Si en aquel juego infantil –Si yo fuera un árbol…, Si yo fuera un
color…, Si yo fuera una fruta…–, me tocara el turno para contestar Si yo fuera un pintor… diría
rotundamente que no, que no sería un pintor, que sería una pintora, que sería
Sofía Morales. Diría también que no podría ser otro ni otra, que tendría que
ser ella, que sólo con ella me siento tan identificado que no hay ningún otro
que yo pudiera ser. Y más aún, si me tocara contestar Si yo fuera escritor… diría lo mismo, que sería Sofía Morales, y no
por lo que escribió –cuentos y obras de teatro llenos de delicadeza–, sino por
lo que pintó, es decir que me gustaría mover la pluma como ella movía los
pinceles, con el mismo silencio, la misma contención, con la misma poesía.
Por eso, desde que hace años supe que
existía Sofía Morales, he buscado sus cuadros con avidez, y ahora tengo varios
delante de mí, y antes de escribir los miro, me asombro, y trato de hacer algo
parecido. Es muy difícil.
Hay otros pintores murcianos, como Sofía
Morales, que tienen la misma gracia sobria, la misma expresividad en sordina,
pero ella pone en sus cuadros –sólo sé decirlo con grandes palabras, que a ella
no le van nada– más amor, más entrega. Ramón Gaya dijo de Sofía Morales: “Pone
en sus cuadritos lo más difícil de apresar para un pintor: el aire, el calor,
el latido, la vida”. Quizá sea eso, la vida, más vida. Y además en cuadritos,
no en cuadros, porque Sofía Morales sólo hizo cuadritos. Era otro modo de huir
de la grandilocuencia.
Sofía Morales tenía una proximidad juanramoniana,
rilkeana, a las cosas. Las miraba con especial dulzura. Ellas, a su vez, le
respondían. Y esas confesiones tan calladas estás en los lienzos.
¡Que quietas están las cosas
y qué bien se está con ellas!
escribió JRJ, y qué evidente resulta, mirando los cuadros de Sofía
Morales, que la pintora, como el poeta, estaba bien entre ellas, oyendo sus
discretas confidencias, sus pacientes mensajes.
Me gusta tanto cómo cantan las cosas,
dice RMR. En los cuadritos de Sofía
Morales las cosas cantan en voz baja, forman un coro de susurros, entonan una
melodía rumorosa y leve.
Aunque en sus lienzos las
cosas están unas junto a otras, no forman las composiciones rotundas de las
naturalezas muertas (qué horrible expresión, y qué bonita sin embargo la expresión
inglesa y alemana, “vidas silenciosas”), sino que aparecen con naturalidad,
como sorprendidas en su vida cotidiana. Una flor que asoma de un vaso, un
espejo que sólo refleja una ráfaga de luz, un sobre con una carta en blanco, el
rincón de una mesa, un lienzo vuelto del revés.
Sofía Morales era
descendiente de Salcillo, y llevaba la sangre del dramático imaginero en sus
venas, pero qué distinto modo el suyo de decir las cosas, tan lleno de naturalidad
y de tersura.
Sofía
Morales, La carta, detalle.
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