Se acerca el centenario de la publicación en 1914, por
la editorial La Lectura, de Platero y yo,
en un pequeño volumen en cuarto con ilustraciones de Fernando Marco. Esta
madrugada, entre sueños, cuando oía la radio, hablaban de algunas cosas de las
que aquí se cuentan, y he pensado que, aunque fuera con algo de osadía, a quién
mejor se las podría decir era a Platero, ahora que llega su cumpleaños.
¿Te acuerdas, Platero, de aquellos terribles versos de El burro explosivo? Cargaron a un burro con dinamita y le dieron
con una vara en el lomo. El burro, obediente siempre, fue subiendo por el sendero
estrecho que bordeaba la montaña, sin saber que lo que esa vez llevaba en los
serones no era paja recién cortada, o patatas recién cogidas, sino su propia
muerte.
¿Te acuerdas, Platero, de aquel héroe griego que se llamaba
Belerofonte? Era como el burro explosivo: tuvo que hacer un largo viaje con su
sentencia de muerte en el bolsillo. Belerofonte sería un nombre bonito, aunque
quizá algo triste, para un burro. Si alguna vez tengo un burro –y más de una
vez he imaginado dónde estaría el establo, y el comedero, y por dónde
ramonearía la grama y las amapolas− le llamaría así. Belerofonteeee… y desde lejos le vería levantar la cabeza, mover
las largas orejas cada una para un lado, y venir despacio…
Pero lo que quería decirte es que ahora –lo acabo de oír por
la radio− se ha inventado la asnoterapia. Se ha descubierto que los burros, que
han servido siempre para tantas cosas –incluso para llevar dinamita−, sirven
también para curar. Sólo valen, es verdad, para enfermedades mentales, pero
esas enfermedades son a veces las peores, las que más hacen sufrir a quienes
las padecen y a sus familias. El enfermo se acerca al burro, lo acaricia –los
burros se dejan acariciar siempre y no dan coces nunca−, lo abraza, lo aprieta,
siente el pálpito caliente y áspero de su piel, le tira suavemente del rabo y las
orejas, juega con él… y en cierto modo los dos sonríen. El burro a su manera,
levantando el belfo bigotudo y blando hacia el enfermo y acercándolo a su cara,
en señal de amistad.
Y es curioso: se ha descubierto que los burros son más
útiles para aliviar a los ancianos. Porque los ancianos, aunque tengan perdida
la razón, allá en el fondo de su memoria tienen recuerdo de los burros. Saben
que el burro es un animal paciente y dócil. En los pliegues más remotos de su
conciencia hay escenas que vieron muchas veces: burros que tiraban de carros
pesadísimos, burros cargados con amos gordos y desaprensivos, burros
abandonados, por viejos, al borde de las carreteras. Y quizá estás también tú,
Platero, en su memoria.
Los jóvenes, sin embargo, no tienen recuerdo de los burros.
Han venido del mundo cuando tú te habías ido, cuando los burros −¡quien lo iba
a decir!− están en peligro de extinción. Porque los burros hace ya tiempo que
no sirven para nada. Son demasiado lentos para una época con prisa. Son
demasiado tozudos para un tiempo que no tolera que alguien ponga en duda una
orden. Pero quizá llegue un día en que se descubra que los burros sirven
también para educar. Y entonces se llevarán los burros a las escuelas. La clase
de conducta la impartirán los burros. Y los niños se pasarán la mañana entera
mirando por las ventanas, tratando de encontrar la silueta parda y lenta de
esos maestros que no regañan nunca, y que sin embargo enseñan tanto…
Ilustración de Fernando Marco para la primera edición de Platero y yo. |
Hace tantos años que lei el libro: Platero y yo, que ya no lo recuerdo. Este articulo me ha despertado de nuevo las ganas de releerlo.
ResponderEliminarEs una lástima, por no decir una vergüenza que permitamos su extinción.
Y una gran alegria descubri que se ha inventado asnoterapia, gracias por la info y saludo.