González Ruano pensó escribir una novela sobre esta casa en
la que escribo y vivo, y en la que todos los vecinos nos moveríamos como
autómatas, cumpliendo ciegamente la voluntad de los muertos. Porque esta casa
está construida sobre un cementerio. Y aunque muertos y bien muertos, los
enterrados seguirían mandando sobre los vivos, que para algo nos sirven de
fundamento y nos sostienen en pie sobre sus tumbas.
Era
el cementerio de San Martín y San Ildefonso. Uno de los más lujosos de Madrid,
con entrada porticada y dos pabellones hexagonales destinados a capilla y a
vivienda del guarda. Lo construyó Wenceslao
Graviña en 1849. Aquí hubo muertos ilustres, como el pintor Rosales y el
escritor Fernández de los Ríos. A veces cedía el terreno, se abrían las tumbas
y aparecían los huesos. Dice el escritor José Gutiérrez Solana que alrededor
del cementerio vivía la gente “criando gallinas, tristes y flacas como ellos
mismos”. Era un arrabal de desmontes y cuevas.
A principios del siglo XX se pensó convertir el
cementerio en jardín, conservando el pórtico, la capilla y la casa del guarda,
derribando las galerías de nichos y trasladando a los muertos. El proyecto
incluía la construcción de una gran plaza central, que se denominaría Jardín
Elíptico, donde se colocarían estatuas de alcaldes madrileños, y se mantendrían
los patios del cementerio, pero adornados con fuentes. El proyecto no se llevó
a cabo. Cuando el cementerio estaba oficialmente clausurado, la gente siguió
trayendo a sus muertos. Luego llegó la guerra civil y el cementerio se
convirtió en frente. Parapetados en las tumbas, los soldados se disparaban con
fusiles y se tiraban granadas, mientras se veían las caras de cerca.
Así que el cementerio no sirvió ya ni para
jardín. Estuvo unos años en ruinas y luego se vació, y en una parte se
construyó esta casa y en otra se levantó el estadio Vallehermoso. Algunos
cipreses del cementerio quedaron en pie, y aún siguen. En el estadio hemos
corrido los niños del último medio siglo, hemos jugado a relevos y hemos dado
saltos de longitud.
Hace unos años han derribado el estadio
Vallehermoso, y ahora es un gran agujero. No sé si habrán aparecido más
muertos. Veo salir los camiones con tierra, y a veces pienso si no se llevarán
a algunos, a los rezagados sin familia. Están llenando el barrio de polvo, y quizá
en este polvo grisáceo haya calaveras molidas por el tiempo.
Y creo que sí, que los muertos siguen mandando
sobre los vivos. A veces, cuando escribo cosas tristes, pienso: es mi muerto,
el de la vertical de este despacho. A veces, en el ascensor, a los vecinos les
veo la cara de su muerto, el que les corresponde según esté emplazada la alcoba
en la que duermen, todas a una altura mayor o menor sobre una tumba.
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