosa que era lückenlos: que no tenía huecos. La
metamorfosis tampoco tiene huecos. Ningún relato de Kafka los tiene. Ninguno
tiene huecos ni adornos, a ninguno le sobra ni le falta una palabra, y ninguna
de las palabras es sustituible por otra. Yo no he conseguido aprender de
memoria ningún poema entero, pero puedo recitar un cuento de Kafka que tiene
varias páginas: Vor dem Gesetz, Ante la
ley.
Luego seguí coleccionando por ver cómo se
traducían algunos de los pasajes. Las divergencias aparecen siempre en la
segunda línea. Cuando Kafka dice en qué se vio transformado Gregor Samsa –y son
sólo dos palabras: ungeheueres Ungezifer–,
las versiones empiezan a distanciarse. Desde esa segunda línea se puede saber si
el traductor va a ser fiel a Kafka o no.
En esas dos palabras de la segunda línea,
Kafka dice que Gregor Samsa se sintió transformado en un bicho enorme. No dice más. No quiere anticipar de qué bicho se
trata, porque eso lo va a ir diciendo a continuación: primero el caparazón
cóncavo, luego las patitas que vibran en el aire. Los traductores, que naturalmente
han leído el cuento entero antes de ponerse a traducir, anticipan en la segunda
línea de qué bicho se trata: “un asqueroso escarabajo”, “un insecto
monstruoso”, “un insecto gigante”, “una horrible cucaracha”.
Como pasa siempre con la buena literatura,
cada vez que se lee La metamorfosis
resulta nueva. Al leer el relato en este ejemplar que me acompaña desde hace
tanto tiempo, la que revivo es la primera lectura. Es como una doble novedad:
estreno relato y estreno adolescencia.
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