Otro género que ha quedado confinado en las artes plásticas
–además del bodegón, al que se hacía referencia el otro día− es el retrato del
natural. ¿Por qué no hacer bodegones y retratos del natural en la literatura? Se
colocan unas cuantas cosas sobre una mesa –un jarrón, unas frutas, un reloj de
arena− y se esbozan sobre el teclado. Lo mismo con un hombre o una mujer. Se le
sienta enfrente, se le pide que permanezca inmóvil, y se le retrata. No con
colores, sino con palabras.
Me sugirió esta idea, hace años, Manolo Quejido. Estaba
haciendo entonces –finales de los noventa− las serigrafías del escritor y la
modelo. Una joven con pamela se sienta en un sillón, y frente a ella, el
escritor teclea en su vieja Regina los rasgos más salientes. Depende, claro, de
si el escritor es naturalista o simbolista o hermético: según su estilo, así
quedará el retratado sobre el papel, como hubiera quedado sobre el lienzo.
Conocí a Manolo Quejido hace veinte años. Le he dado la
vuelta al retrato que me hizo por entonces para ver la fecha: abril de 1992. Unos
días antes de que empezara a pintar quedamos a comer. Iba a escribir comimos juntos, pero habría sido
inexacto; en realidad comí yo solo. No recuerdo que se llevara la cuchara, el
tenedor o el vaso a la boca. Sólo recuerdo su mirada fija, inmóvil, sin
pestañear. Los buenos pintores tienen que entender. No les basta con ver. La buena
pintura no es cosa de exterioridades. Y sí, creo que en el retrato acabé
estando más o menos entero.
El sentimiento que producen los cuadros de Manolo Quejido es
siempre el mismo: entusiasmo. Los cuadros de Manolo Quejido son una explosión
de jovialidad. Al menos los de la última época. Con sus colores intensos,
luminosos, puros, casi chillones, transmiten la misma alegría vital del
fauvismo o del rayonismo. Quizá aún mayor, porque los cuadros de Quejido llegan
al límite de la sencillez, de la expresividad lograda a base de sencillez. Da
la impresión a veces de que bordean lo kitsch, pero el pintor tiene la
elegancia de no sobrepasar el borde.
Por la composición casi geométrica de las escenas, los
cuadros de Manolo Quejido están emparentados con el constructivismo de Torres
García. Pero en Quejido no hay ese fondo apagado, triste, de Torres García. En
su casa del barrio montevideano de Pocitos vi algunos lienzos de una discípula de
Torres García, Amalia Nieto, la viuda de Felisberto Hernández. Eran más alegres
que los de su maestro. Pero tampoco alcanzaban la luminosa jovialidad de Quejido.
El escritor y la modelo están sentados frente a frente, en
silencio. Con las mismas dosis de reflexión y sensibilidad con que pintor elige
el color de cada trazo, el escritor elige las palabras de cada frase. Detrás de
los rasgos físicos, el escritor –como el pintor− percibe la personalidad del
retratado. Pero el escritor –lo mismo que el pintor− está haciendo un retrato
del natural: sólo tiene delante un rostro. Su mérito consistirá en hacer decir
a ese rostro lo que oculta.
Serigrafía de Manolo Quejido,
1998
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario