Se han recopilado en este volumen las tres únicas piezas que
el autor ha escrito en ese género que él mismo llama en el prólogo la prosa náutica. Esas tres piezas son: Crónica de una travesía, Segunda navegación
y Viaje fluvial. Tengo que empezar
diciendo que no conozco personalmente al autor, pero de la lectura de este
libro pueden deducirse, sin necesidad de gran perspicacia psicológica, algunos
rasgos de su personalidad. (Un inciso: ¿hay alguna página, de cualquier autor,
que no sea autobiográfica? Porque no es necesario que el autor cuente un
episodio vivido para que veamos su silueta detrás de la letra impresa: la
elección de los temas, la selección de los detalles, el estilo literario… cada
página es un espejo del autor). Pues bien: el autor de estas prosas náuticas no
es un intrépido navegante. Recuerde el lector al capitán Acab al frente de su
ballenero, porque entonces podrá hacerse una idea precisa de cómo sería la
figura opuesta: ese es el autor de este libro.
Crónica de una
travesía relata un viaje por el estanque del Retiro. En el estanque grande,
además de barquitas de remo, hay un barco que va bordeando todo su contorno
hasta volver al embarcadero del que partió. La travesía dura algo más de un
cuarto de hora. Los pasajeros son familias con niños, parejas de novios –todos
de provincias− y algún individuo solitario, como el narrador de este episodio. El
autor va describiendo minuciosamente la visión de la costa: un barquillero
sentado en una sillita de mimbre, unas patinadoras rubias, un anciano que
entretiene su aburrimiento contemplando a los paseantes, varios abetos que
extienden sus ramas sobre el agua, una pareja tumbada sobre el césped, la
Fuente de la Alcachofa, una señora con sombrero que echa pan a las carpas, las
ninfas marinas del monumento a Alfonso XII que hacen ademán de arponear los
monstruos del lago… El autor entabla una breve relación con algunos compañeros
de viaje y cruza algunas palabras con el capitán que pilota la nave, ataviado
con gorra de plato y uniforme municipal.
Segunda navegación narra
la aventura náutica más arriesgada de las tres que relata el libro. Se
desarrolla en el trayecto que une el pueblo de Cangas con la ciudad de Vigo, en
la ría del mismo nombre. El pasaje es mayoritariamente femenino: señoras que
llevan en el carrito de la compra patatas y otros productos agrícolas. El
oleaje es escaso, porque las islas Cíes, que bordean la entrada de la ría,
detienen la furia del mar abierto. Pero el viaje no deja de tener su aventura. La
nave cabecea al llegar a las aguas más profundas y deja una doble estela blanca
y profunda sobre el oleaje. Del riesgo de la travesía dan expresivo testimonio
los abundantes flotadores que se acumulan en cubierta. Pero la serenidad de las
señoras que viajan sentadas junto a sus carritos –escribe el autor− revela que
no perciben el peligro que entraña este largo viaje por mar, que supera con
creces la media hora.
Viaje fluvial es
un relato del viaje más breve, el que une una y otra orilla del Tajo a su paso
por Toledo, pero el más cargado de historia y de cultura. Porque esta barca se
remonta al siglo XVI y, como pertenecía a la Iglesia, fue desamortizada a
principios del XIX. La barca aparece en todos los buriles y aguafuertes que han
reproducido la imagen de la ciudad en todos los tiempos. Para vencer la
corriente del río, la barca va sujeta a un cable, y el barquero, en lugar de
conducirla con un timón lo hace con una manivela que pone en movimiento unas
ruedas dentadas. La grandeza de esta travesía está en que no conduce a ninguna
parte. Sólo puede emprenderse por amor a la navegación. El desembarco se hace
en la orilla izquierda, en la que no hay nada: sólo una ladera escarpada que es
imposible de remontar. De manera que el único destino del viajero es sentarse
sobre la tierra y esperar a que la barca emprenda la travesía inversa. Aunque
los dos primeros relatos del libro no contienen grandes aventuras, en este
tercero no hay aventura alguna. Es un relato que podríamos llamar de literatura
estática, género en que entraría toda la literatura de balneario y aquella Oceanografía del tedio que Eugenio D’Ors
escribió a principios del pasado siglo.
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