Septiembre es una atalaya, una promesa, un horizonte…
cualquier cosa que abra un espacio por vivir. Están los campos terriblemente
secos. Asombra que sigan estando verdes las hojas. La tierra y los árboles
confían en esta promesa que trae septiembre, porque septiembre, en realidad, es
sólo eso: una promesa. Su cielo no se cubrirá de nubes grises, su horizonte no se
desgarrará en girones de agua, pero la puerta de la esperanza se entreabre. Detrás
está el frescor, la lluvia, la dulce niebla matinal, las luces sutiles de la
tarde, las noches que apresuran sus pasos menudos y nos cubren con su manta de
lana gris.
A finales de septiembre, el otoño cumple su cita y nos trae
su aroma de tierra húmeda. No hay otro olor tan hondo. Cada año produce un sobresalto
nuevo, un asombro inédito, una alegría inesperada. No hay apenas un reducto de
tierra en este laberinto de asfalto, no cae la lluvia sobre las calles y
plazas, y sin embargo llega: huele, como un milagro, a tierra húmeda. Dudamos,
incluso, si es realidad o ficción. Si lo sentimos o lo soñamos. En esa pequeña
vacilación está el verdadero inicio del otoño.
Algunos cumplimos un nuevo año en septiembre, pero es igual:
en el fondo, septiembre es el cumpleaños de todos, porque a todos se abre un
tiempo nuevo, un tiempo de esperanza. Septiembre es una prórroga en esa
realidad tan insegura que es vivir. Se ilumina un trecho nuevo del camino. Un
paisaje desconocido espera nuestros pasos.
Quizá por todo eso septiembre sea un mes de gratitud. Se
agradece la cosecha, sea grande o menguada, porque siempre hay cosecha. Se
agradece que el sol se vuelva tibio y acogedor, que el viento se haga leve y
suave, que el cielo se haga hondo y transparente. Pero se agradece, sobre todo,
la promesa. En un mundo de promesas falaces, septiembre es la lealtad. Nunca ha
faltado a su palabra. Esa palabra que llega entre el temblor de las hojas y la
luz cegadora, como ha llegado siempre la palabra del más allá.
Otoño y su luz, entre las
vides
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